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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (16 page)

BOOK: Los muros de Jericó
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—Defendiendo los intereses de la Corporación ahí fuera, en el campo de batalla. Y tú ¿qué has hecho?

—Pensar en ti.

—La Corporación no le paga para eso, señor vicepresidente. ¿Y qué pensabas?

—Que quiero asistir a la reunión de esta tarde con tus amigos. Si la invitación sigue en pie.

—Sigue en pie. ¡No sabes cuánto me alegro!

—Pero tengo una pregunta.

—No. Ahora no, Jaime. El teléfono no es bueno para eso. Y tampoco los mensajes depositados encima de la mesa. Te espero en mi casa a las siete.

El teléfono sonó como si Karen lo hubiera besado, luego un chasquido y se quedó mudo; había colgado. Pero a él no le importó lo más mínimo. Sentía un beso cálido en su mejilla. Ahora la tarde era maravillosa, radiante, espléndida.

Jaime no sabía adónde irían, ni en qué lío se iba a meter a partir de las siete; se dijo que no le importaba lo más mínimo. Iría a donde fuera. Aunque fuera al mismísimo infierno. Pero con Karen.

29

Era un edificio en Whilshire Boulevard; estucado en blanco, de tamaño medio, dos plantas de altura y un poco sucio por el tiempo y la contaminación. Jaime se dijo que podría haber sido igualmente un centro médico o las oficinas de una compañía de seguros. Karen giró a la derecha desde el bulevar introduciendo su coche en la zona de aparcamiento al lado del edificio.

—Ya hemos llegado —dijo sonriendo al quitar la llave del contacto.

Una vez fuera del coche, tomó la mano a Jaime y con paso tranquilo, como de paseo, lo condujo hasta la entrada. En la pared, al lado de una puerta doble de cristal ahumado que no permitía ver el interior, había una discreta placa de bronce donde se leía «Club Cristiano Cátaro».

Entraron empujando una de las hojas de la puerta y Jaime se encontró con un área de recepción de lo más corriente, le recordaba la recepción de su dentista. Unos sofás, una mesita central con varias revistas, plantas de decoración y unos cuadros de marco sencillo con imágenes de lejanos castillos encaramados en rocas escarpadas.

Detrás del mostrador una mujer de unos cincuenta años, con gafas y sonriente les saludó.

—Buenas tardes. Hola, Karen.

—Buenas tardes, Rose. —Con una gran sonrisa automática Karen le devolvió el saludo—. ¿Cómo estás? Tenemos cita con Dubois.

—Bien, muchas gracias. Sí, sé que te está esperando. Pasa, por favor.

—Rose, te presento a Jaime. Jaime, ésta es Rose.

Ambos se mostraron encantados. Karen no dio mucho tiempo a los formalismos, cogió a Jaime de nuevo por la mano y lo llevó hacia una de las puertas.

—Hasta luego, Rose.

Karen lo condujo por un pasillo, golpeó levemente la puerta de uno de los despachos, la abrió sin esperar respuesta, y entró saludando:

—Buenas tardes.

En un extremo de la habitación había una mesa de escritorio y, en el centro, una mesita con sofás y sillones. Dos hombres se levantaron al verlos; eran Peter Dubois y Kevin Kepler.

—Buenas tardes, Karen. ¿Cómo está usted, Berenguer? —Dubois les dio la bienvenida con una sonrisa que suavizaba su dura mirada. Tendió la mano a Jaime, y éste la estrechó.

—Muy bien, gracias, Dubois. ¿Y usted?

—Excelente —contestó mientras Karen saludaba a Kepler con un beso en la mejilla—. Ya conoce usted al señor Kepler.

—Sí, nos conocimos en el bosque.

—Un placer verle de nuevo, Berenguer —dijo Kepler mientras ambos se estrechaban la mano.

—Sentémonos y hablemos de lo que le trae a nuestro club. —Dubois acompañó su invitación con un gesto.

—Karen dice que le gustaría pertenecer a nuestro grupo. —Kepler lo abordó tan pronto como se acomodaron—. ¿Por qué?

—Bien, su discurso del bosque me pareció muy interesante. —Jaime hablaba con lentitud, mirándolos alternativamente. No esperaba aquello; se sentía como cuando iba a la búsqueda de su primer empleo y lo entrevistaban. No estaba preparado para un examen, pero deseaba aquel «empleo» y temía perder a Karen si lo rechazaban. Y no la perdería. Era la razón que le traía allí. La única. Aunque no pensaba confesarla—. En realidad —continuó—, podría aceptar mucho de lo que se dijo y, aunque me cuesta creer algún punto, mantengo una actitud positiva.

—¿Qué le cuesta creer? —inquirió Kepler. Su expresión era seria, al contrario que Dubois, que mantenía la sonrisa, pero con una mirada de ojos escrutadores.

—Lo de la memoria genética. O los recuerdos de anteriores reencarnaciones, como luego Karen aclaró. Es fascinante, una bonita historia que me gustaría fuera cierta. Pero mi razón me impide creerla.

—¿Querría intentarlo? —preguntó Dubois.

—¿Intentar recuerdos de vidas anteriores?

—Efectivamente.

—¡Estaría encantado!

—Se trata de un rito de fase avanzada —objetó Kepler—. Podría ser prematuro.

—Cierto —confirmó Dubois—. En realidad es frecuente que se intente y que el individuo no experimente nada; podría frustrarse mucho si acude a la ceremonia con grandes expectativas.

—Peter —intervino Karen—, creo que Jaime está preparado.

—Coincido con Karen —convino Dubois dirigiéndose a Kepler—. Y si el señor Berenguer está dispuesto a seguir nuestras reglas y códigos, debiéramos darle la oportunidad lo antes posible. Mañana sábado.

—Bien —aceptó Kepler—. Vosotros lo conocéis mejor que yo. También conocéis los riesgos. Si con todo ello queréis seguir adelante, que sea mañana.

—¿Qué me dice, Berenguer? —interrogó Dubois—. ¿Está dispuesto a seguir adelante y aceptar lo que comporta integrarse en nuestro grupo?

—Deseo vivir la experiencia —confirmó Jaime, que tenía la impresión de estar aprobando el examen—. Karen me habló de algunas de las normas de su grupo y estoy dispuesto a asumirlas.

—Ya aprenderá los detalles —intervino Kepler—, pero básicamente son tres puntos: primero, no comentar a nadie lo que vea, oiga o hable con nosotros; segundo, ayudar con todos los medios a su alcance a los hermanos y a los objetivos del grupo, y tercero, obligarse a una obediencia razonablemente estricta a sus líderes.

—Estoy dispuesto a asumirlos, siempre que se trate de una obediencia razonable.

—Entonces, mañana hará un juramento solemne, Berenguer. —Dubois habló lentamente—. Y recuerde que no hay camino de regreso. —Ya no sonreía, y su rostro parecía distinto, el de otra persona; Jaime sintió un escalofrío. ¿A quién le recordaba?—. Medítelo esta noche. Si mañana se siente indeciso, no hay problema. El rito puede esperar y usted podría integrase en nuestro grupo, aunque en un nivel de menor compromiso. Piénselo y, de no sentirse preparado, espere.

Jaime miró a Karen. Ésta le hizo un gesto afirmativo.

—Si cambia de opinión, dígaselo a Karen por la mañana —advirtió Kepler—. Si no, nos veremos a las once. Piénselo. Debe estar seguro.

—Te invito a cenar en casa —dijo Karen a la salida.

Jaime notó la cálida y suave mano de ella y se sintió muy feliz.

Pero profunda e inoportuna, aquella voz en su interior repitió de nuevo el presagio.

SÁBADO
30

Jaime vestía una túnica blanca, y la salita le recordaba a las usadas para desnudarse antes de una sesión de rayos X. Pocos eran capaces de rememorar vidas anteriores la primera vez, le dijeron, y se sentía expectante, aunque aprensivo por el extraño ritual y por la forma en que había llegado hasta allí.

—Luego te lo explico todo —le había dicho Karen.

Se despertó en la mañana con el contacto cálido del cuerpo de ella en el lecho, y desayunaron entre risas en la cocina, bañada ya por los rayos del sol. Luego Karen condujo su coche hasta la zona de aparcamientos de un centro comercial y justo al entrar le dijo:

—Debes ponerte estas gafas. No te extrañes si no ves nada; es su propósito.

Eran unas gafas de sol que cubrían los laterales. Cuando Jaime se las puso comprobó que, en efecto, no veía nada.

—¿A qué viene este teatro, Karen?

—Confía en mí. Más adelante lo entenderás, ahora sólo confía en mí.

A Jaime no le quedaba otra alternativa. Notó cómo Karen maniobraba el coche en el interior del aparcamiento, cómo finalmente aparcaba y cómo abría la portezuela de su lado.

—No te muevas ni toques las gafas, por favor —le advirtió antes de bajar.

Lo condujo a otro coche cercano sentándolo en la parte trasera.

—Buenos días, Berenguer. —Reconoció la voz de Kepler—. ¿Está disfrutando de nuestra pequeña sesión de misterio?

—Lo intento, Kepler, lo intento.

Karen se sentó a su lado tomando sus manos entre las suyas, y el coche se puso en movimiento. Al final del trayecto, que, duró casi una hora, Jaime notaba curvas y pendientes. Debían de estar en una zona montañosa. Al detenerse supo que la puerta automática de un garaje se abría. Recorrieron pasillos, bajaron por una estrecha escalera y cuando pudo quitarse las gafas, se encontraba en la salita.

—Te estás portando muy bien —le dijo Karen con el tono que se usa para hablar con los niños pequeños—. Ahora quítate toda la ropa y los zapatos y ponte esta túnica. No te muevas hasta que te venga a buscar.

A los cinco minutos, Karen apareció descalza y también en túnica blanca. Al cogerlo de la mano, Jaime aprovechó la ocasión para palpar a su amiga a través de la prenda, comprobando, para su regocijo, que también ella estaba desnuda bajo la fina tela. Hizo un gesto para levantar la túnica y ella se zafó.

—Ya basta, éste no es el momento —le advirtió apuntándole con el dedo índice en el pecho y frunciendo el ceño—. Compórtate con respeto. Esto es muy serio e importante para nosotros y también lo será, espero, para ti. No me hagas quedar en ridículo.

Jaime no podía evitar ver el lado cómico de la situación, pero pensó que sería mejor seguir la corriente a Karen, si no quería exponerse a males mayores.

—De acuerdo, seré un buen chico.

Ella lo condujo por un breve pasillo, apenas iluminado, y abriendo una puerta apartó unas pesadas colgaduras. Era una habitación de regulares dimensiones, donde grandes cortinajes de color granate oscuro cubrían los lados y la parte trasera ocultando puertas y posibles ventanas.

La pared del fondo estaba excavada en la roca, y Jaime sintió que se hallaban en algún lugar bajo tierra.

Un tapiz de unos tres por dos metros, protegido por un cristal, destacaba en el muro de roca y la única luz eléctrica de la estancia se proyectaba con suavidad sobre la tela.

Sobre una sólida mesa de madera descansaban un cáliz dorado, con piedras verdes y rojas incrustadas, y cuatro bujías cuyas llamas desprendían fumarolas de un extraño perfume.

La mirada de Jaime se vio atraída de inmediato por el tapiz.

Parecía antiguo, muy antiguo. Los colores estaban desvaídos, y un mundo de personajes de distintos tamaños y una expresividad primitiva, pero impactante, parecía moverse y vivir dentro del lienzo.

Una gran herradura, en profusión de hilos de oro y plata, brillaba a la luz y ocupaba la parte central del tapiz.

Sobre la herradura un Pantocrátor —el Cristo-Dios, en posición de rey y señor, del arte románico—, representado por una figura con ropajes reales, ojos muy abiertos y expresión seria, dominaba el conjunto. Tenía barba y las cejas arqueadas. Su gesto era estático, miraba de frente, estaba sentado en una silla-trono y toda su imagen se contenía dentro de una forma ovalada. La mano derecha, elevada en bendición y la izquierda sosteniendo un libro.

Transmitía sensación de serena majestad. Sobre la corona, que rodeaba la cabeza con haces en forma de cruz, la letra griega omega, la última del alfabeto. En la simbología medieval indicaba el final de los tiempos y el juicio a los hombres. Fuera del óvalo dos ángeles adorando a la divinidad.

Bajo la herradura otra figura de disposición y tamaño semejantes, también sentada en una silla-trono, pero completamente inédita para los conocimientos que Jaime tenía del románico. En lugar de bendecir la mano derecha sujetaba una espada enarbolada. La mano izquierda reposaba en su regazo con la palma hacia arriba, y sobre ella había dos pequeñas figuras humanas desnudas. ¿Adán y Eva?

La cabeza estaba rodeaba por una corona con haces de llamas y el rostro era severo, de color encendido. Esa figura era un poco más pequeña, pero simétrica a la anterior, y el óvalo era más oscuro y con pequeñas llamas rodeándolo. Encima de la corona, la letra griega alfa daba idea del principio. La creación.

Un personaje, más pequeño que los anteriores, destacaba en la parte derecha. Era un Cristo cubierto con larga bata, con los brazos en cruz, aunque sin la cruz. En el mismo lado estaban representados animales salvajes, labradores trabajando, comerciantes y, en la parte superior, monjes. Todo en aquel sorprendente arte, primitivo pero de gran expresividad.

En el lado izquierdo de la herradura aparecía un animal semejante a un dragón, con cuernos y siete ojos, que estrangulaba con su larga cola a un hombre. ¿Sería el Anticristo? Encima del monstruo la figura de un diablo con cuernos y orejas de cabra, y largas unas en manos y pies. Era de color casi negro y sostenía en su mano a un hombre mucho más pequeño. Una lengua puntiaguda y roja parecía lamer la figura humana.

Monstruos marinos, ejércitos en lucha, ciudades en llamas y hombres y mujeres quemando en hogueras completaban la zona izquierda. Jaime estaba fascinado por la belleza y el movimiento que aquellas figuras primitivas contenían.

Entonces Peter Dubois apareció de entre los cortinajes, situándose al otro lado de la mesa. Karen y Kepler se colocaron a los lados de Jaime. Todos vestían túnicas blancas e iban descalzos.

Sin más preámbulos Dubois empezó a declamar en tono ceremonial y voz alta:

—¿Quién desea ser iniciado en el segundo grado de nuestra fe?

—Jaime Berenguer —contestó con tono más bajo Karen.

—¿Quiénes le apadrinan en su bautismo espiritual?

—Karen Jansen —dijo ella.

—Kevin Kepler —replicó Kepler.

—Karen y Kevin, ¿os hacéis responsables de que el iniciando esté en condiciones de recibir su bautismo espiritual?

—Sí, Buen Hombre —respondieron ambos.

—¿Os hacéis responsables de guiarlo en sus futuras dudas y necesidades espirituales?

—Sí — repitieron a la vez.

—Jaime Berenguer, ¿deseas ser iniciado en nuestro grupo?

—Sí, lo deseo.

—¿Prometes guardar en secreto todo lo que oigas y veas, así como no revelar a nadie las identidades de las personas que aquí conozcas?

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