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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (18 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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A mí me acomodaron en el sofá de la habitación en la que habíamos cenado. En cuanto me quedé solo, abrí la ventana para que se ventilara un poco el cuarto. Pero hacía una noche no ya quieta, sino impávida. El olor a comida y tabaco, todo el aroma grasiento que había desprendido una cena a base de carne y embutidos de cerdo y verduras de olor bravio, no experimentó el menor alivio. Yo tenía el cuerpo descompuesto por la comilona, por el
rakía
y por el viaje. El vuelo había sido bueno, en un airbús flamante y prácticamente vacío, aunque el aterrizaje fue completamente búlgaro; obligado por la pista del aeropuerto de Sofía, demasiado corta, el piloto había tenido que tomar tierra y frenar el aparato sin ninguna consideración. El sofá del salón-comedor de la casa de los padres de Kyril, cubierto por un plumaje sintético y húmedo de color rosa, se convirtió de pronto en un airbús que yo trataba de frenar con todas mis fuerzas para que no se saliera de la habitación. Los cerdos sacrificados para la cena gruñían en algún lugar del universo. De los pisos vecinos llegaban salmodias fúnebres por muertos del mes pasado, de la semana pasada, de esa misma tarde. Un somier crujía en el otro extremo del cosmos. Todo tenía de repente un carácter cósmico, vertiginoso, además de porcino. En el sueño turbulento de la madre de Kyril, una novia virgen gimió en el lecho nupcial mientras el esposo reciente saltaba por la ventana en busca de la libertad. Yo sentí una cuchillada en los intestinos. Creí que se me secaban de golpe los pulmones. Traté de pedir socorro, de gritar el nombre de Kyril. Hice un esfuerzo que se me antojó sobrehumano, noté que me salía de mí, y entonces fui arrebatado a un éxtasis tan búlgaro como el aterrizaje del piloto de la Balkan. Me vi durmiendo en el interior de las viejas utopías como un peregrino agotado, me contemplé a mí mismo pisando las huellas de Kyril —desde su infancia a su mocedad— en aquel piso, en la escalera flanqueada de esquelas mortuorias de jóvenes vecinos, en las calles tortuosas y enfangadas del barrio obrero de Drujba, en los bajos fondos de una ciudad que me esperaba como un santuario devastado. Sentí frío. La noche seguía impávida, pero manos espectrales me estaban arrancando el pellejo, la piel burguesa, toda mi dermatología capitalista y resabiada. En algún lugar del mundo sonó alguna hora en algún reloj. Yo me sentía ingrávido, pero pleno. Los cerdos sacrificados para la cena gruñían ahora en algún rincón de mi alma. El acordeón, las melodías tristes, la voz desconsolada del padre de Kyril me retumbaban, sin herirme, en la memoria. Mi otredad búlgara había invadido mi entidad. Todo mi ser era búlgaro y estaba en carne viva. Toda Bulgaria hervía dentro de mí y, la verdad, con toda Bulgaria dentro no es fácil quedarse dormido. Pese a todo, al alba, aligerados los últimos ecos de la desazón porcina, me dormí.

Me despertaron Kyril y Kalina, ya vestidos, y la madre de Kyril que ordenaba casi con unción, en uno de los estantes del mueble de formica que ocupaba toda una pared de la habitación en la que yo había dormido, los envases con pulverizador de desodorante, laca y espuma de afeitar que le llevamos de regalo, como si se tratara de piezas exquisitas de cristal de Murano. Murmuró algo que no entendí. Parecía embelesada.

—Dice que son preciosos —me aclaró Kalina, con un tonillo de comprensión que me pareció presuntuoso.

El acordeonista de Lladró había pasado a ocupar una hornacina secundaria en el altar mayor de formica de aquel hogar del barrio obrero de Drujba.

—Vamos —dijo Kyril, impaciente.

—Tengo que lavarme —me quejé.

—Te lavas en casa de Lyubimka —Lyubimka era la madre de Kalina, pero supuse que adonde íbamos, como estaba previsto, era a casa de su padre—. Allí te puedes duchar.

Ducharse en casa de Kyril quizás también fuera posible, pero no logré averiguar dónde. Tal vez hubiera unos baños comunales en alguno de los descansillos de la escalera. Kyril, en cualquier caso, lo había hecho, y se había enfundado unos pantalones vaqueros limpísimos pero rotos por todas partes, de acuerdo con la moda de dos o tres años atrás. Su madre hizo muchos aspavientos porque Kyril no podía salir a la calle con los pantalones hechos trizas, y se sacó del bolsillo del delantal un puñado de billetes para que se comprara pantalones nuevos. La buena mujer exageraba los gestos de horror, y nosotros exagerábamos nuestras risas, porque todos comprendíamos que las comodidades y extravagancias de la vida moderna ya no estaban al alcance de la dulce y aturdida Yana Varimézova Marínova. Los besos apretados y larguísimos que me dio al despedirse estaban cargados de gratitud por haber ayudado a su hijo a alcanzar y disfrutar con tanta desenvoltura la modernidad.

Pero yo estaba como recién salido de una súbita despresurización. En el taxi que nos llevó, con todo nuestro equipaje, a casa del padre de Kalina me asombré de no sentirme desplazado en aquella ciudad, entre aquellas gentes, con toda una semana por delante para que Bulgaria me penetrase hasta los cromosomas, aunque el sentido común me advertía que bastaba con echarme una ojeada para comprender que estaba fuera de lugar. No podía haber perdido durante el vuelo mi aspecto de caballero distinguido ni, por supuesto, las nobles pero delatoras huellas de la edad. Hay aventuras que se dirían reservadas para organismos jóvenes. Pero me dije que lo importante era el viaje interior, y que aquél tal vez me tuviera reservados todos los delirios de la séptima morada.

La casa del padre de Kalina era otro cantar. Se notaba que allí hubo en tiempos privilegios y cultura. El barrio de Mladost, con plazas ajardinadas y airosos bloques verticales, era alegre y distinguido en comparación con Drujba. El antiguo piso familiar de Kalina, con tres dormitorios, salón amplio con terraza, cocina luminosa, cuarto de baño completo —el retrete, en cuchitril aparte—, moqueta en las habitaciones y el salón y terrazo de calidad en las otras dependencias, no habría desentonado en Residencial Altamira. En el salón había un piano de diseño antiguo pero noble, y una biblioteca bien surtida y lo bastante descuidada como para denotar verdadero interés por los libros; Lyubimka se apresuró a explicarme, en un inglés perfecto, su intenso pasado cultural. Ni rastro de envases de laca o desodorante. En la habitación que había sido de Kalina, ordenadas con esmero sobre la cama, dormitaban su abandono ocho o diez muñecas de importación, y las paredes estaban llenas de pósters y fotos de prensa de Mandy Smith. En aquella habitación dormiría Lyubimka cuando decidiera pasar la noche con nosotros. Kyril y Kalina ocuparían el dormitorio principal, con cama de matrimonio. A mí me adjudicaron la antigua habitación privada del padre de Kalina, en la que había un canapé que sin duda me ayudaría a cumplir la parte sacrificada de mi viaje interior. En la habitación había también, por todas partes, fotos y carteles de halterófilos despampanantes, muchos de ellos en poses francamente provocativas. A mi viaje interior no iba a faltarle de nada.

A mi viaje exterior, tampoco. Durante el fin de semana —un paréntesis de sosiego antes de acudir el lunes al consulado de España para intentar solucionar el problema del visado de Kalina— estuvimos en el embalse de Pancharevo, en la boda de una amiga de la infancia de Kyril con un hiperexcitado italoamericano residente en Las Vegas, en un restaurante típico búlgaro con bailes folclóricos y la exhibición de pisadores de fuego, en otro restaurante cuyo joven encargado era, o había sido, a todas luces halterófilo —Kalina, boquiabierta y sospecho que húmeda ante aquella montaña de músculos, no pudo dejar de exclamar «¡Mira qué búlgaro!», cosa que yo habría exclamado incluso antes que ella de no ser porque, hasta en Bulgaria, uno es un caballero—, en dos o tres establecimientos al aire libre de compraventa de coches de lujo de segunda, tercera o cuarta mano, porque la madre de Kalina, al parecer, tenía el propósito de comprarse uno y decidió adelantar la compra para dejárnoslo durante aquellos días. Estuvimos en la discoteca Yulita, en la discoteca Orbita, en la discoteca Sebastopol, con antiguos colegas de fechorías de Kyril que aparcaban frente a los garitos espectaculares automóviles de sospechosa procedencia, vista la catadura de los propietarios. Kyril trataba de compensar su falta de vehículo y su teórica invalidez para la conducción —aún llevaba el brazo escayolado— invitando a todo el mundo y sacando como por azar puñados de aquellos dólares nuestros que yo, horrorizado, veía desfilar a marcha no ya ligera, sino ligerísima. Sobre todo en los alrededores o en la cafetería de bóveda acristalada del hotel Pliska.

El hotel Pliska era el fuerte El Alamo de Kyril, el lugar donde se había forjado su leyenda. Durante el fin de semana pasamos por allí no menos de diez veces, y, en el resto del viaje, veinte o treinta veces, sin exagerar. Cualquier pretexto era bueno para acercarse al Pliska, saludar a la manada de desocupados que me observaban como si quisieran enriquecer mi viaje interior, pagar todo lo que estuviera consumiéndose en los chiringuitos de la plaza, donde los antiguos cómplices o rivales de Kyril mataban el tiempo, y entrar con arrogancia en el hotel sin que los empleados se atrevieran ya a impedirle a Kyril el acceso. En aquel hotel, me contó Kalina, una noche en que Kyril organizó una bronca memorable —acabó destrozando, tras una persecución frenética por los pasillos del establecimiento, tres habitaciones, y mandando al hospital a buena parte de la plantilla de la casa, antes de que lo detuvieran no menos de siete policías como torreones, que se las vieron y desearon para reducirle—, ella, que nunca se había interesado por muchachitos de su edad, que siempre tuvo novios mayores y fuertes, decidió, en un arranque de genio, que aquel hombre sería suyo.

Suyo, y de un caballero español que por poco pierde el honor y la credibilidad en tierras búlgaras, por culpa del arranque y, sobre todo, el genio de la novia de su novio.

—Es increíble —dijo Kalina.

—Todos los búlgaros se quieren ir a España, joder —protestó Kyril al ver la cola que había, el lunes, a las ocho y media de la mañana, ante el consulado español en Sofía.

—Yo vengo todos los días desde hace un mes —nos explicó una chica morenita y paciente que estaba la última en la cola cuando nosotros llegamos—. Mi marido es español. Me espera en Palma de Mallorca. Vinimos de vacaciones para que él conociera a mi familia y tuvo que volverse sin mí porque no me dan el visado.

Aquello tenía mal aspecto. Algo me decía que mi viaje interior entraba en zona de turbulencias. Habíamos madrugado convencidos de encontrarnos con algunos más madrugadores que nosotros, pero no nos esperábamos aquella aglomeración.

—Hasta hace un mes —dijo la morenita resignada—, ni siquiera cogían los papeles. Ahora, al menos, ya aceptan la documentación, pero que yo sepa no han empezado aún a firmar visados.

La madre de Kyril nos había explicado lo mismo, pero Kyril —quizás para tranquilizar a Kalina— dijo que su madre estaba muy vieja y, encima, sorda y no se enteraba de nada. Por mi parte, el instinto de autoprotección me aconsejaba no intervenir a menos que fuera estrictamente necesario. Y lo fue. Vaya que si lo fue.

La cola avanzaba con cierta agilidad y yo escudriñaba, ansioso, el rostro de los que salían de entregar los papeles o interesarse por los resultados de su solicitud, en busca de una brizna de esperanza. Por la expresión de todos, había poco que hacer. Pero nadie les preguntaba nada, como si todos los que aguardaban estuvieran todavía convencidos de que su caso iba a ser una excepción. Por otro lado, el horario de atención al público era ridiculamente corto, sólo dos horas —de 9.30 a 11.30—, y eso provocó que, cuando apenas faltaban veinte minutos para el cierre, todo el mundo se apelotonara en el pequeño vestíbulo del consulado, frente a la ventanilla donde una búlgara parsimoniosa y satisfecha de su misión en el mundo recogía y revisaba la documentación y atendía las consultas, dispuesta a no inmutarse, a no conmoverse, cualquiera que fuese la desgarradora historia que le contasen. No sé si por culpa de la aspereza del idioma —el búlgaro está lleno de aristas fonéticas y de contrastes tonales— las palabras de los que entregaban la solicitud o pedían explicaciones traducían una ansiedad, una angustia, que no se correspondían con la mesura de los gestos y con una contención corporal que se diría hija de la resignación. Pero tuve la impresión de que esa mansedumbre física, en algunos de ellos cercana a la apatía, era un problema biológico, tal vez de nutrición o de adaptación progresiva del organismo a las estrecheces de la docilidad, y que la viveza desafiante del lenguaje era la que daba la medida de su desesperación. Recordé las fotografías de los centenares de albaneses hacinados en barcos que no podían atracar en ningún puerto, o las protestas contra el régimen de Castro que impedía a los cubanos salir libremente de la isla. Imaginé que, en cualquier momento, la búlgara parsimoniosa del otro lado de la ventanilla se colgaría en la nariz un cartel con la leyenda «Dejad aquí toda esperanza». Comencé a sentirme mal, culpable de algo que no sabía exactamente qué era. Le dije a Kyril y Kalina que los esperaba en la calle. Cuando salieron, al cabo de apenas diez minutos, Kalina estaba desencajada y llevaba todos los papeles en la mano, y Kyril, furioso, se dirigió directamente al coche, sin ni siquiera mirarme.

—¿Qué pasa?

—Vamos.

—¿Qué ha pasado, Kyril?

—Sube. Kalina lo ha estropeado todo. No le darán el visado jamás.

Por lo visto, la búlgara parsimoniosa había decidido cerrar la ventanilla justo cuando a Kalina le correspondía entregar sus documentos. Kalina, muy nerviosa, le gritó que no podía hacer eso. También le dijo que era tan déspota como todos los búlgaros cuando tienen una pizca de poder. La otra le replicó que era su obligación cumplir el horario, y Kalina le dijo que por un puñado de lebas seguro que el horario dejaba de existir. Quizás hubiera algo de cierto, porque la búlgara de la ventanilla intentó cortar el escándalo con una ojeada nerviosa y superficial a los papeles de Kalina. Y dijo que estaban incompletos, que era insuficiente, que con aquello nunca conseguiría nada. Kalina la llamó bruja. La otra llamó a Kalina fiera maleducada —supongo que en Bulgaria las fieras educadas merecen cierta consideración—. Kalina sacó a relucir una colección de insultos y acusaciones y, para rematar, no se le ocurrió otra cosa que decir que ella tenía un hermano en España que trabajaba para una persona muy importante y que hablaría con quien hubiese que hablar para que aquella búlgara venenosa le aceptase los papeles y le entregase personalmente el visado de rodillas.

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