Los ojos del tuareg (15 page)

Read Los ojos del tuareg Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
5.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Siempre hemos procurado compensaros por el daño que hayamos podido causar.

—¿Cómo? —quiso saber con cierta agresividad el anciano—. ¿Sobornando funcionarios? Ya te dije que a nosotros eso no nos sirve, puesto que tales «compensaciones» jamás van a parar a manos de los auténticos damnificados. Y a la madre que ha perdido a un hijo de poco le vale que le ofrezcan dinero ni aun en el improbable caso de que ese dinero llegase a su poder…

¡No! —Negó convencido—. Vuestras supuestas «compensaciones» no nos compensan por el daño que estáis causando…

—Daremos instrucciones para que de ahora en adelante sean los afectados los que lo reciban personalmente…

El
amenokal
, máximo patriarca de las tribus tuaregs de la región, alzó la mano impidiéndole continuar con unos argumentos que, evidentemente, no tenía el menor interés en escuchar.

—¡No te esfuerces! —rogó—. ¡No habrá «de ahora en adelante»!

—¿Qué quieres decir con eso? —se alarmó el otro.

—Que el «Consejo de Ancianos» ha tomado una decisión, y que cuando los
imohag
deciden algo, nunca se vuelven atrás… —De nuevo recurrió a hacer una larga pausa con el fin de remarcar lo que iba a decir—: Se acabaron las carreras a través de nuestros territorios —concluyó.

—¿Qué territorios?

—Todos aquellos en los que existan comunidades tuaregs.

—Pero ¿te das cuenta de lo que estás diciendo?

—Perfectamente.

—Existen comunidades tuaregs en por lo menos una docena de países africanos.

—Lo sé.

El egipcio tardó en reaccionar puesto que se había quedado con la boca literalmente abierta, incapaz de asimilar la magnitud de lo que acababa de escuchar.

Por último, balbuceó:

—¿Acaso pretendes insinuar que habéis decidido boicotear el rally a lo largo y lo ancho de una docena de países?

—Tú lo has dicho.

—¡Pero no podéis hacer eso! —protestó el otro—. Son naciones libres con gobiernos independientes que toman sus propias decisiones.

—La mayoría son gobiernos corruptos que para nada tienen en cuenta los intereses de sus ciudadanos. Si ellos no han sido capaces de abolir esa lacra, lo haremos nosotros. Por las buenas, o por las malas.

—¡Pero es que no se trata de ninguna «lacra»…! —protestó Amed Habaja—. Se trata de una simple prueba deportiva.

—¡No me vengas con ésas…! —casi se enfureció
el Guepardo
—. Ten en cuenta que no soy un ignorante beduino a los que acostumbras a tratar como si fueran camellos. Conozco muy bien el dicho:
«Mens sana in corpore sano»
, pero me consta que ése no es un concepto que pueda aplicarse al tipo de «pruebas deportivas» que tu organización patrocina. Ni correr por el desierto trepado en una máquina es un deporte que beneficie al cuerpo, ni mucho menos a la mente. Esa mente puede estar muy enferma, por muy sano que se encuentre el cuerpo. Y de hecho se acaba de demostrar que lo está, ya que ese individuo tal vez sea un auténtico atleta, pero resulta evidente que es, sobre todo, un paranoico. Y no existe tabla de gimnasia ni ejercicio físico alguno, por duro que sea, capaz de transformar un cerebro enfermo en uno sano.

—Se trata de un caso aislado y me parece injusto que por culpa de un cretino cientos de inocentes tengan que pagar las consecuencias.

—Somos nosotros los que pagamos las consecuencias por algo que ni nos va ni nos viene. ¡Si quieren correr, que corran en su casa! ¡Si quieren matar gente, que maten a los suyos! Que se construyan en Europa un circuito todo lo complicado que quieran y que se dediquen a estrellarse contra las rocas, pero que no aparezcan más por aquí, a restregarnos por las narices tan descarado derroche de riquezas.

—¿Y cómo piensas impedirlo?

—Ordenando a todos los
imohag
, cualquiera que sea su tribu o el país en que habiten, que impidan a cualquier precio el paso de vuestros coches, vuestras motos y vuestros camiones.

—Eso suena a terrorismo.

—¡No! ¡En absoluto! No intentes confundir los términos. El terrorista es un ser deleznable que ataca a traición escudándose en el anonimato. Lo nuestro es una declaración de guerra, y en la que el enemigo no se oculta. El enemigo es la nación tuareg en peso.

—¿Estáis dispuestos a matar?

—En toda guerra hay muertos.

—¿Y estáis dispuestos a morir?

—Los tuaregs siempre estamos dispuestos a morir.

—¿Y qué haréis si os veis obligados a enfrentaros a los ejércitos de los países de los que formáis parte?

—Si esos ejércitos se enfrentan a nosotros por defender los sucios intereses de un puñado de extranjeros que nos están pisoteando, merecerán que nos enfrentemos a ellos.

—¿Propiciando una masacre?

—Si, como parece ser, estamos condenados a desaparecer como pueblo, más vale que sea luchando con valor, que consumiéndonos como hasta ahora, sin pena ni gloria. A los ojos de un tuareg, morir con honor es el mejor de los destinos posibles.

—¿Y qué será de las mujeres, los ancianos y los niños?

—¡Dios dirá!

Cuando horas más tarde el egipcio transmitió palabra por palabra el mensaje que Turki Al-Aidieri le había dado, tanto el imperturbable Alex Fawcett como el atribulado Yves Clos reaccionaron como si acabaran de recibir una coz en plena frente.

—¡Bromeas! —exclamó al fin roncamente el primero.

—¿Crees que me jugaría el puesto bromeando sobre algo tan serio? —quiso saber Amed Habaja en un tono que no dejaba margen a ningún tipo de dudas—. Es lo que ha dicho, y es lo que piensa hacer.

—¡Pero eso significa…!

—Que nos tenemos que largar con la música a otra parte, o nos arriesgamos a que empiecen a cazar corredores como si fueran conejos.

—¡No pueden hacerlo!

—¿Ah no? —se sorprendió el egipcio—. Ten en cuenta que un tuareg es capaz de pegarle un tiro a un motorista a quinientos metros de distancia para desaparecer como si se lo hubiera tragado la tierra. ¿Y cómo lo impediremos? ¿Poniendo soldados junto a cada coche, cada camión y cada moto? Aún tenemos por delante más de seis mil kilómetros de desierto, y en cada uno de ellos puede ocultarse un francotirador.

Alex Fawcett se volvió a Yves Clos para inquirir:

—¿Cuántos tuaregs crees que existen desde aquí hasta El Cairo?

—¡No tengo ni la menor idea! —admitió el interrogado—. Cientos o tal vez miles, pero no creo que el número tenga importancia. Bastarían con dos docenas de fanáticos dispuestos a obedecer las órdenes de su «Consejo de Ancianos» para que la mitad de nuestros pilotos regresase a su casa en una caja de pino.

—¡Asquerosamente gráfico!

—Si prefieres lo adorno con un lazo, ya que ése es mi oficio, pero me da la impresión de que en este caso la demagogia no sirve de mucho. Si los «Hijos del Viento», que han sido los dueños del desierto durante siglos, se proponen cazarlos, los cazarán nos pongamos como nos pongamos.

—¡Malditos hijos de puta! ¿Te das cuenta de lo que nos estamos jugando?

—Miles de millones.

—Y todo porque a un gilipollas se le antojó echarle aceite a un pozo.

El rubio Yves Clos rebuscó en el bolsillo superior de su camisa, sacó la diminuta pipa y se dispuso a cargarla al tiempo que negaba con un decidido ademán de cabeza.

—No —le contradijo—. Ése ha sido el detonante, pero no la razón. La auténtica razón estriba en que no nos dimos cuenta de que estábamos tensando demasiado la cuerda. Pronto o tarde tenía que romperse.

—¿Insinúas que es culpa nuestra?

—Ellos están aquí, y no se les ocurre ir a tocarnos los cojones a París. Somos nosotros los que venimos a tocarles los cojones año tras año, y está claro que no hemos sabido hacerlo con la suficiente delicadeza.

—¿Acaso estás de su parte?

—Una cosa es comprenderlos, otra muy distinta estar de su parte, puesto que no me agrada la idea de perder mi empleo —sentenció el francés—. Y si tenemos interés en conservarlo lo mejor que podemos hacer es dejar de buscar culpables y empezar a buscar soluciones.

—¿Alguna idea?

—No, de momento.

—¡Bien! —admitió Alex Fawcett al tiempo que tomaba un lápiz con el que trazaba una raya vertical sobre un folio en blanco—. Lo que resulta evidente es que nos enfrentamos a dos problemas de muy distinta índole. —Marcó con una cruz la parte izquierda de la página—. De este lado nos encontramos con seis rehenes que no podemos liberar ya que lo que nos exigen a cambio está fuera de nuestro alcance. Del otro la amenaza de una cuadrilla de bandidos que ponen en serio peligro la supervivencia de una prueba de la que todos dependemos… —Golpeó repetidamente con el lápiz el lado derecho de la página—. Supongo que estaréis de acuerdo en que no deberíamos dispersar nuestras fuerzas y concentrarnos en lo que en verdad importa.

—¿Abandonando a esos desgraciados a su suerte? —inquirió con marcada intención el egipcio.

—Recuerda que «su suerte» es la que ellos mismos eligieron en el momento en que decidieron participar en el rally. Jamás hemos ocultado que existen serios peligros cuando se viaja por lugares salvajes: desde que te pique un alacrán, a que te hundas en la arena, pasando por que te ahogues en un río o te secuestren unos bandidos. Nunca engañamos a nadie, y en el fondo eso es lo que les excita.

—Siempre serás un cínico… —sentenció sin la menor acritud Yves Clos—. Y sin duda el más descarado que he conocido, más aún que yo.

—Si no lo fuera, hace tiempo que no estaría sentado detrás de esta mesa —admitió con naturalidad el jefe de seguridad—. Y ten en cuenta que la línea que separa el cinismo de la hipocresía es bastante más delgada de lo que la gente quiere admitir.

—Eso es muy cierto.

Yo sería un hipócrita si confesara que me preocupa el futuro de seis mentecatos a los que creo que no he visto nunca, cuando está en juego el futuro de una organización que he ayudado a convertir en lo que es, y que forma una parte muy importante de mi vida. Eso, sin tener en cuenta que el hecho de atrapar a Milosevic con el fin de entregárselo a quien pretende cortarle una mano es algo que se sale de mis atribuciones y probablemente me llevaría a la cárcel… —Partió en dos el lápiz con un gesto brusco—. ¡Seamos prácticos! —concluyó—. Por lo que a mí respecta el tema del secuestro es algo que debe quedar en manos de las autoridades locales.

—¿Autoridades locales? —se escandalizó Amed Habaja—. ¿De qué diablos hablas? Sabes muy bien que las «autoridades locales» no son más que una pandilla de estúpidos desvergonzados.

—¿Y yo qué culpa tengo? —protestó el otro—. Les pagamos para que nos protejan, y si no son capaces de defendernos no puedo hacer nada.

—Deja al menos que Nené Dupré se ocupe del tema… —aventuró el francés—. Es un tipo decente, y al parecer ha establecido una cierta relación con ese tal Gacel.

El hombretón meditó unos instantes, lanzó a una papelera los restos del lápiz y acabó por asentir con la cabeza:

—¡De acuerdo! Lo dejaré en sus manos y puede gastar hasta un millón de francos a condición de que los demás os concentréis en buscar la forma de salir de este otro embrollo… ¡Así que a trabajar! —Se volvió a Amed Habaja para inquirir—: ¿Hasta dónde calculas que llega el territorio que está bajo la influencia de esos malditos tuaregs?

—Por lo menos hasta la frontera con Libia.

—¡No fastidies!

—Nada más lejos de mi ánimo que fastidiar.

El gigantesco jefe de seguridad se puso en pie y se aproximó al manoseado mapa que colgaba de la pared y lo estudió con detenimiento:

—Eso quiere decir que tendremos que suspender todas las etapas que atraviesan Níger.

—Me temo que sí.

—¡Mierda! ¡Mierda, mierda, mierda!

—Tal vez podríamos hacerlas todos juntos y protegidos por el ejército… —aventuró Yves Clos.

—¿Tienes idea de cuánto tiempo nos llevaría? —fue la agria respuesta—. Tendríamos que avanzar a paso de tortuga y con una nueva logística para la que no estamos preparados. Llegaríamos a El Cairo con una semana de retraso.

—Y lo único que importa es llegar a El Cairo en la fecha prevista, ¿no es cierto?

—Tú lo has dicho. En la fecha prevista. Ni un día antes, ni un día después. Y a ser posible a primera hora de la tarde para que los telediarios de la noche nos dediquen el mayor espacio posible…

—Llegará un momento en que la gente importante procurará morirse en los momentos de máxima audiencia… —masculló el rubio mordisqueando con furia la boquilla de su cachimba—. Nos estamos convirtiendo en esclavos de un maldito «índice de audiencia» que marca hasta el momento en que tenemos que ir a cagar.

—¿Cuál es la diferencia de precio entre un anuncio emitido a esa hora y otro a media mañana? —quiso saber Fawcett.

—Diez a uno por término medio.

—Pues sin esa publicidad no somos nada, porque en el fondo, ¿a quién coño le importa que un fulano del que nunca ha oído hablar gane una etapa automovilística que acaba en un rincón de África del que tampoco ha oído hablar?

—A nadie.

—Tú lo has dicho: a nadie. Pero tu departamento es el encargado de crear esa «inútil necesidad» procurando que nuestras imágenes se emitan cuando un montón de gente aburrida se encuentra sentada frente al televisor, porque ésos serán los que compren los productos que nuestros clientes anuncian. —El gigantón hizo una pausa para añadir—: Y mi departamento es el encargado de que los horarios se cumplan a rajatabla… ¡O sea que manos a la obra!

En el mismo momento en que sus dos colaboradores hubieron abandonado la amplia estancia, Alex Fawcett lanzó una última ojeada al mapa, extrajo del bolsillo un minúsculo teléfono, marcó un número, y cuando le respondieron al otro lado, ordenó secamente:

—¡Ven a mi despacho!

Minutos más tarde un hombrecillo de apariencia anodina, que no vestía más que unos pantalones cortos y una sudada camiseta con una foto de «Madonna» salpicada de lamparones, hizo su entrada en la blanca carpa para tomar asiento al otro lado de la amplia mesa repleta de papeles.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber.

Escuchó impasible la detallada relación que el inglés le hizo de los últimos acontecimientos para limitarse a inquirir:

—¿Y qué tengo que hacer?

—En primer lugar, ocuparte de los rehenes. Ese asunto tiene que estar resuelto, de un modo u otro, esta misma semana.

—¿«De un modo u otro»? —repitió su interlocutor remarcando mucho las palabras.

Other books

A Special Relationship by Douglas Kennedy
12.21 by Dustin Thomason
Mrs Sinclair's Suitcase by Louise Walters
Cyteen: The Betrayal by C. J. Cherryh
Under Cover of Darkness by Julie E. Czerneda
Dawn of Procyon by Mark R. Healy
RainRiders by Austina Love
Primal Instincts by Susan Sizemore