Los ojos del tuareg (12 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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Anciano y enfermo, carecía ya lógicamente de la prestancia que le hizo muy popular entre las mujeres de su tiempo, pero aún conservaba unos ojos acerados y enigmáticos y una voz profunda y autoritaria que continuaba imponiendo respeto.

Sentado ahora sobre una raída alfombra a la que profesaba un muy especial apego puesto que al parecer le había servido para rezar sus oraciones durante todo el transcurso de la guerra, observaba en silencio al egipcio Amed Habaja, que acababa de hacerle una lenta y pormenorizada exposición del delicado asunto que le había traído a su presencia.

Aguardó a que la menor de sus nietas le sirviera un nuevo vaso de té, bebió a cortos sorbos, y por último inquirió amablemente:

—¿Has concluido?

—He concluido… —admitió el egipcio—. Ésa es la situación, y ése el problema que te suplicamos que contribuyas a resolver.

—¿Y estás absolutamente seguro de que te refieres a la familia de Gacel Sayah?

—Completamente. Por lo que sabemos se trata de su viuda y sus tres hijos.

—Hace años que no tenía noticias de ellos… —reconoció afirmando muy lentamente con la cabeza
el Guepardo
—. Tantos, que incluso llegué a temer que sus incontables enemigos hubieran conseguido aniquilarles, y en verdad que mi alma se alegra al saber que la sangre del más valiente de los guerreros que ha dado nuestro pueblo continúa fluyendo.

—¡Y de qué forma!

—Hubiera sido una pena que la estirpe de los Sayah, y todo lo que ese nombre significa, se hubiera extinguido, aunque a tenor de lo que cuentas parece ser que la vida ha sido bastante dura con ellos.

—Esa impresión me dio.

Y para colmo de males les han envenado un pozo que constituye su más valiosa posesión.

—Así ha sucedido.

—¿Y has acudido a mí con la intención de que interceda en favor de quien cometió tamaña barbaridad?

—Me han ordenado que lo haga.

—¿Y has obedecido aun a sabiendas de que ésa es una proposición que atenta contra nuestros más sagrados principios y nuestras más viejas costumbres? —inquirió en tono severo el anciano
amenokal
—. ¿Por qué?

—Es mi deber.

—¿Tanto te pagan?

—No es cuestión de dinero.

—¿Entonces de qué?

—De principios —respondió el otro con aparente sinceridad—. Formo parte de una organización muy poderosa con fuertes intereses e influencias en la mayor parte de los medios de comunicación del mundo. ¿Crees que me apetece la idea de que todos los periódicos, las radios y las televisiones de los cinco continentes empiecen a proclamar a voz en grito que una pandilla de salvajes tuaregs está dispuesta a asesinar a inocentes por el simple hecho de que no se les permite cortarle la mano a un supuesto culpable?

—¿Y por qué le preocupa tanto a un egipcio el buen nombre de los tuaregs?

—Porque también son musulmanes, y me consta que judíos y cristianos aprovechan la menor ocasión para tacharnos de fanáticos extremistas. Me veo obligado a viajar constantemente y sufro casi a diario el odio y el desprecio que sienten la mayor parte de los europeos por cuantos hemos nacido al sur del Mediterráneo. Nos aborrecen, y son incidentes como éste los que añaden leña a un fuego que jamás se consume.

—¿Y quién ha encendido este fuego en particular…? —quiso saber el anciano sin cambiar en lo más mínimo el tono de su voz—. ¿Quién estaba tranquilamente en su casa, o quién irrumpe como un poseso en un hogar ajeno, le amenaza y le envenena el agua?

—¡Nadie niega de quién es la culpa! —se apresuró a responder el egipcio al tiempo que abría las manos como si con ese gesto quisiera dar a entender que no ocultaba nada—. ¡Ni por lo más remoto! Lo que está en discusión es lo desmesurado del castigo.

—Es lo que marca la ley.

—Una ley obsoleta. Vivimos en otros tiempos y…

El Guepardo
le detuvo con un gesto, y luego le indicó que se apoderara del periódico que descansaba sobre un pequeño estante:

—¡Nunca hables de tiempos en un lugar en el que el tiempo carece de importancia! —exclamó—. Y observa el titular de esa noticia. Un tribunal italiano acaba de condenar a diez años de cárcel a los cinco bosniocroatas que habían perpetrado la matanza de Ahmici, donde asesinaron a ciento dieciséis civiles musulmanes. Entraron a saco en sus casas, violaron a las mujeres, degollaron a los niños y les sacaron los ojos a los ancianos, pero dentro de cinco años estarán en libertad condicional… —El anciano
amenokal
lanzó un hondo suspiro con el que pretendía expresar la profundidad de su frustración—. ¡Si ésas son las leyes de nuestro tiempo, reniego de ellas!

—Estoy plenamente de acuerdo contigo. ¡Pero de ahí a lo otro…!

—Lo «otro» son leyes y costumbres que han venido funcionando en nuestro entorno desde mucho antes de que existiera Bosnia, Croacia, Yugoslavia e incluso la inmensa mayoría de los países europeos —le hizo notar
el Guepardo
—. Y lo han hecho con notable eficacia, puesto que un niño sabe desde que tiene uso de razón cuáles son sus límites, y qué es lo que puede hacer, y qué es lo que no se le puede pasar por la cabeza. Sin embargo en «estos tiempos» a los que tú te refieres, las leyes son un auténtico galimatías que cada cual interpreta a su antojo, con lo cual llegan a darse injusticias como la de esa horrenda masacre. Asesinos confesos, traficantes de drogas, políticos corruptos y empresarios que han envenenado a miles de personas con alimentos manipulados, viven en absoluta libertad e incluso se convierten en el espejo en que se mira una juventud que tan sólo piensa en el éxito y en el dinero fácil… —Turki Al Aidieri negó con la cabeza una vez más—. Y a mi modo de ver ésa no es forma de hacer las cosas, y tan sólo conducen a la decadencia y la depravación. El mío puede que sea un pueblo muy pobre y condenado a la extinción como si se tratara de una de las tantas «especies amenazadas» con las que la civilización acaba a diario, pero de lo que puedes estar seguro es de que el día que desaparezcamos de la faz de estos desiertos, lo haremos respetándonos a nosotros mismos y a los mandamientos de nuestros antepasados.

—Entiendo con esto que no debo contar para nada con tu ayuda.

—Entiendes bien.

—Pues lo lamento, puesto que como comprenderás la solución de este desagradable incidente se presenta harto complicada.

—Y más que se va a complicar… —puntualizó su interlocutor, que de pronto daba la impresión de haberse erguido enderezando la espalda y alzando la cabeza hasta el punto de parecer mucho más alto—. Esta conversación me ha abierto los ojos a un tema que siempre me rondó por la cabeza, pero que tal vez la edad me impidió encarar en su auténtica dimensión.

—¿Y es?

—La razón por la que los
imohag
nos vemos obligados a aceptar que cada vez que les da la gana a unos fantoches tenemos que prestarnos a ver cómo nos invaden, nos atropellan y nos matan, dejando nuestras tierras sembradas de coches incendiados, latas de refrescos vacías, preservativos usados y toda clase de basura. —El anciano agitó casi con furia la cabeza al inquirir—: ¿Por qué debemos asistir al espectáculo de su derroche de riqueza en una causa tan absolutamente inútil, si con lo que se gasta en una sola de esas carreras se solucionarían la mayor parte de los problemas de mi pueblo? ¿Por qué tenemos que ver cómo cuentan con un moderno hospital móvil para atender a unos heridos que si han tenido un accidente es porque se lo han buscado, cuando los tuaregs no contamos ni con un mísero ambulatorio en el que vacunar a los niños? ¿Acaso tienes una respuesta a esas preguntas?

—¡Bueno…! —balbuceó el egipcio un tanto incómodo por el chaparrón que se le había venido encima—. Tan sólo se trata de una simple prueba deportiva, y cuando se organiza se pide siempre permiso a las autoridades de cada país.

—«Permiso a las autoridades de cada país»… —repitió irónicamente Al Aidieri—. Sé muy bien lo que eso significa. Significa sobornar a los funcionarios para que den toda clase de facilidades, a menudo incluso poniendo su ejército a vuestro servicio. ¿Y quién se beneficia de ello? ¿El pueblo? Nunca he visto a nadie del pueblo beneficiarse por el hecho de que un vehículo cruce como una exhalación por delante de su casa levantando polvo y matándole las cabras, las gallinas, y por desgracia, a veces, incluso a los niños.

El Guepardo
alargó la mano, hizo sonar una campanilla de plata que descansaba sobre la bandeja del té, y, cuando su nieta asomó la cabeza, ordenó:

—Busca a Sakib y pídele que cite a los miembros del «Consejo de Ancianos». Que procuren acudir al anochecer, puesto que se trata de tomar una decisión muy importante.

Amed Habaja palideció de forma visible y su voz sonó levemente temblorosa al inquirir:

—¿Qué piensa hacer?

—Ya lo has oído… Consultar al «Consejo de Ancianos».

—¿Sobre…?

—Eso no puedo decírtelo hasta que hayamos tomado una decisión, pero mañana lo sabrás.

El egipcio Amed Habaja abandonó el campamento beduino con la cabeza gacha y la demudada expresión de un perro apaleado, puesto que su larga experiencia como mediador en conflictos entre cristianos y musulmanes y sus largos años de trabajo en la organización de innumerables «eventos deportivos», le bastaban para comprender que en este caso particular sus esfuerzos no sólo habían resultado inútiles, sino quizá hasta cierto punto contraproducentes.

Ni siquiera se sintió con fuerzas como para disimular su pesimismo en el momento en que hizo su entrada en el pequeño bimotor que Yves Clos había habilitado como oficina de prensa volante.

—¿Qué diablos te ocurre? —inquirió el francés con una leve sonrisa—. Se diría que te ha cagado encima un elefante.

—Me temo que vamos a tener problemas.

—¡Gran noticia! —rió el otro—. Desde que estoy metido en esto no ha amanecido un solo día en que no tengamos algún problema en apariencia irresoluble. A veces pienso que este negocio se creó con el fin de enseñar al mundo cómo se puede solucionar todo a base de continuas chapuzas que se van superponiendo unas a otras hasta que al fin ya no queda ni rastro del problema original.

—No es cuestión de tomárselo a broma… —masculló el egipcio tomando asiento y sirviéndose un café—.
El Guepardo
ha convocado al «Consejo de Ancianos», y eso tan sólo suele hacerse cuando se piensan tomar decisiones importantes.

—¿Qué clase de decisiones?

—Mañana lo sabremos.

—Adelántame algo… ¿De qué crees que van a hablar?

—Nunca me ha gustado hacer conjeturas —replicó Amed Habaja sin dejar de observar el fondo de su taza ya vacía—. No es bueno para los negocios. Corres el peligro de hacerte una idea que luego no se cumple y te encuentras con que no estás preparado para hacer frente a la nueva situación. Es mejor no pensar en ello, y esperar.

—Quizá quieran discutir si nos ayudan a convencer a ese tuareg.

—Decididamente no.

—¿No qué?

—Que no nos van a ayudar en absoluto. Y me temo que más bien se trata de todo lo contrario. Según ellos, ese tal Gacel tiene toda la razón a la hora de pedir lo que pide y hacer lo que hace. Es su ley y por lo visto sus leyes nunca cambian.

—Lo cual, personalmente, me parece muy bien. Yo también estoy de acuerdo con el tuareg en lo que pide, aunque no en cómo lo pide. Secuestrar inocentes no es forma de solucionar las cosas.

—¿Y qué querías que hiciese? ¿Subirse a un camello como su padre y enfrentarse a todo un ejército? Aquí no existen ejércitos contra los que luchar. Solamente existe un gamberro al que no podrá alcanzar nunca porque en cuanto la carrera acabe abandonará el continente y dudo que vuelva.

El rubio de los cabellos lacios fue hasta su mesa, tomó una hoja de papel y se la tendió a su interlocutor al tiempo que señalaba:

—Por desgracia no se trata de un simple gamberro. Como sabes tengo amigos en todas partes y hace un par de horas me ha llegado esta información. Ese hijo de perra de Milosevic participó mucho más activamente de lo que se dice en la guerra de Bosnia y se sospecha que en Kosovo tomó parte en algunas acciones en las que también estaban involucrados los tristemente famosos «Tigres de Arkan», encargados de la «limpieza étnica» de la región. Como la mayor parte de esos fascistas balcánicos, odia a los musulmanes.

—¿Y odiando a los musulmanes se embarca en una aventura que atraviesa seis países habitados casi exclusivamente por musulmanes? Sinceramente, no lo entiendo.

—No hay nada que entender. Los fascistas, los integristas y los nacionalistas recalcitrantes no son más que una cuadrilla de enfermos mentales a los que algo les falla en el cerebro. Resulta evidente que no se puede ser un vándalo extremista si tus neuronas funcionan con una cierta digamos «normalidad». Partiendo de esa base, lo que haga o deje de hacer un fascista armado, violento, prepotente y que odia a los que llama despectivamente «moros de mierda», es algo que no se puede predecir.

—¿Y por qué tenemos que ser siempre nosotros los que tengamos que apechugar con las consecuencias? ¿Por qué alguna vez no le cargan el muerto a otro aunque tan sólo sea para variar?

—¡Porque para eso nos pagan, querido amigo! Para eso nos pagan. Y durante los años que llevo en esto también he tenido la suerte de conocer a innumerables muchachos llenos de vitalidad y entusiasmo a los que anima un auténtico espíritu deportivo, creen en la amistad, y están convencidos de que el hecho de participar en una aventura tan excitante les ayudará a ser mejores, más fuertes y más solidarios.

—También yo los he conocido.

—Es que son muchos… ¡Gracias a Dios son muchos! Pero también son muchos (y entre ellos me incluyo) los que ya no vemos en esto más que un productivo negocio, y eso que por desgracia no soy accionista de la empresa. Estamos convirtiendo una buena parte de África en simple banco de pruebas para un sinnúmero de coches, motos, camiones, neumáticos, piezas de recambio, aceites y todo cuanto esté relacionado con el mundo del motor. Y como suele ocurrir con los bancos de prueba, nadie se acuerda de ellos hasta que vuelve a necesitarlos. Tú, como abogado, y yo, como relaciones públicas, somos los encargados de adecentar un poco esos bancos de pruebas para que el próximo año vuelvan a dar servicio.

—¿Y no te molesta tener que ocuparte siempre del trabajo sucio?

—Nadie me obliga, y sabes bien que habría bofetadas por quitarme el puesto. —Hizo un amplio gesto señalando cuanto le rodeaba—. ¿Quién más que yo tiene su despacho en un avión privado? ¿Quién más maneja presupuestos multimillonarios con la libertad con que me dejan hacerlo? Lo único que importa son los resultados y está claro que esos resultados mejoran de año en año.

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