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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (19 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Kyril masculló algo, sin duda muy malintencionado, que hizo que Kalina le mirase horrorizada. Luego, ella escondió la cara entre las manos e, inmediatamente, rompió a llorar. Nunca he visto a nadie llorar tanto durante tanto tiempo. En casa, se encerró en el dormitorio y siguió llorando entre grandes lamentos hasta que logró que Kyril fuera a consolarla. La consoló durante un buen rato, y yo, mientras tanto, me quedé en el salón, irritado y resentido, indignado con Kalina y su maldito genio, cavilando la única solución posible, según Kyril —que yo, como español, pidiese una entrevista personal con el cónsul—, y soportando el dinamismo atolondrado de la madre de Kalina, que no paraba de llamar por teléfono por si alguna de sus muchas amistades de los círculos culturales de Sofía tenía algún contacto en la embajada de España.

—Kalina está muy mal —dijo Kyril, mustio, cuando volvió al salón; Kalina se había quedado dormida—. Daniel, tienes que hablar con el cónsul. Tienes que ir a verle.

No había otro remedio. Podía no servir de nada, o servir sólo para avergonzarme. Pero tenía la obligación de intentarlo. Como es natural, la telefonista del consulado me dijo que el señor cónsul estaba de vacaciones. Cuando le expliqué quién era, me sugirió que hablase con la canciller. La canciller me dio a entender que mi nombre no le resultaba desconocido. Sí, estaba al tanto de lo que había ocurrido por la mañana. Hablaba con enorme suavidad, pero con un deje irónico que me alarmó. Quedamos en que Kalina y yo —Kyril, para el consulado de España, no existía aún— iríamos a su despacho al día siguiente, a las diez de la mañana.

Aquella noche no fuimos a ninguna parte. Nos acostamos temprano, aunque dormí mal, sin que todos los halterófilos de las fotografías me procurasen apreciable consuelo. Permanecieron inmóviles y lejanos. Me despreciaban. Castigaban mi torpeza, mi apocamiento, mi falta de reflejos, la fragilidad de la protección que yo les proporcionaba a mis novios búlgaros. Opté por pensar que estaba yo iniciando la vía punitiva de recuperación de un éxtasis que había conocido, en casa de Kyril, la noche de nuestra llegada, y que había perdido de golpe. Bulgaria me abandonaba. Bulgaria salía de mí. Aquello había que arreglarlo.

Traté de jugar todas mis bazas. La canciller tenía un aspecto maternal y afectuoso que me confundió. Nos recibió a Kalina y a mí con una sonrisa generosa y una sincera invitación a que Kalina le contara su caso. Kyril se había quedado en el coche, comido por los nervios, todo su empuje de búlgaro atrevido, audaz, aprisionado por la estupidez cometida por Kalina, como su brazo izquierdo estaba aprisionado por la escayola y le seguía dificultando una conducción temeraria. En la cola del consulado acababa yo de descubrir una cara conocida, la de un muchacho rubio que, meses atrás, recalaba en la Puerta del Sol y que quizás estuviera en alguna de las fiestas de Gildo; me explicó que había vuelto a Bulgaria para pedir el visado para su hijo, y me miró ansioso, suplicándome con los ojos que hiciera algo por él. Bastante tenía con intentar hacer algo por Kalina. La canciller le pidió los documentos y los examinó con mucha atención. Leyó con detenimiento mi carta. Me miró.

—¿Este eres tú?

Me tuteaba. Decidí que era una buena señal. Le confirmé que, en efecto, aquella era mi firma. Entonces le preguntó a Kalina:

—¿Es cierto que en España vive un hermano tuyo?

Kalina titubeó. Se volvió a mirarme, en busca de ayuda. La canciller sonreía, burlona. Kalina esperaba que yo tomase la decisión adecuada.

—Di la verdad —le aconsejé.

—No —confesó Kalina, con una repentina seguridad en sí misma—. El que vive en España es mi marido.

La canciller hizo un gesto de extrañeza. Adiviné que algo no encajaba de pronto en sus elucubraciones. Abrió un cajón de su mesa y sacó un expediente. Reconocí en seguida la foto que había en primer término.

—¿Quién es Yana Varimézova Marínova? —me preguntó la canciller.

—La madre de mi marido —contestó Kalina, tal vez con demasiada presteza.

—¿De verdad? —la canciller, calmosa, seguía dirigiéndose a mí.

—De verdad —dije.

—Y el que firma esta otra carta también eres tú.

—También —noté que toda la sangre empezaba a subirme, incontenible, a la cara.

—Por lo que se ve, vas a llevarte a España a toda la familia. Eso es un delito.

La canciller no dejaba de sonreír, pero ahora en aquella sonrisa había un asomo de compasión. Yo creía que la sangre iba a salirme por los ojos a chorros.

—Me muero de vergüenza —balbuceé.

Pero le juré a la canciller que no era lo que ella se imaginaba, que todo se limitaba a una imperdonable torpeza por mi parte. Que, como ella seguramente sabía, yo estaba ocupado en un estudio de reconversión de la petroquímica búlgara —sin duda habrían recibido, al respecto, algún comunicado oficial del consejero comercial de Bulgaria en Madrid, señor Iliev—, y el marido de Kalina trabajaba para mí, como chófer, en España.

—¿Ilegal? —preguntó la canciller, temerosa de confirmar sus sospechas.

—En absoluto. Tiene permiso de residencia y de trabajo. El y Kalina se casaron, en Madrid, en enero. Ahora, aprovechando que yo tenía que venir a Sofía para lo de la petroquímica, han venido conmigo.

La canciller se puso a examinar con mucha curiosidad el pasaporte de Kalina hasta que encontró el sello de salida de España, con fecha del viernes anterior. Le expliqué que Kalina tenía solicitada la exención de visado, pero que el marido había tenido un accidente —no con mi coche, gracias a Dios— y que, como al parecer era complicado que la madre de mi chófer pudiera viajar a Madrid para ver a su hijo, a pesar de que yo había escrito aquella carta invitándola y garantizando correr con todos sus gastos —la canciller reconoció que habían estado durante un mes sin aceptar solicitudes, por orden de Madrid—, optaron por arriesgarse confiando en que otra carta mía, invitando ahora a Kalina, lo solucionaría todo. La canciller parecía no dar crédito a aquel cúmulo de fullerías inútiles.

—¿Y dónde está ahora el marido? —preguntó, intrigadísima.

—Fuera —dijo Kalina—. En el coche.

—Dile que venga, por favor.

La canciller aprovechó que nos quedamos solos para reñirme cariñosamente. Lo que habíamos hecho era una tontería. Kalina, en la situación en que estaba, no podía salir de España; seguro que se lo habían advertido. ¿Cuándo teníamos previsto regresar a Madrid? Le dije que el viernes. Ella dudaba de que se pudiera hacer algo. Por suerte, Kyril llevaba encima su tarjeta de residencia y su cartilla de la Seguridad Social. Kyril sabía explicarse con encanto, y aquel hombre tan grande y tan guapo, con un brazo escayolado, era capaz de ablandar a la canciller más estricta. Aquella canciller, encima, no lo era en absoluto. Les aseguró que ella quería ayudarles, y reconozco que me molestó que me excluyera de su ayuda. Por descontado, no se me notó lo más mínimo. Yo era un protector torpón y un aventurero primerizo que había estado a punto de echarlo todo a perder. La canciller debía quedarse con todos los documentos y hablaría con la policía en Madrid. Haría todo cuanto estuviera en su mano. Había un dato esperanzador: en el documento oficial que permitía a Kalina permanecer en España mientras se resolvía su petición no figuraba que tuviese prohibido cruzar la frontera. Aquella laguna administrativa podía ser el único resquicio por donde Kalina podía colarse para volver a Madrid. Pero hasta el jueves a primera hora de la tarde la canciller no podría decirnos nada.

La incertidumbre fue, por tanto, el ingrediente principal de las siguientes etapas de mi viaje interior.

Fueron dos días y medio durante los cuales consumí la vía punitiva —por la noche, los pupilos halterófilos del padre de Kalina seguían sin hacerme el menor caso— y fui poco a poco conquistando el derecho a la vía iluminativa, gracias a las continuas manifestaciones de gratitud por parte de Kyril. Para empezar, nada más salir del consulado, Kyril, que se había hecho cargo del mal trago que yo acababa de pasar, me cogió de los hombros, me miró a los ojos como sólo él sabía hacerlo, logró que sintiera todo su afecto y me juró que, en aquel momento, sólo le importaba que yo me sintiera bien. No levité porque la vía punitiva, por lo visto, no permite tales excesos. Luego, en la visita al monasterio de Rilski, pusimos juntos una vela encendida ante un icono majestuoso y rezamos para que él fuera siempre mi chófer. En el camino de regreso, nos detuvimos en la localidad de Stanke Dimítrov —así llamada en honor de un brioso poeta socialista— para visitar a un primo hermano de Kyril y a su silenciosa mujer, deformada por un embarazo de ocho meses; nada más ver a su primo político, Kalina exclamó, por ella y por mí, «¡Mira qué fuerte!», y Kyril se explayó al parecer en tantos elogios hacia mi humilde persona que, al despedirnos, el primo me abrazó y besó como si quisiera asegurarse un puesto entre mi servicio doméstico. Lástima que no tuviera referencia alguna de las excelencias del francés; no pudo hacerme partícipe de su curriculum. De hecho, el francés fue el gran marginado en aquel intenso, aunque lingüísticamente monocorde, viaje interior. Por ejemplo, cuando subimos a la montaña de Vitocha, en los urinarios del albergue que allí existe para alojamiento de los numerosos esquiadores que se desplazan desde Sofía en temporada de nieves, un guardabosque de mirada incandescente me dio toda la impresión de estar deseando que practicásemos un poco el francés, pero el diálogo quedó abortado ante la llegada, intuitiva sin duda, de Kyril. Minutos más tarde, en una capilla muy rústica que descubrimos al borde de la carretera, entre los árboles, Kyril y yo —mientras Kalina nos filmaba con la videocámara— encendimos otra vela ante otro icono, éste no tan majestuoso pero tal vez más de fiar, y rezamos de nuevo para que, además de mi chófer, fuera siempre Kyril el único que, en francés, lograra darme la adecuada réplica. Luego, una viejuca enlutada y muy dulce que cuidaba de la capilla nos obsequió, a cambio de la limosna generosa que Kyril dejó sobre una bandeja, una ramita de un arbusto azulado, envuelta en un trozo de papel, que debería protegernos durante el resto de nuestras vidas; cuando a Kyril lo detuvieron, hace poco, la policía creyó que aquel polvo azulado era un exótico estupefaciente. Pero aquella ramita azulada seguramente nos defendió de la adversidad. Más que los buenos deseos de Yordan —aquel muchacho esquelético y de ojos celestes y abultados, que regresó a Bulgaria para recuperar a una muchacha que no quiso saber nada de él—, que ahora vendía naranjas y manzanas de pésima calidad en un mercado al aire libre, y con quien pasamos una noche en su chabola de las afueras de Sofía, con su hermana que soñaba con un antiguo novio de Arizona y una sobrina que ganaba modestísimos trofeos en competiciones infantiles de ballet, hablando con pesadumbre de la falta de horizontes. Y más que las bendiciones de los padres de Emil, jóvenes y fuertes y conmovidos por las noticias alentadoras que les llevábamos de su hijo, de quien no habían recibido cartas ni fotografías hacía más de dos años, sólo muy espaciadas llamadas telefónicas, siempre apresuradas, la última para anunciarles que se casaba con una española muy joven, muy bonita y de familia de categoría. Y más incluso que la radiante felicidad de Yana Varimézova Marínova, empeñada en darme todos sus ahorros porque su hijo le había dicho, muy serio, que yo no había llevado dinero a Bulgaria y por eso él tenía que invitarme a todo —y de hecho, me obligó a aceptar cuatrocientas lebas, su pensión de un mes, dinero que Kyril se gastó en invitar a sus viejos compinches en Yulita y en Sebastopol, aquella noche en que sacó a bailar a Kalina una melodía lenta, él que nunca bailaba, mientras yo me moría de envidia—, la dulce y llorosa Yana, con quien aparezco en la cinta de vídeo delante del mueble de formica con todos los envases de desodorante, laca y espuma de afeitar, cuidadosamente ordenados en las estanterías, como si fuera porcelana de Sévres; lo mismo habíamos visto en casa de una tía de Kyril y yo no fui capaz de resistir la tentación de fotografiarme delante de aquella conmovedora concepción del lujo. Más que todo eso, peldaños en la vía iluminativa de mi abismal viaje interior, la ramita de arbusto azulado hizo seguramente el milagro.

El jueves, a las tres de la tarde, llamé al consulado y la canciller me dijo:

—Podéis venir dentro de una hora. Me arriesgaré a darle a ella el visado para que puedan viajar juntos mañana.

Estábamos en la cafetería del hotel Sheraton, paradigma del lujo exclusivo en Bulgaria. Armamos una escandalera de gritos de alegría, hasta el punto de interrumpir al cuarteto de cuerda que interpretaba valses soñolientos. Vistosos elementos de la mafia local, recargados de cadenas y sortijas de oro, nos miraron con condescendencia. En la propia floristería del hotel, Kyril se gastó una fortuna, con «nuestros dólares», en un ramo de rosas mortecinas para la canciller. Ella lo agradeció de un modo efusivo y cálido, pero advirtió que no estaba segura de actuar correctamente, que no sabía bien por qué lo hacía, que en Madrid no habían acertado a darle respuestas claras a sus dudas y ella había decidido ponerse de parte de Kalina, pero que, por favor, no volviéramos a ponerla en un trance similar, que Kalina se presentase a la policía en cuanto llegase a Madrid y que jamás tratásemos otra vez de engañarla. Yo fui el encargado de pedirle muy sinceramente perdón.

La tarde la dedicó entera Kyril a una orgía de compras. Según él, todo era baratísimo, incluso en las mejores tiendas de Sofía. Las mejores tiendas en cuestión tenían todas un aspecto lúgubre y unos dependientes desinteresados y lánguidos. Kyril compró cosas para Kalina, cosas para su madre, cosas para mí, cosas para mi madre, cosas para la dulce y atemorizada Yana Varimézova Marínova; sin embargo, no compró nada para él. Por la noche, fuimos a cenar al restaurante selecto de un hotel japonés recién inaugurado, y después —con el propósito de retirarnos temprano porque al día siguiente había que madrugar para no perder el vuelo a Madrid— nos gastamos las últimas lebas en Yulita, donde Kyril volvió a bailar con Kalina melodías lentas mientras yo me sentía en paz conmigo mismo.

—Sólo hay una cosa que no te perdono —le dije al oído, muy formal, a Kyril.

—¿El qué? —grito él, desafiando el volumen de la música.

—Que no me hayas sacado a bailar.

Me pasó el brazo sobre los hombros, riendo. Kalina, que estaba bailando las estridencias de rigor, vino a decir que se sentía cansada y, en casa, el equipaje estaba sin hacer. Pero, cuando llegamos, la madre de Kalina lo había empaquetado casi todo.

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