Read Los muros de Jericó Online

Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (2 page)

BOOK: Los muros de Jericó
5.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Buenos días —contestó Gutierres en nombre del grupo. Davis se limitó a saludar con la cabeza iniciando una mueca que aspiraba a ser sonrisa.

Gutierres hubiera preferido usar las tarjetas codificadas que permitían bloquear un ascensor para conducirlo directamente a la planta trigésimo segunda, y así lo hacía con las visitas importantes.

Pero Davis se negaba. Era su forma de ojear a las gentes que habitaban las oficinas y husmear el ambiente que se respiraba. Y como Gutierres consideraba que fuera del piso treinta y dos, que él controlaba, el resto del edificio de la Torre no respondía a los requerimientos mínimos para la seguridad del presidente, a cada entrada y salida de éste se veía obligado a montar toda la rutina de protección.

En la planta cero, Davis reconoció, entre los que entraban, a un empleado veterano.

—Buenos días, Paul.

—Buenos días, señor Davis.

—¿Cómo está la familia? Tenías dos hijas en la universidad, ¿cierto?

—Sí, señor. Ya hace tiempo que terminaron.

—¿Qué hacen ahora?

—Una trabaja en finanzas en Save-on y la otra en una compañía de seguros.

—¿Se han casado?

—La mayor sí.

—¡Bien! Pronto, abuelo.

—Sí, señor, seguramente.

—Cambiaste de departamento hace unos años, ¿verdad?

—Sí, ahora estoy en márketing televisivo.

—Es lo que tenía entendido. ¿Qué
rating
en Nielsen calculas que
Nuestro hombre en Miami
va a alcanzar este viernes?

Gutierres pudo ver cómo el empleado se tensaba ante la pregunta.

—Bueno… está sufriendo una fuerte competencia de la nueva serie policíaca que se emite en la misma franja horaria, pero… creo que seremos capaces de mantener al menos un
rating
de un 8, 5/16.

—Eso estaría bien. Y…

—Esta es mi planta, señor Davis. Un placer haberle saludado. ¡Que tenga un buen día! —El alivio del hombre, cuando salió de allí, era evidente.

—Hasta luego, Paul.

Los empleados odiaban y temían esos interrogatorios. Si la respuesta no era la correcta, o Davis detectaba algo preocupante, en media hora un alud de preguntas y solicitudes de informes caerían como avalancha, aumentando de piso en piso, desde la planta superior, en la que Davis habitaba, hasta la del infeliz protagonista. No existía forma posible de escapar.

Con sus muchos años a cuestas, Davis gozaba de una mente despejada que detectaba cualquier anomalía y de una sorprendente memoria tanto para las cifras como para los pequeños detalles. Y no consentía explicaciones insuficientes.

4

—Desaconsejo la compra. Creo que es un error. —Karen Jansen hablaba con firmeza, enfatizando sus palabras, pero sabía que acababa de meterse en la boca del lobo.

Desde la sala de reuniones del piso trigésimo primero se distinguía aquella mañana el océano Pacífico con gran claridad. Colinas, vegetación y distintas construcciones desdibujaban la línea de la costa, pero un preciso horizonte separaba los azules de cielo y mar contrastando con los verdes y ocres de la tierra. Pero a nadie le importaba el paisaje en lo más mínimo.

El verdadero espectáculo, el drama, tenía lugar por encima de la mesa de caoba cubierta de dossiers, vasos de papel y tazas de café.

—Las leyes europeas —continuó Karen después de una pausa en la que sólo el siseo del aire acondicionado se dejaba oír— son restrictivas en cuanto al control de empresas de comunicación por parte de…

—Tonterías —interrumpió con rudeza Charles White—. Los abogados estáis para aconsejar cómo hacer lo que la ley no te deja hacer y hacerlo legalmente. —El hombre se levantó de la silla imponiendo su metro noventa de estatura y más de cien kilos de peso a los presentes—. Para eso os pagamos. —Y mirando fijamente con ojos inexpresivos y pálidos a Karen, añadió arrastrando las palabras—: Claro que estoy hablando de los buenos abogados.

El combate era desigual, no sólo por peso físico, sino por el poder que cada uno poseía en la Corporación. White ostentaba una de las presidencias —Asuntos Corporativos y Auditoría— más poderosas, y Karen era sólo una abogado, cuyo jefe era un vicepresidente que a su vez recibía órdenes del presidente de Asuntos Legales.

Karen le miró a los ojos. Años antes habría contenido lágrimas de rabia por el tono del individuo y la ofensa de aquel insulto público e intencionado, pero ahora sólo hizo lo que pocos hacían: mantuvo la mirada de White, aunque no pudo evitar morderse los labios. ¿Se habría manchado los dientes de carmín?

Quiso contraatacar y abrió la boca para responder, pero Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales, acudió en su defensa.

—Charly, nuestros abogados franceses opinan que el intento de…

—Al diablo con tus abogados franceses. La Davis Communications tendrá canales de televisión propios en Europa y vamos a empezar ahora —cortó White—. Tenemos el dinero para controlar una participación mayoritaria en una importante televisión europea y no vamos a esperar a que cambie la legislación o la situación política. —White mantenía los ojos clavados en Karen y ni siquiera había mirado a Andersen cuando éste habló—. ¿No es así, Bob? Explícaselo, que lo entiendan de una puta vez. Lo tenemos, ¿verdad? —dijo White dirigiéndose a Bob Cooper, el presidente de Finanzas, que no contestó.

—Señor White —continuó Karen con voz firme—, no importa el dinero que tenga si no se usa de la forma adecuada a la situación legal de cada país. Europa no es América.

White se dirigió a una ventana y quedó con los brazos en jarras, aparentemente absorto en el paisaje. Karen se encontró hablando al cogote del hombretón.

—El camino más productivo, rápido, legal y políticamente menos complicado es introducir nuestros «contenidos» a través de las plataformas de televisión digital que se consolidan en Europa. Esta estrategia ofrece la ventaja de invertir lo mínimo, estableciendo alianzas a largo plazo con los grandes operadores europeos…

—No sirve. Mala idea —dijo White, aún de espaldas al grupo, moviendo la mano en un gesto de descalificación—. Nosotros queremos el control de una parte significativa del medio. Éste es el objetivo por el que todo el mundo debe trabajar. Control es la consigna. ¡Control!

—Pero ¿para qué necesitamos el control? ¿Por qué tenemos que lanzarnos a batallas innecesarias? —insistió Karen—. En Europa, encontraremos actitudes políticamente muy hostiles a que nuestra compañía controle medios locales de comunicación. Debemos concentrarnos en vender nuestros productos sacando el mejor precio y todo lo más…

—Andrew —interrumpió otra vez White girándose en redondo hacia Andersen—, dile a esta señorita que debe hacer el trabajo que se le pide. Se le paga para eso, no para que piense tanto. No precisamos de su pensamiento estratégico.

—Charly —repuso Andersen—, creo que lo que expone la señorita Jansen tiene sentido y…

La puerta se abrió violentamente lanzando una nube de polvo dentro de la sala. El estruendo parecía anunciar el hundimiento del edificio. La mesa saltó derribando vasos y tazas, mientras los dossiers se esparcían por la habitación. White se apoyó contra uno de los pilares de la ventana para no ser derribado, mientras el resto de los reunidos intentaba sujetarse a las sillas o a la mesa.

Un grito agudo ahogó las maldiciones. Karen nunca supo si fue ella la que gritó o fue Dana, la secretaria de Andersen, que tomaba las minutas de la reunión en un ordenador portátil.

The Big One
, el terremoto gigante que arrasará California según predicciones agoreras, acudió a su mente, encogiéndole el pecho.

Al cesar la vibración, se hizo un silencio total en la sala, aunque desde el pasillo llegaba el ruido de objetos cayendo. Todos quedaron callados e inmóviles mirando como hipnotizados a la puerta abierta. Al cabo de unos segundos se oyeron gritos distantes.

White avanzó, primero vacilante y luego a largas zancadas, hasta la entrada, miró al exterior y, sin decir nada, salió de la sala perdiéndose en la polvareda.

Los demás se miraron entre sí y comprobaron que nadie estaba herido. Después, entre murmullos, empezaron a salir de la habitación para averiguar qué había ocurrido.

5

—Su café, señor. —Los ojos verdes de la chica brillaban con intención y cierto descaro.

El toque sordo en la puerta había hecho que Jaime levantara la vista del correo de la mañana, que amenazaba con tomar posesión permanente de su mesa. Conocía a la perfección aquel sonido discreto pero decidido. Sin esperar respuesta, Laura había entrado con el tazón de café humeante de media mañana.

—Muchas gracias. —Intentaba ser prudente, pero al ver la expresión de ella y la forma en que depositó la taza en la mesa supo lo que venía a continuación.

—Tienes suerte de tenerme a mí. Otra no te traería el café.

Él la miró resignado y esperó a que continuara. Con su cabellera roja, y el labio superior deliciosamente voluminoso y respingón, Laura podría provocarle a algo más que a la discusión festiva que ella buscaba. La chica se había colocado al frente de la mesa, brazos en jarras, evidenciando la sangre irlandesa que bullía en sus venas.

—Las secretarias a la antigua ya han pasado a la historia; hoy se llevan los asistentes. Y los asistentes no traen el café al jefe.

—Pero nuestra relación es antigua, Laura. Después de siete años no pretenderás cambiarme. —Aceptó la discusión; a él también le divertía.

—¿Y por qué no? La tuya es la posición cómoda del macho típico. Sentado en el sillón, viendo béisbol y esperando que su mujer le traiga las cervezas.

—¡Ah, no! No voy a ceder en lo negociado con anterioridad. Desde un principio acordamos lo del café, y no estoy dispuesto a cambiar ahora.

—No negociamos ni acordamos nada. Lo hice por simple amabilidad.

—Y yo te lo agradezco infinitamente.

—Los tiempos cambian, Jaime. Tienes que ponerte al día.

—No en eso.

—¡Vaya egoísta! No me extraña que tu mujer se divorciara de ti.

Aquello le hizo daño, y Jaime deseó vengarse acusándola de feminista solterona. A pesar del tiempo que se conocían y de lo mucho que hablaban, Jaime no sabía de una relación masculina que le hubiera durado a Laura más de seis meses; sorprendente para una mujer joven y con el atractivo de la señorita Kennedy. Quizá las ideas que ella compartía con sus padres no encajaban bien en la relajada California e intimidaban a los hombres.

Nacida en el Medio Oeste, pertenecía a una familia estrictamente conservadora y cristiana radical; aun así, pensaba Jaime, debería encontrar sin problemas un esposo en el seno de su Iglesia. Luego, al verla, se convencía de que ese tipo de hombre sería demasiado aburrido para ella. Con humor, se decía que la chica necesitaba un marido y lo había escogido a él como sucedáneo para los reproches conyugales. Pero no para lo otro. Quienquiera que fuese —si lo había—, el otro medio marido se llevaba la mejor parte.

Decidió encajar el golpe sin devolverlo, ella no sabía que la herida estaba abierta aún y que dolía. Así que moderó el tono.

—Precisamente porque soy un pobre divorciado deberías tratarme con cariño.

—¿Más? ¡Si te tengo malcriado!

—Y yo te lo agradezco tratándote como a una reina. —La discusión se agotaba y ambos sonreían.

—Estoy segura de que puedes mejorar. Bueno, regreso al trabajo.

—Trabaja mucho.

Laura ejecutó una airosa media vuelta de camino a la puerta, mientras él tomaba el primer sorbo de café y admiraba su silueta absolutamente femenina.

Se levantó de la mesa, colocándose frente a los ventanales de cristal tintado que no impedían la invasión de un sol risueño.

En el horizonte los montes de San Gabriel mostraban nieve decorando los puntos más altos, en un divertido contraste con las palmeras, que abajo, en el bulevar, resistían el impetuoso viento.

Tras una semana de días brumosos, la lluvia del martes dio paso a un espléndido miércoles y a una cristalina mañana de jueves. El planeta había dejado de ser viejo, y parecía un niño pequeño listo para dar sus primeros pasos. Todo un mundo reluciente, listo para ser estrenado.

Encontrar un momento para sí mismo, sin teléfono, reuniones o un quehacer urgente, y mirar a través de las ventanas era un lujo que se permitía con poca frecuencia.

Una mañana radiante, se dijo. Y para colmo de venturas el calorcillo del sol y del café. ¿Qué más necesito para redescubrir la belleza que existe fuera de estos muros de vidrio, acero y mármol?

Pero algo iba mal.

Tenía todos los motivos para sentirse eufórico y feliz. ¿De dónde salía, pues, ese sabor amargo? ¿Era su vida personal? Seguramente.

En el bulevar, el movimiento de vehículos alrededor del centro comercial crecía con un suave ronroneo, y en el cielo unas nubecillas perezosas se desplazaban sobre un azul intenso.

—Tan lentas como mis pensamientos —murmuró siguiéndolas con la vista y admirando su blanco brillante al tiempo que levantaba la taza en busca de otro reconfortante sorbo de café.

De pronto ocurrió. Un fuerte temblor estremeció el edificio.

Jaime sintió el corazón en la garganta y el café en la camisa. Sus pensamientos empezaron a sucederse a tal velocidad que tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. El ruido siguiente pareció engullirlo todo.

¡Dios mío, un terremoto! ¡Un gran terremoto! Volvió la vista en busca de refugio en la habitación. Los cristales vibraban violentamente.

El edificio está preparado, aguantará, tiene que aguantar. ¡Los cristales!

Maldijo su elegante mesa de vidrio de diseño y deseó ardientemente una sólida mesa de madera bajo la cual encontrar seguridad cuando las ventanas se rompieran.

Inició un paso hacia el centro de la habitación, mientras los libros caían de las estanterías del armario. ¡También de cristal!

Su mirada encontró los arbolitos densamente poblados de hojas verdes que decoraban la sala. En su loco temblor perdían hojas.

De repente todo paró. Y como si el mundo se hubiera detenido en su giro, se hizo el silencio.

¡No puede ser un terremoto! ¡Demasiado corto!

Algo atrajo su mirada a las ventanas.

Una lluvia de cristales, brillando alegres al sol, caía en el exterior. Una sombra cruzó.

¡Dios, es un cuerpo! ¡Es un hombre!

Creyó haber visto un pantalón gris y una camisa. ¿Blanca?

BOOK: Los muros de Jericó
5.97Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

My Prince by Anna Martin
Cowboy Jackpot: Christmas by Randi Alexander
She Woke Up Married by Suzanne Macpherson
A Canopy of Rose Leaves by Isobel Chace
Game Over by Andrew Klavan
Guardian to the Heiress by Margaret Way
Boys and Girls by Joseph Connolly