Los ojos del tuareg (22 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Aún estáis a tiempo… —le hizo notar el francés sinceramente convencido de lo que decía—. Aún África no ha concluido de asentar sus auténticas fronteras, ni de delimitar dónde y cómo deben habitar sus distintas etnias. Apenas hace cuarenta años que se les concedió la independencia a la mayoría de estos países, y lo cierto es que se hizo siguiendo los criterios de los colonizadores, con fronteras trazadas con tiralíneas y sin el menor respeto hacia quienes tenían que vivir en cada lugar. Si los tuaregs se organizaran, y creo que tú eres de los que pueden contribuir a conseguirlo, estarían en condiciones de reclamar sus legítimos derechos a una tierra propia, libre e independiente.

—¿«La Nación Tuareg»?

—¿Por qué no?

—¿Y de qué viviríamos?

—De lo que siempre habéis vivido: del desierto.

—Poco es.

—Desde luego, pero más vale un desierto propio que un vergel ajeno… ¿O no?

—¡Naturalmente! —Gacel se volvió para observar a su acompañante de reojo con una cierta inquietud en la mirada en el momento de preguntar—: ¿Realmente no eres más que un simple piloto de helicóptero?

—Que yo sepa, sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque a menudo hablas como un político.

—¿Tengo que tomarlo como alabanza o como ofensa?

—Tómatelo como quieras. Aunque creo que esta conversación se está prolongando en exceso y no conduce a nada. ¿Tienes alguna propuesta que ofrecerme?

—Una muy concreta: deja que me lleve a ese muchacho. Si sigue aquí morirá.

El beduino tardó en responder, meditó la oferta, y acabó por hacer un leve gesto negativo:

—Lo sé y lo lamento porque me consta que no tiene culpa alguna, pero no puedo dejarlo marchar así como así.

—Te lo puedo cambiar por algo que ahora mismo necesitas.

—¿Qué?

—Un moderno fusil de repetición con mira telescópica y dos cajas de cartuchos. Ese trasto que usas no te servirá de nada a la hora de enfrentarte a la gente del
Mecánico
.

—Lo que ofreces tampoco es como para ganar una batalla… ¿No llevarás a bordo un tanque?

—No, pero llevo unos prismáticos.

—¿Unos prismáticos…? —repitió el otro en tono humorístico—. ¿Para qué quiero yo unos prismáticos? El día que un tuareg necesite prismáticos querrá decir que está totalmente acabado.

—Es que no son unos prismáticos cualesquiera.

—¡Ah!, ¿no? ¿Y qué tienen de especial? —quiso saber el beduino.

—Que son unos prismáticos nocturnos.

Ahora sí que Gacel Sayah se volvió a mirarle directamente sin poder contener su desconcierto:

—¿Qué quieres decir con eso de prismáticos nocturnos?

—Que permiten ver de noche.

—¿Bromeas?

—¡En absoluto! —replicó Nené Dupré con absoluta seguridad—. ¿No me has contado cómo, cuando estabas en la ciudad, te asombrabas al descubrir el modo en que los misiles americanos alcanzaban su objetivo incluso a oscuras? ¿Recuerdas cómo en la televisión todo se veía de un color verdoso a causa de los rayos láser…?

—Sí, naturalmente que lo recuerdo.

—Pues yo llevo siempre conmigo uno de esos prismáticos de rayos láser, que me ayudan a encontrar coches perdidos incluso en mitad de las tinieblas. Te los regalaré y te enseñaré cómo funcionan si permites que me lleve al muchacho.

—Empiezas a ser un aceptable negociador.

—Me alegra oírlo.

—Supongo que lo que menos se podrán imaginar unos mercenarios, por buenos que sean en su oficio, es que un «moro piojoso» que vive en mitad del desierto tenga unos prismáticos de rayos de ésos.

—Supones bien.

Y está claro que eso me concedería una ventaja muy considerable a la hora de luchar…

—Evidentemente, aunque te advierto que también ellos los utilizarán puesto que cuentan con los equipos más sofisticados.

—Sí, pero yo lo sé mientras que ellos ni siquiera lo sospechan. Y mi padre me enseñó que la sorpresa suele constituir la mitad de la victoria.

—¿Trato hecho entonces?

—Me encantaría, pero si dejo marchar al muchacho pierdo la oportunidad de que su padre consiga que me traigan al culpable.

—Yo me encargaré de que no sea así.

—¿Cómo?

—En primer lugar, convenciéndole de que el hecho de permitir que su hijo viva es una muestra de buena voluntad, y en compensación él deberá cumplir con lo pactado. Y en segundo lugar, haciéndole ver a Pino, que su copiloto, al que me consta que le une una gran amistad desde hace muchos años, continúa en tu poder y sería uno de los condenados a muerte si no presiona a su padre para que haga cuanto esté en su mano por intentar liberarlo.

—Suena lógico.

—Y es que lo es. Te estoy proporcionando medios materiales con los que luchar, y una excelente cobertura en algo de lo que tú no entiendes, pero que se llama «Relaciones Públicas». Si Pino y ese periodista regresan sanos y salvos a Italia, el comendatore Ferrara cuenta con la influencia necesaria como para organizar un auténtico escándalo y hacer que todo el mundo conozca la verdad. De otro modo, si el chico muere, no tendrás quién te defienda y todas las culpas recaerán sobre ti.

—Cada vez negocias mejor.

—No será porque tenga un buen contrincante.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió el otro amoscado.

—Que eres el interlocutor más cabezota con que me he enfrentado nunca.

—No me ofendo porque eres mi huésped y no nos está permitido molestarnos con los huéspedes digan lo que digan.

—Pues en este caso renuncio a ese derecho, porque si no aceptas lo que te estoy proponiendo demostrarás que eres más terco que una acémila.

—¿Qué es una acémila?

—La más testaruda de las mulas de carga. Peor que el peor de los camellos en celo.

—No creo que exista nada más testarudo que un camello en abril.

—Un tuareg intransigente… —insistió el piloto—. ¡Y dejémonos ya de tonterías! Piensa un poco y admite que la propuesta es buena.

—No necesito pensarlo. ¡De acuerdo!

—¡Gracias a Dios! ¿Te interesa conocer al periodista?

—¿Puede servirme de algo?

—No lo sé, pero si llega un momento en que tenga que intervenir, más vale que hable con conocimiento de causa que de oídas. Daño no puede hacerte.

—De acuerdo… Tráelo. Pero nada de fotografías.

—¿Qué diablos importan unas cuantas fotografías si no se te ven más que los ojos, y lo mismo podrías ser tú, que un escocés con turbante? —quiso saber Nené Dupré—. Lo que importa es el pozo, los coches y las
jaimas
. De ese modo podrá certificar que ha estado aquí, que ha hablado contigo, y que se limita a contar lo que ha ocurrido en un perdido rincón del desierto por culpa de una pandilla de desaprensivos… —Se puso en pie encaminándose al helicóptero—. ¡Vuelvo enseguida! —señaló a modo de despedida.

Gacel Sayah no movió un músculo hasta que quince minutos más tarde Hans Scholt se acuclilló frente a él con el fin de observarle con una extraña mezcla de temor, respeto y admiración.

—¡Gracias por recibirme! —musitó con innegable timidez—. Desde este momento me pongo bajo su protección.

—No se dice así —le recriminó el beduino—. Se dice que solicitas mi hospitalidad.

—¡Bueno! Pues eso… Solicito su hospitalidad.

—Concedida… ¿Qué quieres saber?

—Si realmente está dispuesto a matar a esos hombres.

—Sólo si me obligan…

—¿Por qué?

—¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —quiso saber el tuareg visiblemente molesto—. ¿Tan brutos sois los franceses?

—Yo soy austriaco.

—Para mí todos sois «franceses». —Hizo un gesto hacia Nené Dupré que permanecía apoyado en una de las palmeras—. Que él te cuente la historia.

—Ya me la ha contado.

—En ese caso fíjate en esas cabras: se están muriendo. Y en los camellos, que ya apenas se mantienen en pie. Únicamente aquellos tres, a los que no he permitido aproximarse al pozo, sobrevivirán. Y eso era cuanto tenía mi familia. No es mucho, pero nos costó años conseguirlo, y alguien lo destruyó, por capricho, en menos de un minuto… —Observó a su interlocutor con aquellos ojos oscuros y penetrantes que cuando se enfurecían parecían lanzar destellos—. Hasta que el culpable no pague por ello no habrá paz… —Se irguió sin prisas para concluir—. Y ahora te ruego que me disculpes; tengo que regresar a las montañas.

—Yo te llevaré… —se ofreció Nene Dupré.

El
imohag
dirigió una despectiva mirada al helicóptero al tiempo que exclamaba:

—¿En ese trasto…? ¡Ni loco!

—¡No puedo creer que tengas miedo…! —se burló abiertamente el francés.

—No es miedo… —replicó el beduino con hosquedad—. Es que me molesta el ruido. Aparte de que no podría cargar con tres camellos.

—¿Vas a volver allí con los camellos…? —Se sorprendió Nené Dupré, y ante el mudo gesto de asentimiento inquirió—: ¿Por qué?

—Ahora los necesito.

—¿Para qué?

—Me ayudarán a luchar contra mis enemigos.

—¿Tres camellos famélicos? —se escandalizó el otro incapaz de aceptar lo que estaba escuchando.

—Cuando poco tienes, todo vale. Lo que importa no es el poder de tus armas, sino saber emplearlas.

—¡Como quieras! —admitió el desconcertado piloto—. Al fin y al cabo será mejor no desviarme demasiado porque si tengo que llevar a estos dos a un lugar medianamente civilizado me arriesgo a quedarme sin combustible y no podría volver luego a mi base.

Gacel Sayah penetró en la
jaima
, despertó al durmiente, que por un momento le observó como si no tuviera idea de quién era o dónde se encontraba, y tras cerciorarse de que efectivamente ardía de fiebre y las heridas presentaban un aspecto preocupante, señaló:

—Te dejaré marchar si me prometes que nuestro acuerdo continúa en pie.

—No quiero marcharme —replicó el italiano convencido—. O nos vamos los seis o ninguno. Ése fue el trato.

—No —le contradijo—. Ése no fue el trato. Te advertí que no haría distinciones por el hecho de que tu padre fuera rico, pero nada mencioné sobre que vivan todos o ninguno, y tú ya has hecho cuanto estaba en tu mano. ¿Cómo se llama tu copiloto?

—Belli, Mauricio Belli.

—¡Bien…! Ahora el trato es el siguiente. Te irás en el helicóptero procurarás regresar a Italia lo más pronto posible, y presionarás a tu padre para que consiga que sus amigos me entreguen al culpable. Si dentro de diez días no están al pie de las montañas, tu amigo será el primero en morir… ¿Lo has entendido?

—¡Perfectamente! Pero te repito que prefiero quedarme. De ese modo mi padre se sentirá mucho más presionado.

—Si te quedas morirás y todos habremos salido perdiendo.

—¡No estoy de acuerdo! Yo creo que…

El beduino le interrumpió con un gesto impaciente.

—No importa lo que tú creas —dijo—. Importa lo que yo crea. Haz lo que te he dicho y confía en Dupré, que ha demostrado ser un hombre honrado, y me ha hecho ver la conveniencia de permitir que te marches. ¿Tienes dinero?

—En el coche.

—Empléalo para intentar regresar a casa cuanto antes… —Le apretó con fuerza la mano en un ademán afectuoso y raro en él—. Eres un buen muchacho —musitó—. Y estoy seguro de que cumplirás tu palabra.

—Puedes jurarlo… ¿Piensas matar a ese cerdo?

—¿Matarle? —se sorprendió su interlocutor—. ¡En absoluto! Si le matara no estaría cumpliendo con lo que marca la ley, y en ese caso sería tan culpable como él, por lo que todo esto carecería de sentido… ¡Suerte!

—Suerte.

En el exterior le aguardaba Nené Dupré que le entregó el rifle, las municiones y los prismáticos nocturnos explicándole detalladamente cómo se utilizaban.

—Sobre todo no los dirijas hacia una fuente de luz intensa —le advirtió—. Son tanto más prácticos cuanto más oscura es la noche.

—Los franceses nunca dejaréis de asombrarme —admitió el
imohag
agitando la cabeza con gesto de asombro—. ¡Nunca! ¿Estás seguro de que esos mercenarios también los usan?

—Para un profesional estos prismáticos son hoy en día casi tan necesarios como un arma.

—Me alegra saberlo… —Le estrechó la mano con fuerza—. Ahora es mejor que os marchéis —dijo—. ¡Gracias por todo!

A los pocos minutos el helicóptero se había perdido de vista, momento en el que Gacel cargó sobre los tres únicos dromedarios que aún continuaban sanos cuatro de las moribundas cabras, para emprender, con paso vivo, el camino hacia las lejanas montañas.

Sabía que allí tendría que librar una difícil batalla, pero empezaba a tener una clara idea de cómo plantearla.

–N
o puede habérselo tragado la tierra.

—Pues lo parece. La última vez que le vieron rondaba cerca del Antonov que despegó hace una hora, por lo que imagino que debe de estar volando rumbo a Libia.

—¿Y nadie le vio subir?

Bruno Serafian se encogió de hombros dando a entender que no tenía la más mínima idea.

—Tanto los coches como los camiones estaban abiertos y con las llaves puestas con el fin de embarcarlos. Probablemente se escondió en cualquiera de ellos.

Alex Fawcett hizo un leve gesto de contrariedad, pero pareció comprender que de momento no había mucho que hacer al respecto.

—¿A cuántos hombres has enviado a Libia? —quiso saber.

—A tres.

—Avísales para que comprueben si ese cretino aparece por allí. ¿Cuándo te marchas?

—Mañana por la tarde. En cuanto se haya ido el último de tus aviones aterrizará un Hércules que habrá salido muy temprano de Angola. En él viajan los refuerzos que necesito. —El siempre mugriento Mecánico se aproximó al mapa y señaló con el índice un punto muy concreto—. Esa noche nos dejará caer sobre las montañas para volver a recogernos dentro de cuatro días. Si hemos conseguido rescatar a los rehenes, los llevaremos de vuelta a Europa. En caso contrario regresaremos a Angola.

—¿Por qué Angola?

—Allí nadie hace preguntas. Hay una guerra civil, y están demasiado ocupados matándose los unos a los otros… Luego, dentro de tres o cuatro meses, me ocuparé del «Consejo de Ancianos».

—Espero que no haya más problemas, pero en todo caso ya conoces mi modo de pensar con respecto a los rehenes: o todos libres, o todos muertos.

—No tienes por qué preocuparte.

—Tengo mucho por qué preocuparme y lo sabes mejor que nadie —le contradijo el inglés—. Siempre he confiado en ti, pero siempre he desconfiado de esos malditos tuaregs. En el desierto se mueven como pez en el agua.

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