Los mundos perdidos (10 page)

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Authors: Clark Ashton Smith

BOOK: Los mundos perdidos
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Gaspard hizo una cantidad considerable de esta mezcla, porque un simple pellizco no sería suficiente para dormir a la gigantesca monstruosidad del cementerio. Su vela, que goteaba cera, fue apagada por la blanca alba cuando él terminaba la fórmula latina de temibles invocaciones de la cual extraería mucha de su eficacia. Él utilizó el hechizo con desgana, porque pedía la colaboración de Alastor y otros espíritus malignos. Pero sabía que no existía otra alternativa: la brujería había que afrontarla con brujería.

La mañana llegó con nuevos terrores a Vyones. Gaspard sintió, por medio de una especie de intuición, que el coloso vengativo, que se decía había vagabundeado con un vigor inhumano y una diabólica energía durante toda la noche a través de Averoigne, se acercaría a la odiada ciudad temprano en ese día. Su pensamiento resultó confirmado; porque apenas había terminado sus labores ocultas cuando escuchó un griterío creciente en las calles y, sobre el triste y agudo clamor de las voces asustadas, el lejano rugido del gigante.

Gaspard supo que no tenía tiempo que perder, si iba a apostarse en un sitio desde donde arrojar con ventaja su polvo a las fosas nasales del gigante de cien pies. Ni los muros de la ciudad ni la mayoría de los campanarios de las iglesias eran lo suficientemente elevados para su propósito; y una breve reflexión le indicó que la gran catedral, levantándose en el corazón de Vyones, era el único lugar desde cuyo techo podía hacer frente al invasor con éxito. Estaba seguro de que los soldados en las murallas poco podrían hacer para impedir al monstruo la entrada y el ejercicio de su malévola voluntad. Ningún arma terrenal podría dañar a un ser de ese volumen y naturaleza; porque incluso un cadáver de tamaño normal, levantado de esta manera, podía ser cosido a flechazos o atravesado por media docena de picas sin frenar su progreso.

Apresuradamente, llenó un enorme saco de cuero con el polvo y, llevándolo a la cintura, se unió al agitado revoltijo de gente en la calle. Muchos estaban escapando a la catedral, buscando el refugio en su augusta santidad, y sólo tuvo que dejarse llevar por aquella corriente empujada por el miedo.

La catedral estaba repleta de fieles, y misas solemnes estaban siendo dichas por sacerdotes cuyas voces temblaban a veces por pánico interior. Sin que le prestase atención la multitud, lívida y desesperada, Gaspard encontró un tramo de escaleras que conducían, tortuosamente, al techo de la alta torre vigilada por las gárgolas.

Aquí se apostó, agazapado detrás de la figura de piedra de un hipogrifo con cabeza de gato. Desde su posición ventajosa podía ver más allá de los campanarios y techos atestados, al gigante que se aproximaba, cuya cabeza y torso se levantaban sobre las murallas de la ciudad. Una nube de flechas, visible hasta a esa distancia, se levantó para recibir al monstruo, quien aparentemente ni siquiera se paró para arrancárselas del costado.

Grandes peñascos, arrojados por catapultas, eran como una llovizna de arenisca, y los pesados dardos de las ballestas, hundidos en su carne, no eran más que simples astillas.

Nada podía frenar su avance. Las diminutas figuras de una compañía de alabarderos, que le hacían frente sacando sus armas, fueron barridas de la puerta del este con un solo movimiento lateral del pino de setenta pies que usaba como bastón. Entonces, habiendo vaciado la muralla, el coloso trepó sobre ella entrando en Vyones.

Rugiendo, carcajeándose y riendo como un cíclope maníaco, recorrió calles estrechas entre casas que sólo alcanzaban su cintura, pisoteando sin misericordia a quienes no podían escapar a tiempo, y hundiendo los techos con terribles golpes de su bastón. Con un golpe de su mano izquierda, rompió los tejados que sobresalían y volcó los campanarios de las iglesias con sus campanas repicando en dolorosa alarma mientras caían. Un chillido lleno de pena y las lamentaciones de voces llenas de histeria acompañaban su paso.

Fue directo hacia la catedral, tal y como Gaspard había calculado, sintiendo que el elevado edificio sería el objetivo especial de su maldad.

Las calles estaban ahora vacías de gente, pero, como para cazarlos y aplastarlos en sus escondites, el gigante metió su bastón como un ariete a través de techos y ventanas al pasar. La ruina y el caos que dejaba eran indescriptibles.

Pronto, se irguió frente a la torre de la catedral en la cual Gaspard esperaba agazapado detrás de la gárgola. Su cabeza estaba a la misma altura que la torre, y sus ojos ardían como pozos de azufre ardiente mientras se acercaba. Sus labios estaban separados sobre dientes como estalactitas en un gruñido odioso, y gritó con una voz que era como el retumbar de un trueno articulado en palabras:

—¡Eh! ¡Sacerdotes lloricas y devotos de un Dios impotente! ¡Adelantaos y haced reverencias ante Nathaire el maestro, antes de que él os barra al limbo!

Fue entonces cuando Gaspard, con un valor sin comparación, se levantó de su escondite y se plantó a la vista del colérico gigante.

—Acercaos, Nathaire, si sois vos en verdad, vil ladrón de tumbas y de osarios —se burló—. Acercaos, pues con vos querría platicar.

Un gesto de monstruosa sorpresa apagó la cólera diabólica de las facciones colosales. Mirando fijamente a Gaspard, como presa de la duda o de la incredulidad, el gigante bajó su bastón levantado y se acercó a la torre, hasta que su rostro estuvo sólo a unos pies del intrépido estudiante. Entonces, cuando aparentemente se había convencido de la identidad de Gaspard, la expresión de cólera maníaca volvió, inundando sus ojos con un fuego tartáreo y retorciendo sus facciones en una máscara de malignidad. Su brazo izquierdo se levantó en un arco prodigioso, con dedos que se retorcían colocados horriblemente por encima de la cabeza del joven, proyectando una sombra negra como un buitre contra el sol del mediodía. Gaspard vio las caras blancas, sorprendidas, mirando por encima de su hombro desde la cesta de madera.

—¿Eres tú, Gaspard, mi discípulo rebelde? —rugió el coloso tormentosamente—. Pensé que estabas pudriéndote en el calabozo debajo de Ylourgne... ¡Y ahora te encuentro colgado en la cima de esta maldita catedral que estoy a punto de demoler!... Hubieras sido más sabio quedándote donde yo te dejé, mi buen Gaspard.

Mientras hablaba, su aliento era como un vendaval que se cernía sobre el estudiante. Sus vastos dedos, con uñas negras como palas, revoloteaban sobre él con una amenaza de ogro. Gaspard había aflojado furtivamente la bolsa de cuero que llevaba a la cintura, y había abierto su cuello. Ahora, mientras los dedos que se retorcían descendían hacia él, vació el contenido de la bolsa en el rostro del gigante, y el fino polvo, formando una nube gris, oscureció de su vista los labios burlones y las narices palpitantes.

Ansioso, vigiló el efecto, temiendo que el polvo fuese inútil, después de todo, contra las artes superiores y los recursos satánicos de Nathaire. Pero, milagrosamente, el brillo maligno murió en los ojos profundos como el abismo, mientras el monstruo inhaló la nube flotante. Su mano levantada, no acertando en su movimiento al joven agazapado, cayó sin vida en su costado. La cólera fue borrada de la poderosa máscara retorcida, como del rostro de un hombre muerto; el gran bastón cayó sobre la calle vacía con un crujido, y entonces, con pasos desiguales y adormilados, y con los brazos colgando descuidados, el gigante dio la espalda a la catedral y volvió sobre sus pasos a través de la ciudad devastada.

Hablaba solo, con un tono somnoliento, mientras andaba, y la gente que le escuchó juraba que el tono ya no era la voz terrible de Nathaire, inflada por el trueno, sino los tonos y acentos de una multitud de hombres, entre los cuales las voces de algunos de los muertos violados eran reconocibles.

Y la voz de Nathaire en persona, sin más volumen del que tuvo en vida, era a intervalos escuchada, a través de los múltiples murmullos, como protestando rabiosa.

Trepando sobre las murallas del este, como había entrado, el coloso fue de acá para allá durante muchas horas, no para dar salida a una cólera y un rencor infernales, sino buscando, como la gente pensó, las distintas tumbas para los centenares de personas que lo componían y que habían sido tan asquerosamente arrancadas de ellas. De osario en osario, de cementerio en cementerio, recorrió toda la región, pero no había tumba en lugar alguno en que el coloso pudiese descansar.

Entonces, hacia el atardecer, los hombres le vieron en la distancia recortándose contra el borde rojizo del cielo, cavando con sus manos en las blandas tierras arcillosas junto al río Isoile. Allí, en una tumba monstruosa que él mismo se fabricó, el coloso se tumbó y no volvió a levantarse. Los diez discípulos de Nathaire, se pensó, al no ser capaces de descender de su cesta, fueron aplastados bajo el enorme cuerpo, porque ninguno de ellos volvió a ser visto después.

Durante muchos días, nadie se atrevió a aproximarse al lugar donde el cadáver descansaba en la tumba sin cubrir que él mismo se había cavado. Y así, el monstruo se pudrió de una manera prodigiosa bajo el sol del verano, produciendo un fuerte hedor que trajo la peste a una parte de Averoigne. Y quienes se atrevieron a acercarse, el siguiente otoño, cuando el hedor hubo desaparecido, juraron que la voz de Nathaire, todavía protestando colérica, fue escuchada por ellos saliendo de la enorme masa infestada de cornejas.

De Gaspard de Nord, quien había sido el salvador de la provincia, fue contado que vivió con muchos honores hasta una edad madura, siendo el único hechicero de la región que nunca incurrió en la desaprobación de la Iglesia.

EL FINAL DE LA HISTORIA

La siguiente narración fue encontrada entre los papeles de Cristóbal Morand, un joven estudiante de derecho de Tours, después de su inexplicable desaparición durante una visita a la casa de su padre cerca de Moulins, en noviembre de 1.789:

Un siniestro crepúsculo otoñal marrón purpúreo, prematuro por la inminencia de una tormenta eléctrica, había llenado el bosque de Averoigne. Los árboles a los lados de mi carretera ya se habían desdibujado en masas de color ébano, y el propio camino, pálido y espectral por la oscuridad cada vez más densa, parecía temblar y oscilar ligeramente, como con el temblor de un misterioso terremoto. Espoleé mi caballo, que estaba terriblemente agotado por el viaje que había comenzado con el alba, y había caído horas antes en un trote disconforme y renuente, y galopamos a lo largo de la carretera que se oscurecía, entre enormes robles que parecían inclinarse hacia nosotros, con ramas como dedos que tratasen de agarrarnos mientras pasábamos.

Con temible rapidez, la noche se nos echó encima, y la negrura se convirtió en un velo tangible que se nos pegaba; una desesperación y una confusión de pesadilla me impulsaron a espolear de nuevo mi montura con un rigor más cruel, y, mientras marchábamos, los rumores de la tormenta se mezclaron con el resonar de las herraduras de mi caballo, y los brillos de los relámpagos iluminaron nuestro camino, que, para mi sorpresa, me había creído sobre la carretera principal que atraviesa Averoigne, se había encogido inexplicablemente en un sendero frecuentemente transitado. Estaba seguro de que me había perdido, pero no estaba dispuesto a volver sobre mis pasos hacia la boca de la oscuridad y las elevadas nubes de tormenta; me apresure con la esperanza, que parecía razonable, de que un sendero que estaba tan claramente gastado conduciría seguramente a alguna casa o posada donde podría encontrar refugio para la noche. Mi deseo estaba justificado, porque a los pocos minutos divisé un brillo entre las ramas del bosque, y llegué repentinamente a un prado abierto, donde, sobre una suave elevación, se levantaba un gran edificio, con varias ventanas iluminadas en el piso inferior, y una planta superior que resultaba prácticamente imposible de distinguir entre la masa de nubes empujadas por el viento.

“Sin duda se trata de un monasterio”, pensé mientras sujetaba las riendas y descendía de mi exhausta montura. Levanté la pesada aldaba de bronce con forma de cabeza de perro y la dejé caer contra la puerta de roble. El sonido fue intenso y retumbante, con un eco casi sepulcral, y temblé involuntariamente, con un sentimiento de sorpresa y de tristeza no deseada. Éste se disipó un momento más tarde, cuando la puerta se abrió del todo y un monje alto y de facciones rubicundas se plantó ante mí bajo el brillo alegre de los faroles que iluminaban el amplio zaguán.

—Os doy la bienvenida a la abadía de Périgon —dijo él, en un murmullo suave, y, mientras hablaba, otra figura con túnica y capucha apareció y se hizo cargo de mi caballo. Al tiempo que murmuraba dando las gracias, la tormenta estalló y tremendas ráfagas de lluvia, acompañadas del estrépito cada vez más próximo de los truenos, se estrellaban con furia demoníaca contra la puerta que se había cerrado detrás de mí.

—Resulta afortunado que nos encontrase cuando lo hizo —comentó mi anfitrión—. Mala cosa sería, para hombre o para bestia, andar a la intemperie en semejante temporal del demonio.

Adivinando, sin mediar pregunta, que me encontraba hambriento además de agotado, me condujo al refectorio, donde puso ante mí una generosa cena de carne de cordero, pan negro, lentejas y un fuerte vino tinto de la mejor calidad.

Se sentó ante mí en la mesa del refectorio mientras comía, y, con mi hambre un tanto saciada, tuve ocasión de examinarle con más detalle. Era alto y de recia constitución a un tiempo, y sus rasgos, donde las cejas no eran menos anchas que la poderosa mandíbula, denotaban una inteligencia afilada no menor que un amor por la buena vida. Una cierta delicadeza y refinamiento, un aspecto de erudición, buen gusto y buena educación emanaban de él. Y pensé para mis adentros: “Este fraile es probablemente tan buen conocedor de los libros como de los vinos”. Sin duda, mi expresión delató el aumento de mi curiosidad, porque dijo como contestando:

—Soy Hilarión, el abad de Périgon. Pertenecemos a la orden benedictina, vivimos en amistad con Dios y con todos los hombres, y no mantenemos que el espíritu se enriquezca con las mortificaciones y la miseria de la carne. Tenemos en nuestras despensas sanas provisiones en abundancia, en nuestras bodegas los mejores y más añejos cavas del distrito de Averoigne. Y, si estas cosas os interesan, y puede que lo hagan, una biblioteca que ésta aprovisionada con tomos raros, con preciosos manuscritos, con las mejores obras de paganos y cristianos, e incluso con ciertos escritos únicos que sobrevivieron al holocausto de Alejandría.

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