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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (17 page)

BOOK: Los muros de Jericó
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—Sí, lo prometo.

—¿Prometes apoyar al grupo en su causa común, así como ayudar a tus hermanos y obedecer en lo razonable a quien se designe como tu líder?

—Siempre que sea razonable, lo prometo.

—¿Sabes que los peores males van ligados a la ruptura de esta promesa? ¿Los asumes y aceptas?

—Sí, los acepto.

—¿Aceptas someterte a la prueba del bautismo cátaro, sabiendo que puedes ser rechazado o sentir un gran dolor espiritual?

Jaime vaciló ante esos detalles inesperados pero, considerando que era tarde para preguntar, respondió:

—Sí, lo acepto.

—Entonces bebe el contenido del cáliz y no lo deposites en la mesa hasta que esté vacío.

Jaime levantó la dorada copa y la sintió extrañamente pesada.

El líquido tenía aspecto de vino tinto ligero y de poca graduación, pero con un fuerte sabor a especias; dulce y picante. Apuró la bebida.

—Ahora recemos un padrenuestro, para que el Dios bueno nos ayude, a ti, a pasar tu prueba de iniciación, y a mí, a conducirla correctamente —dijo Dubois con voz suave.

—Padre nuestro, que estás… —Dubois empezó a rezar y los demás lo siguieron a coro.

La vista de Jaime se fue, atraída como por un imán, al singular tapiz. Mecánicamente seguía el rezo y percibió que ellos variaban algo la antigua oración, aprendida de sus padres y en la iglesia, pero no le dio importancia. Sentía el cuerpo y la mente que se relajaban y que una sensibilidad distinta le invadía.

¡Aquel tapiz…! ¿Realmente se había movido el dragón? El tapiz contenía algo más, estaba seguro. ¡Tenía vida propia!

La oración había terminado, y notó la mano de Karen en la suya.

—Ven —le dijo conduciéndolo detrás de la mesa.

Allí había un pequeño diván y unas sillas. Karen lo hizo tenderse, y se sentaron, ella a su derecha, Kevin a la izquierda y detrás, Dubois.

Jaime continuaba viendo el tapiz desde su posición; los personajes tomaban movimiento, los ojos de las divinidades resplandecían. Notó las manos de Dubois en su cabeza y pronto un calor muy especial que venía de ellas. Pero él miraba al tapiz; no podía apartar la vista. ¡El fuego era real! Se dijo que la tela ardería en unos segundos.

—Cierra los ojos, Jaime.

Oyó la voz de Dubois. Él lo hizo, pero las figuras en movimiento continuaban allí, ahora en su mente.

Jaime siguió las instrucciones de Dubois, que en un principio se le antojaron técnicas de relajación. Sentía el cuerpo laxo y la respiración pausada y lenta.

Pronto su mente estuvo vacía; sólo quedaban en ella los movimientos de las sombras de los extraños personajes, y lo único que notaba en su cuerpo era el calor, creciente, que provenía de las manos de Dubois.

Oía distantes las instrucciones del Buen Hombre, que empezaron a tomar variantes extrañas. Jaime obedecía instintivamente, sin Gestionarlas. ¿Estaría bajo hipnosis?

Pero el pensamiento se desvaneció.

Entonces se dio cuenta de que nada le importaba. Nada en este mundo y tiempo tenía importancia.

31

Finales de julio del año de nuestro Señor de 1212.

Cinco muchachas, cubriendo su boca con un tenue velo, danzaban contoneando la cintura y lanzando sus manos serpenteantes por encima de sus cabezas. Bajo los tules que ocultaban los senos, descubrían el vientre y cubrían de caderas a tobillos, se adivinaban unas redondeadas formas agitándose al compás de una música árabe lejana. Las imágenes, primero borrosas, fueron aclarándose mientras el volumen subía. Oyó los gritos, las exclamaciones, las risas. Una muchedumbre de hombres de armas con algunas mujeres, quizá las esposas de los soldados, quizá prostitutas o ambas, rodeaba a las bailarinas, haciendo corro al otro lado de la mesa y dando palmas. Caía la tarde y el fuerte calor de julio era mitigado por la sombra de unos grandes pinos.

La tropa estaba feliz, y los nobles, contentos; era un ejército victorioso que regresaba de una cruzada donde los reinos cristianos de Hispania habían derrotado a las terribles huestes de los almohades. Sí, cierto que lucharon en tierras extranjeras contra un enemigo que no amenazaba directamente los reinos del rey don Pedro II de Aragón, su señor, pero ayudando a los castellanos hoy, libraban a su propia patria de una gran amenaza futura.

Además, el Papa les había perdonado todos sus pecados con la bula de los cruzados. Todos. Sin importar cuántos eran ni cuán mortales pudieran ser. Para muchos de los allí reunidos, el perdón de los pecados era ganancia nada desdeñable, habida cuenta de la pesada carga que acarreaban antes de empezar la campaña.

Y finalmente el botín capturado a los almohades era bueno, tanto en la batalla como en la toma de varios pueblos y ciudades; caballos árabes, joyas, armas, telas e incluso las cinco bailarinas y los músicos que tocaban. Todos estaban contentos y querían disfrutar de la fiesta.

Presidiendo la celebración, en una larga mesa de toscos tablones de madera, se encontraban los nobles principales y Jaime entre ellos. El festín estaba en sus postrimerías y la mesa, cubierta de restos de carnes, pan y frutas, parecía un campo de batalla. Todos golpeaban sus copas de plata al ritmo de la música.

Pero Jaime no compartía risas y bromas como de costumbre. Algo le preocupaba.

—¡Oh, mujer! —levantándose a su lado, con la copa iluminada por el sol poniente y brindando hacia las bailarinas, su amigo Hug de Mataplana recitaba acallando la música con su voz tronante—. —¡Obras de gran maestría son el ritmo de vuestros pies, la sonrisa de vuestros labios, la luz de vuestros ojos, la curva de vuestras mejillas…! —Aquí hizo una pausa quedándose inmóvil con su copa alzada al cielo. Un expectante silencio se impuso—. ¡Las mejillas de vuestro trasero!

Risotadas y aplausos siguieron el improvisado brindis de Hug, que saludó a unos y a otros con su copa, para luego beber el vino de un solo trago antes de sentarse.

Hug de Mataplana, noble caballero, destacado por su valor en el campo de batalla, también era un notable trovador, que no limitaba sus trovas al amor galante
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, practicando sin limitación poesía mucho más sensual.

Hug se sentó mirando a Jaime con una amplia sonrisa, donde sus dientes blancos resaltaban entre la barba y su negro cabello ensortijado.

—¿Cuál de ellas queréis esta noche, don Pedro? —preguntó a Jaime bajando la voz y con tono cómplice—. ¿Qué os parece la de ojos azules? ¿Veis cómo mueve las caderas? Y si os habéis cansado ya de Fátima, dejádmela a mí.

Hug le hizo sonreír y Jaime lo agradecía, pero decidió no contestar y poner su atención en la danza y en las provocadoras sonrisas que adivinaba bajo los velos.

La música subía en rapidez e intensidad mientras las bailarinas giraban y saltaban haciendo sonar cascabeles. La música paró de súbito y los asistentes prorrumpieron en gritos y aplausos.

Las chicas salieron corriendo del círculo, protegidas por los guardias del rey, que no se esforzaron demasiado en ahorrarles el inevitable manoseo de los soldados más cercanos a aquellos cuerpos apetecibles.

No había terminado el pequeño tumulto cuando un muchacho de unos veinte años, con poca barba y vestido de juglar, ocupó el centro del círculo con su laúd.

—¡Es el juglar Huggonet, que viene de Carcasona y Tolosa! —exclamó Hug mientras la noticia corría entre la soldadesca al otro lado de la mesa.

El recién llegado hizo sonar algunas notas de su laúd, y un sorprendente silencio se hizo entre la multitud cargada de vino.

Huggonet hizo una reverencia quitándose su gorro y proclamó en voz tanto más sorprendente por lo fuerte y poderosa como por lo delgado e inmaduro de su aspecto:

—Al señor don Pedro, conde de Barcelona, rey de Aragón, señor de Occitania, de Provenza, de Rosellón, de Montpellier, del Bearn y vencedor del moro en las Navas de Tolosa —clamó—, os pido, señor, licencia para cantar unos serventesios que un trovador occitano y mi propio corazón me dictaron.

Se hizo de nuevo el silencio y todo el mundo miró a Jaime, que, después de unos instantes de inmovilidad, con un gesto de su mano concedió:

—Tenéis mi permiso.

Huggonet tañó su laúd y en voz baja empezó a medio recitar, medio cantar la invasión que desde el sur lanzaron los ejércitos almohades. La intolerancia y fanatismo de sus tribus contra los dialogantes moros del Al-Andalus. Cómo el rey don Pedro acogió en sus estados a los refugiados cristianos, judíos y también algunos musulmanes que huían de las zonas ocupadas y temían perder su religión, su vida o ambas cosas.

¡Oh, generoso, compasivo y tolerante don Pedro!

Huggonet cantaba en su lengua de Oc, pero con suficientes palabras en aragonés y catalán llano para ser entendido por la soldadesca catalano-aragonesa.

Cantó cómo las madres cristianas acunaban a sus bebés, temiendo por su vida frente a la marea cruel que venía del sur, y cómo los reinos cristianos de la antigua Hispania unieron sus fuerzas y destinos para combatir la amenaza.

La voz de Huggonet subía en volumen, urgencia e intensidad conforme la previsible batalla se acercaba; la multitud guardaba un silencio total sintiendo la emoción atenazar sus gargantas.

Y el 16 de julio del año del Señor del 1212, cristianos y almohades chocaron en las altas llanuras de las Navas de Tolosa.

Duros y aguerridos eran los almohades, pero valientes los castellanos, temerarios los navarros, y audaces los aragoneses y catalanes- Los de Castilla aguantaron con bravura la tremenda embestida de la antes nunca vencida vanguardia almohade.

Mientras, catalanes, aragoneses y navarros rompían el centro del ejército almohade, como un galgo rompe el espinazo a una liebre mientras la sujeta con los dientes.

¡Qué día de gloria y qué día de dolor! Gloria cuando los caballeros aragoneses y catalanes, con su rey don Pedro luchando al frente, destrozaron el centro del ejército enemigo y llegaron hasta la propia tienda del caudillo almohade Miramamolín.

Gloria cuando don Pedro demostró que era el mejor y primer caballero de la Cristiandad, y sus caballeros que eran segundos sólo detrás del primero. ¡Y cómo se batieron los caballeros! ¡Y cómo lucharon los infantes!

¡Qué gloria y qué dolor cuando tantos fueron heridos o muertos luchando como héroes en la batalla!

Y recitó los nombres de los muertos más destacados para luego, con un gesto abatido, dejar caer la mano derecha, con la cual tañía su laúd, como muerta. Parecía desolado. Los hipos y los llantos más o menos contenidos de la multitud se oían ahora perfectamente en el silencio. Huggonet recorrió con su vista media circunferencia de los que le rodeaban, y continuó:

Tan bravos infantes, tan gentiles caballeros que no vacilaron en ser mutilados o muertos para salvar a la Cristiandad. ¡Qué gloria para ellos y para los valientes que sobrevivieron!

Huggonet empezó a descender el tono de su voz.

¡Qué gloria cuando hicimos que Miramamolín, el antes bravo e invicto, aún corra hoy, desde el día de la batalla! ¡Y no parará de correr hasta cruzar Gibraltar y llegar a África!

¡Qué gloria para los cristianos que murieron como héroes y ahora están junto a los ángeles a la derecha del señor don Jesucristo!

¡Qué gloria y honor para vosotros, mis oyentes, que luchasteis en las Navas! ¡Pues seréis para siempre ejemplo de héroes y viviréis en Las canciones que dictan los trovadores y cantamos los juglares!

Casi con un susurro y con una nota tañida con gran fuerza Huggonet calló.

Hubo unos instantes de silencio cuando la multitud esperó por si empezaba de nuevo. Luego estallaron en aplausos y vítores a Huggonet. Querían más.

El juglar esperó a que la ovación cesara, dio dos notas y el silencio total se impuso de nuevo. Hizo otra reverencia a Jaime para pedir su permiso, y éste hizo un gesto afirmativo can la mano.

Sonó el laúd y empezó a cantar:

Mientras el rey don Pedro, con su sangre y la de sus súbditos, defiende tierras y almas para la Cristiandad, le están robando a traición.

El silencio se hizo, incluso más profundo. La muchedumbre ni se movía. Jaime sintió que una vieja angustia le atenazaba los intestinos.

Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses han entrado por la puerta de atrás de la casa del rey don Pedro para robarle. Y el Papa fue quien abrió la puerta cuando el señor de la casa, su propio vasallo, Pedro el Católico, luchaba en la Cruzada contra el moro.

¡Qué infamia cuando los que se dicen católicos roban al rey católico que les defiende!

¡Qué traición cuando el señor rompe la promesa feudal de defender al vasallo!

¡Qué crueldad la de los franceses matando a mujeres y niños!

¡Preguntad a la iglesia de la Magdalena en Béziers, donde el infame legado de Inocencio III, Arnaut Amalric, abad del Císter, manchó el crucifijo del altar mayor, las sagradas paredes e inundó su suelo con sangre inocente! ¡Ni la paz de Dios respetan esos que dicen representarle!

¡Dios bueno! Ese día mataron en la iglesia a ocho mil buenos cristianos, sin preguntar si eran católicos o cátaros, hombres, mujeres, niños o viejos.

¡Tú, Roma, y tu orden militar del Císter estaréis cubiertas de infamia y de indignidad por todos los siglos!

Y al noble y apuesto vizconde de Béziers y de Carcasona, Raimon Roger de Trancavall, el más gentil de los vasallos del rey Pedro, que se reunió para parlamentar con los franceses y salvar a las buenas gentes de Carcasona, también le asesinaron vilmente. ¡Valiente vizconde, tu señor el rey don Pedro te ha de vengar!

Roban al rey, matan a sus súbditos. ¡Oh, mi tierra D'Oc! ¿Qué será de ti?

Huggonet dejó caer otra vez su brazo derecho e hizo una pausa con gesto de abatimiento, bajando la cabeza sobre el pecho.

El silencio se rompió.

—¡Muerte a los franceses! —La multitud empezó a rugir indignada—. ¡Acabemos con esos cobardes!

Jaime sentía su angustia en aumento, y un sentimiento de indignación y odio rebrotó en su interior. A su lado Hug se levantó de la mesa y elevando el puño gritó hacia la muchedumbre:

—¡Pagarán cara su infamia!

La multitud aulló. A la izquierda de Jaime, Miguel de Luisián, el alférez de batalla del rey, no parecía compartir la indignación general y, golpeando con el puño la mesa, gruñó:

—Maldito Huggonet. —Sus profundos ojos azules brillaban hundidos entre cejas elevadas y una nariz que caía en vertical, destacándose del resto de la cara y dándole el aspecto de joven león.

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