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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (7 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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Continuando en las sombras, siguió avanzando a lo largo del patio dando la vuelta a las ruinas. No se atrevía a aproximarse a la entrada abierta por miedo a ser visto, aunque, por lo que podía ver, el lugar carecía de vigilancia.

Llegó a la cárcel, sobre cuya muralla superior la pálida luz parpadeaba oblicuamente a través de una especie de desgarrón en el largo edificio adyacente. Esta abertura estaba a alguna distancia del suelo, y Gaspard vio que había sido anteriormente la apertura a un balcón de piedra. Un tramo de escaleras rotas conducía, subiendo por la pared, al resto medio deshecho de ese balcón, y se le ocurrió al joven que podía subir por esas escaleras y espiar, sin ser visto, el interior de Ylourgne.

Faltaban algunos de los tramos de las escaleras, y el resto estaba cubierto por profundas sombras. Gaspard encontró precariamente su camino hasta el balcón, parándose una vez con considerable miedo cuando un fragmento de la gastada piedra, aflojado por su pisada, cayó haciendo un gran ruido contra las piedras del patio de abajo. Aparentemente, no fue escuchado por los ocupantes del interior del castillo, y al cabo de un rato reinició su ascenso. Cautelosamente, se aproximó a la larga e irregular abertura desde la cual la luz salía hacia arriba.

Agazapándose en una estrecha cornisa, que era todo lo que quedaba del balcón, espió un espectáculo de lo más sorprendente y aterrador, cuyos detalles le produjeron tal perplejidad, que tardó muchos minutos en comprenderlos.

Estaba claro que la historia contada por los monjes, teniendo en cuenta sus prejuicios religiosos, había estado lejos de ser exagerada. Casi todo el interior del gran edificio medio derrumbado había sido demolido y desmantelado para proporcionar espacio a las actividades de Nathaire. Esta demolición era por sí misma una tarea sobrehumana para cuya ejecución el hechicero debía haber empleado una legión de demonios familiares, además de sus diez discípulos.

La vasta cámara estaba irregularmente iluminada por el brillo de atanores y braseros, y, por encima de todo, por el extraño centelleo de las enormes cubas de piedra. Incluso desde su ventajosamente elevado punto de observación, el observador no podía ver el contenido de esas cubas, pero una luminosidad blanca se derramaba hacia arriba desde el borde de una de ellas, y una fosforescencia de color carne desde el otro.

Gaspard había visto alguno de los experimentos y llamamientos de Nathaire, y estaba más que familiarizado con los utensilios de las artes oscuras. Dentro de ciertos límites, no era melindroso; tampoco era probable que se sintiese muy aterrorizado por las formas brutales e indefinidas de los demonios que trabajaban al borde del abismo junto a los pupilos, vestidos de negro, del hechicero, pero un horror frío sobrecogió su corazón cuando vio la increíble cosa enorme que ocupaba el suelo central: un colosal esqueleto humano de más de cien pies de largo, extendiéndose más allá de la longitud del viejo salón del castillo; el grupo de hombres y demonios, según todas las apariencias, ¡estaba ocupándose de vestir con carne humana el huesudo pie derecho del esqueleto!

El prodigioso y macabro armazón, completo en cada parte, con costillas como arcos de una nave satánica, brillaba como si todavía estuviese calentado por los fuegos de la infernal fusión. Parecía brillar y arder con una vida antinatural, temblar con una inquietud maligna sobre el brillo infernal y la oscuridad. Los grandes huesos de los dedos, curvándose como garras en el suelo, parecía como si estuviesen a punto de cerrarse en torno a una presa indefensa. Los tremendos dientes estaban fijos en una sonrisa sin fin de sardónica crueldad y malicia. Las vacías cuencas de los ojos, profundas como los fosos del tártaro, parecían bullir con una minada de luces engañosas, como los ojos de espíritus burlones que emergen de una sombra obscena.

Gaspard se quedó atontado por la sorprendente fantasmagoría fuera de lo normal que se abría ante él como un Infierno habitado. Después, nunca estuvo por completo seguro de ciertas cosas, podía recordar muy poco de la manera concreta en que el trabajo de los hombres y los asistentes era realizado. Oscuras y ambiguas criaturas, similares a murciélagos, parecían estar revoloteando de un lado a otro, entre las cubas de piedra y el grupo que trabajaba como escultores, cubriendo el pie huesudo con un plasma rojizo que aplicaban y modelaban como si fuese barro. Gaspard pensó, pero no estuvo seguro después, que este plasma, que brillaba como si fuese una mezcla de sangre y fuego, estaba siendo traído de la cuba que despedía un brillo rosado en jarras llevadas en las garras de las sombrías criaturas aladas. Ninguna de ellas, sin embargo, se aproximaba a la otra cuba, cuya luz pálida estaba momentáneamente debilitada, como si se estuviese apagando.

Buscó la mínima figura de Nathaire, a quien no podía distinguir entre la multitud que ocupaba la escena. El nigromante enfermo, si es que no había sucumbido ya a la poco conocida enfermedad que le había consumido por dentro como una llama, estaba sin duda oculto de la vista por el colosal esqueleto, y quizá dirigiendo las tareas de los hombres y de los demonios desde su cama.

Hechizado en la precaria terraza, el observador no consiguió escuchar los furtivos pasos gatunos que ascendían detrás de él, por las escaleras en ruinas. Demasiado tarde, oyó el ruido de un fragmento suelto cerca de sus talones y, volviéndose sorprendido, se desplomó en el puro olvido como por el impacto de un golpe de maza, y ni siquiera fue consciente de que el principio de su caída hacia el patio había sido detenido por los brazos de su asaltante.

El horror de Ylourgne

Gaspard, volviendo de su oscuro salto en una negrura como del Leteo, se encontró a sí mismo mirando a los ojos de Nathaire: cuencas de noche líquida y de ébano, en las cuales nadaban los helados fuegos de las estrellas que se habían hundido en una perdición irremediable. Por algún tiempo, en la confusión de sus sentidos, no podía ver otra cosa que los ojos, que parecían atraerle en su desmayo como siniestros imanes. Aparentemente sin cuerpo, o situados sobre un rostro demasiado vasto para la percepción humana, ardían en un fuego caótico. Entonces, paulatinamente, fue viendo las otras facciones del hechicero, y los detalles de una escena vívida, y fue consciente de su propia situación.

Intentando levantar las manos a su cabeza dolorida, encontró que estaban atadas fuertemente por las muñecas. Estaba medio tumbado, medio apoyado, contra un objeto de dura superficie y bordes que le lastimaban la espalda. El objeto, descubrió que era una especie de horno alquímico, o atanor, parte de un montón de aparatos en desuso que estaban de pie o tumbados por el suelo del castillo. Copelas, aludeles y retortas de alambiques, como enormes calabazas y peceras globulares, estaban mezcladas en extraña confusión, amontonadas junto a los libros con candados de hierro, los sucios calderos y los braseros de una ciencia más siniestra.

Nathaire, apoyado contra almohadones de estilo sarraceno decorados con arabescos de apagado oro y fulgurante escarlata, le estaba observando desde una cama improvisada, hecha con fardos de alfombras orientales y tapicerías de Arrás, ante cuyo lujo las rudas paredes del castillo, manchadas por el moho y moteadas de secos hongos, ofrecían un grotesco contraste. Pálidas luces y sombras que oscilaban siniestras parpadeaban sobre la escena, y Gaspard podía escuchar el gutural murmullo de voces detrás de él. Torciendo un poco la cabeza, vio una de las cubas de piedra, cuya luminosidad rosada estaba manchada y apagada por las alas de un vampiro que se movían de un lado a otro.

—Bienvenido —dijo Nathaire al cabo de un intervalo durante el cual el estudiante comenzó a percibir el fatal progreso de la enfermedad en las facciones, contraídas por el dolor, que había ante él—. ¡Así que Gaspard de Nord ha venido a visitar a su antiguo maestro! —la voz dura y autoritaria surgía sorprendentemente con un volumen demoníaco de la mustia figura.

—He venido —dijo Gaspard en un lacónico eco—. Dígame, ¿cuál es la obra del diablo en que le encuentro ocupado? ¿Y qué es lo que ha hecho con los cuerpos muertos que fueron robados por sus detestables demonios familiares?

El frágil cuerpo agonizante de Nathaire, como poseído por algún demonio sardónico, se acunó de un lado a otro de la lujosa cama en un largo y violento brote de carcajadas, sin ninguna otra respuesta.

—Si su aspecto es un testigo digno de confianza —dijo Gaspard cuando la siniestra risa hubo cesado—, usted está mortalmente enfermo, y escaso es el tiempo que le resta para expiar sus actos de maldad y hacer las paces con Dios, si en verdad aún es posible que usted haga las paces. ¿Qué asquerosa y maligna pócima está usted preparando para asegurar la definitiva perdición de su alma?

El enano fue de nuevo presa de un espasmo de risa demoníaca.

—Voto que no, de ningún modo, mi buen Gaspard —dijo finalmente—. Yo he forjado otro vínculo que aquel con que vosotros, cobardes llorosos, queréis comprar la buena voluntad y el perdón del Tirano Celestial. El Infierno me tomará al final, si lo desea, pero el Infierno ha pagado, y aún ha de pagar, un precio amplio y generoso. Pronto he de morir, es cierto, porque mi final está escrito en las estrellas, pero en la muerte, por la gracia de Satanás, viviré de nuevo, y marcharé dotado con los poderosos músculos de los muertos para cumplir mi venganza sobre la gente de Averoigne, quien, desde hace largo tiempo, me ha odiado por mi nigromántica sabiduría y me ha despreciado por mi estatura de enano.

—¿Qué locura es esa con la que vos soñáis? —preguntó el joven, aterrado ante la maldad y locura sobrehumanas que parecían extenderse de la desgastada figura y verterse como un torrente desde el brillo oscuro e infernal de sus ojos.

—No es locura, sino algo verdadero; un milagro, tal vez, si la vida en sí es un milagro... De los cuerpos frescos de los muertos, que de otro modo se habrían podrido en la asquerosidad del cementerio, mis pupilos y mis demonios familiares me están fabricando, bajo mis instrucciones, el gigante cuyo esqueleto has contemplado. Mi alma, a la muerte del actual cuerpo, pasará a esta colosal residencia a través del funcionamiento de ciertos hechizos de transmigración en los cuales mis fieles asistentes han sido cuidadosamente instruidos. Si conmigo hubieses permanecido, Gaspard, y no te hubieses echado atrás, llevado por tus mezquinos remilgos de meapilas, las maravillas y la profunda sabiduría te habría desvelado, y ahora sería privilegio tuyo participar en la creación de este prodigio..., y, si hubieses venido antes por tu presuntuosa curiosidad, podría haber hecho un uso peculiar de tus fuertes huesos y músculos..., el mismo uso que he dado a otros hombres jóvenes, quienes han muerto a causa de un accidente o de la violencia. Pero es demasiado tarde incluso para eso, ya que la construcción de los huesos ha sido completada y sólo resta investirlos de carne humana. Mi buen Gaspard, no hay nada en absoluto que hacer contigo..., excepto apartarte del medio de una manera segura. Providencialmente, para este propósito, hay un calabozo de prisión perpetua con entrada por el techo debajo del castillo. Un lugar de residencia algo deprimente, sin duda, pero que fue construido fuerte y profundo por los fieros señores de Ylourgne.

Gaspard fue incapaz de concebir réplica alguna para este siniestro y extraordinario discurso. Buscando palabras en su mente, congelada por el horror, se notó sujetado por las manos de seres no vistos que se habían acercado por detrás, contestando a algún gesto de Nathaire, una señal que el cautivo no había notado. Le taparon los ojos con algún pesado tejido, polvoriento y lleno de moho como un sudario, y fue conducido tropezando a través de la acumulación de extraños aparatos, y bajado por una escalera que daba muchas vueltas a través de tramos estrechos y en ruinas, de los cuales salía el repugnante aliento del agua estancada para recibirle, mezclado con el aceitoso olor a almizcle de las serpientes.

Pareció descender una distancia que no admitiría regreso. Lentamente, el hedor se volvió más fuerte, más insoportable; las escaleras acabaron; una puerta hizo un reticente sonido metálico sobre goznes herrumbrosos, y Gaspard fue empujado adelante a un suelo empapado, desigual, que parecía haber sido desgastado por una miríada de pisadas.

Escuchó el chirriar de una pesada losa de piedra. Sus muñecas fueron liberadas, la venda retirada de sus ojos, y vio a la luz de antorchas parpadeantes, un agujero redondo a sus pies que bostezaba en el suelo rezumante de humedad.

Junto a éste, estaba la losa que había sido su tapa. Antes de que pudiese volverse para ver a sus captores, para descubrir si eran hombres o diablos, fue agarrado con brusquedad y arrojado al agujero que se abría. Cayó a través de una negrura como la del submundo, por una oscuridad inmensa, antes de golpear el fondo. Tumbado, medio atontado, en un charco fétido de poca profundidad, escuchó sobre él el seco golpe funeral de la losa al deslizarse de nuevo.

Los fosos de Ylourgne

Gaspard fue revivido, al cabo de un rato, por la frialdad del agua en que descansaba. Sus ropas estaban medio empapadas, y el mefítico y poco profundo charco se hallaba a una pulgada de su boca, como descubrió al primer movimiento. Podía escuchar un goteo, continuo y monótono, en algún lugar de la noche sin luz del calabozo. Se puso de pie tropezando, descubriendo que sus huesos estaban intactos, y comenzó una exploración cautelosa. Gotas sucias caían sobre su cara levantada y su cabello; sus pies resbalaban y salpicaban en el agua podrida; había silbidos furiosos y vehementes, y anillos serpentinos se deslizaban fríamente por sus tobillos.

Pronto alcanzó una tosca pared de piedra, y, siguiendo la pared con la punta de sus dedos, intentó determinar el tamaño del calabozo. Éste era más o menos circular, sin esquinas, y no consiguió hacerse una idea justa de su perímetro. En algún lugar de su vagabundeo, encontró un montón de escombros con forma de estantería; y aquí, a causa de la relativa comodidad y sequedad, se instaló, después de expulsar a un cierto número de reptiles indignados. Las criaturas, parecía, eran inofensivas, y probablemente pertenecían a alguna especie de serpientes de agua, pero temblaba al tocar sus escamas viscosas. Sentado en el montón de escombros, Gaspard repasó en su mente los diversos horrores de una situación que era infinitamente lúgubre y desesperada. Había descubierto el increíble secreto de Ylourgne, capaz de revolver el alma, el proyecto inimaginablemente monstruoso y blasfemo de Nathaire; pero ahora, encerrado en este apestoso agujero como en una tumba subterránea, en las profundidades bajo ese castillo maldecido por los demonios, ni siquiera podía avisar al mundo sobre la inminente amenaza.

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