Los ojos del tuareg (21 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—Ése es tu problema, no el mío… —dijo—. Ya he hecho bastante con sacarte del campamento.

—Pero es que eso está en mitad de la nada —protestó su acompañante.

—Lo sé, pero por aquí suelen pasar caravanas de sal que se dirigen al sur. Por unos cuantos francos te llevarán hasta algún lugar más o menos civilizado.

—¡Menudo panorama…!

—Recuerda que eres tú quien se lo ha buscado. ¿Quién te mandó meterte en camisa de once varas?

—Nadie, pero ante todo soy periodista. Y cuando un auténtico periodista se enfrenta a una historia que debe ser contada, su obligación es contarla.

—¡Pues cuéntala, hijo! ¡Cuéntala! Pero no te lamentes si para contarla tienes que pasar tres días en lo alto de un camello rodeado de panes de sal y bajo un sol que raja las piedras. —Se volvió para mirarle una vez más de reojo e insistir con manifiesta mala fe—. Aparte de que no sé qué coño quieres contar si nadie te lo va a publicar…

Alguien lo publicará, puedes estar seguro.

—En ese caso decídete: ¿te quedas aquí, o te dejo más adelante arriesgándote a morir de sed en mitad del desierto?

—Me arriesgo.

Nené Dupré agitó una y otra vez la cabeza con gesto de profundo pesimismo.

—La verdad es que eres mucho más tonto de lo que pareces… —musitó—. ¿No se te ha pasado por la cabeza la idea de que puedo haberme puesto de acuerdo con Fawcett para dejarte abandonado en un lugar en el que no te encontrarían en años?

—Sí que se me ha pasado —reconoció el periodista—. Es lo primero que se me ha pasado…

—¿Entonces?

—No tienes pinta de asesino.

—¿Y qué pinta tienen los asesinos…? —casi se enfureció el francés—. ¿Cuántos asesinos has visto en tu vida, y en qué se les nota que se dedican a matar gente? Los únicos asesinos con cara de asesinos que conoces son actores de cine que siempre hacen de gánsteres, y que en cuanto aparecen en la pantalla ya sabes que intentan estrangular a la chica… —Optó por encogerse de hombros como si reconociera su total impotencia—. Al fin y al cabo se trata de tu vida —sentenció.

El resto del viaje lo hicieron en silencio, limitándose a admirar un paisaje que iba ganando en grandiosidad, puesto que algunas de las doradas dunas casi fosilizadas superaban los doscientos metros de altura con un juego de luces, sombras y curvas tan pronunciado que en ocasiones semejaban un plácido campo de doncellas gigantes totalmente desnudas.

Cuando al fin dejaron atrás el río de dunas para adentrarse en una extensísima llanura pedregosa, hicieron su aparición en el horizonte las negras siluetas dentadas de una minúscula cadena montañosa, por lo que Nené Dupré desvió el rumbo hacia el sudoeste y a los pocos minutos indicó un punto oscuro que destacaba a unos diez kilómetros de distancia.

—Allí está el pozo —dijo—. Y aquí te quedas tú.

En cuanto comenzaron a descender, tanto el pozo y sus palmeras como las lejanas montañas desaparecieron del campo visual, por lo que el austriaco se alarmó al comprender que iba a quedarse absolutamente solo en mitad de una llanura tan plana como una mesa recalentada por el sol, y sin el más mínimo horizonte en cualquiera de las direcciones que mirase.

—¡Jesús! —no pudo por menos que exclamar.

—Siempre he odiado tener que decir eso de «te lo advertí»… —le hizo notar Nené Dupré—. Pero lo cierto es que te lo advertí… —De la parte posterior del aparato extrajo una pequeña mochila a la que se encontraba sujeta una cantimplora llena de agua—. Con esto podrás sobrevivir un par de días, pero si por la mañana no he vuelto dirígete hacia donde se pone el sol y en dos o tres horas habrás llegado al pozo.

—¿Es que piensas dejarme aquí toda la noche?

—Nunca se sabe.

—¿Y las fieras?

—¿Fieras? —Se asombró el piloto—. ¿Qué fieras? ¿Realmente crees que existe alguna fiera tan estúpida como para vivir en este lugar?

Hans Scholt dirigió una larga mirada a su alrededor, se percató una vez más de su abrumadora desolación, y acabó por negar con un gesto.

—¡No! La verdad es que no creo que ni la más misógina de las lagartijas se decidiera a vivir aquí… Pero procura volver esta misma tarde.

—Eso ya no depende de mí… ¡Suerte!

Cuando unos minutos más tarde el helicóptero se alejó de donde se encontraba, el austriaco se vio obligado a realizar un sobrehumano esfuerzo para no echarse a llorar.

En cuestión de horas había pasado del entusiasmo de imaginar que tenía un increíble éxito profesional al alcance de la mano, a encontrarse sin trabajo y expuesto a morir de la forma más aterradora posible.

Nadie nunca se sintió tan solo como se sentía él en mitad de «la Nada». Durante unos minutos permaneció tan inmóvil como una estatua, profundamente abatido y desconcertado, pero al fin recogió del suelo la mochila, se la echó al hombro y casi instintivamente se encaminó hacia el lugar por el que estaba a punto de desaparecer el helicóptero.

Nené Dupré no necesitó mirar atrás con el fin de comprobar que aquello era exactamente lo que el periodista haría, puesto que era lo que sin duda él mismo hubiera hecho en idénticas circunstancias.

Puede que aquel mísero pozo envenenado y sus tres escuálidas palmeras no significasen nada en la inmensidad del Teneré, pero constituían el único punto de referencia, la única sombra y la postrer esperanza de salvación para quien se encontrara en cientos de kilómetros a la redonda.

Lo observó desde lo alto, se reafirmó en la idea de que tan sólo un puñado de tuaregs desesperados serían capaces de sobrevivir en semejante lugar, y experimentó una indescriptible sensación de alivio al distinguir la figura de Gacel Sayah sentado bajo la mayor de las palmeras.

Se posó muy cerca de los tres vehículos que lanzaban metálicos destellos bajo el sol de media tarde para aproximarse al beduino llevando en las manos dos latas de refresco muy frías:


¡Aselam aleikum!
—le saludó—. Humildemente solicito tu hospitalidad.


¡Metulem metulem!
—fue la conocida respuesta—. Los amigos siempre son bien recibidos. ¿Qué nuevas me traes?

—Pocas y malas.

Se sentó junto a él, bebieron en silencio y cuando hubieron concluido le puso al corriente de los últimos acontecimientos para concluir:

—«Oficialmente» han dejado las negociaciones en mis manos, pero tengo la casi absoluta seguridad de que alguien más va a intervenir.

—¿Por la fuerza?

—¿De qué otro modo si no?

—¿Quién?

—Un grupo de ex mercenarios que suelen realizar trabajos sucios para los organizadores. Tipos duros, peligrosos y sin escrúpulos.

—¿Cuántos?

—Quince o veinte quizá… Normalmente suelen ser siete u ocho, pero como aún no han actuado imagino que están esperando refuerzos, y a que la totalidad de los coches y corredores se encuentren ya en Libia.

—¿Cómo vendrán?

—Por el aire imagino. En helicóptero, o más probablemente dejándose caer de noche en paracaídas.

—¿Se dirigirán directamente aquí?

—Lo dudo. Saben tan bien como yo que los rehenes se encuentran en algún lugar de las montañas y aquí no se les ha perdido nada. O mucho me equivoco o lo más probable es que ataquen allí.

—¿Cuándo?

—Imagino que mañana por la noche.

El
imohag
permaneció unos instantes, meditabundo, y por último inquirió:

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué te pones de mi parte dándome toda esa información en contra de tus amigos?

—Esos tipos no son mis amigos… —fue la sincera respuesta—. Nunca lo han sido, ni nunca lo serán. Ya te dije que mi intención es resolver este asunto sin derramamiento de sangre, pero tengo la impresión de que a ellos no les importa que corra con tal de acabar con el problema de una vez por todas. Si los rehenes mueren se limitarán a hacer unas cuantas fotografías y entregárselas a la prensa como prueba irrefutable de que «unos desalmados bandidos» asaltaron, robaron y asesinaron a unos inocentes deportistas que ningún daño les habían hecho.

—Pero ésa no es la verdad.

—Será «su verdad» y no creo que dejen con vida a quien pueda ofrecer una versión diferente. Oficialmente los organizadores alegarán que hicieron cuanto estaba en sus manos, contrataron a los mejores profesionales y no escatimaron medios ni dinero con el fin de rescatar a los rehenes, pero que por desgracia llegaron demasiado tarde debido a que una pandilla de salvajes beduinos no estaba interesada más que en robar y asesinar… —Nené Dupré esbozó una leve sonrisa de tristeza—. Ellos manejan la prensa, y a ti nadie te escuchará. El único que estaba dispuesto a hacerlo está allí, solo en mitad del desierto.

—¿Es a ese al que has dejado?

—¿Cómo sabes que he dejado a alguien?

—Tu aparato apareció en el horizonte, luego descendió y tardó varios minutos en volver a emerger nuevamente. La única explicación posible es que aterrizaras para dejar a alguien.

—Está claro que tienes una vista de águila y no se te escapa nada. ¿No has pensado que podría haber traído a algún enemigo?

—No.

—¿Por qué?

Ya te dije que los tuaregs entendemos poco de máquinas pero mucho de hombres.

—Pero aun así ni siquiera has demostrado curiosidad por saber quién era mi pasajero.

—Esperaba que tú me lo dijeras.

—Continúas sorprendiéndome.

Gacel Sayah hizo un gesto hacia la mayor de las
jaimas
.

—Aún tengo otra sorpresa… ¡Mira allí! El piloto se puso en pie, se encaminó al punto indicado, observó el interior, se inclinó a comprobar el estado del durmiente, y al regresar su rostro mostraba la magnitud de su preocupación.

—Tiene mucha fiebre —dijo—. Y creo que las heridas se le están infectando.

—Yo también lo creo, pero no puedo hacer nada —le hizo notar el beduino—. ¿Le conoces?

El otro asintió con un gesto.

—Es Pino Ferrara. Si mal no recuerdo ha participado en la carrera en dos o tres ocasiones. Un buen muchacho y un excelente piloto.

—Asegura que su padre es muy importante.

—Por lo que tengo entendido, lo es.

—Ha hablado por teléfono con él y está convencido de que puede hacer que me entreguen al que envenenó el pozo… ¿Tú qué opinas?

Nené Dupré meditó largo rato la respuesta, y no hacía falta conocerle a fondo para comprender que cada vez se sentía más inquieto por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Al fin se encogió de hombros al replicar:

—Poco importa lo que yo opine o deje de opinar. Lo que importa es que este asunto cada vez se está complicando más, y que si ahora intervienen los amigos del comendatore Ferrara las cosas se nos pueden ir de las manos.

—Que yo sepa, en estos momentos no están en manos de nadie… —le hizo notar Gacel—. Te han elegido como interlocutor, pero no traes ni una sola propuesta digna de ser tenida en cuenta.

—Me han autorizado a ofrecerte un millón de francos por olvidarte del asunto.

—Nunca he oído hablar de una memoria en venta. La memoria acompaña a los seres humanos hasta su tumba, y no existe jabón, por costoso que sea, que pueda lavar los recuerdos.

—Es tan sólo una forma de hablar… —aclaró el piloto—. ¿Te das cuenta de lo que puedes hacer con un millón de francos?

—¡Naturalmente…! Vivir el resto de mi vida como un secuestrador que aceptó un rescate. Mi familia ya no será la familia de Gacel Sayah, el mayor héroe de mi raza, sino una familia de bandidos de los que hasta el último tuareg tendría que avergonzarse…

—No me refería a eso.

—¿A qué entonces? —quiso saber el
imohag
—. ¿A las cosas que podría comprar con todo ese dinero? Los nómadas odiamos las cosas, puesto que cada objeto, por valioso que sea, se convierte un engorro a la hora de viajar. Nos llaman «Los Hijos del Viento», y tal vez sea porque el viento tampoco ama las cosas: las empuja, las destruye o las abandona, pero jamás se queda con ellas.

—¿Cómo puedo en ese caso negociar contigo…? —se lamentó el francés, que a cada minuto que pasaba se sentía más y más abatido—. Dame una pista que me permita averiguar qué es lo que quieres.

—No necesitas pistas… —le recordó Gacel Sayah—. Siempre he dicho muy claro qué es lo que quiero.

—Deberías ofrecerme otras opciones.

—¿«Opciones»? —La pregunta tenía mucho de asombro—. ¿A qué clase de «opciones» te refieres? ¿Acaso imaginas que soy un vendedor de alfombras que regatea el precio de su mercancía? Yo no vendo alfombras. Yo no vendo nada. Yo estoy exigiendo justicia y creo que quedamos de acuerdo en que con la justicia no caben componendas.

—¿Prefieres enfrentarte a los mercenarios?

—Mi padre se enfrentó a todo un ejército.

—¿Y ésa es tu única meta? ¿Emular a tu padre y conseguir que te maten como le mataron?

—¿Y por qué no? ¿Qué futuro les espera a los tuaregs más que el de desaparecer con honor?

—Eso, perdona que te diga, es una de las mayores tonterías que he oído nunca… —puntualizó el piloto con absoluta naturalidad—. Tu pueblo ha sido un pueblo temido, respetado y admirado a través de la historia. Forma incluso parte de la leyenda, y se ha escrito casi tanto sobre sus epopeyas en el desierto, como sobre la de los espartanos de Grecia o los sioux de Norteamérica… Ha bastado con que su «Consejo de Ancianos» decida que los coches no deben pasar por sus territorios, para que la carrera se interrumpa. Y eso significa que aún tiene un peso específico en esta parte del mundo.

—No me habías dicho nada sobre esa decisión del «Consejo de Ancianos».

—Me enteré ayer. Al parecer Turki Al Aidieri se puso abiertamente de tu lado e influyó de un modo decisivo en el acuerdo final.

—¿Turki,
el Guepardo
? —se sorprendió Gacel Sayah—. Imaginaba que había muerto.

—Está muy viejo, pero tengo la impresión de que aún dará bastante guerra.

—Siempre la dio.

—Pues si él, con casi noventa años, aún demuestra ese coraje, no entiendo por qué razón tú, que debes ser casi cuatro veces más joven, consideras que todo está perdido. ¿Acaso no pertenecéis a la misma raza o es que en el paso de dos generaciones os han debilitado tanto?

—Eres muy astuto… —fue la áspera respuesta—. Astuto y retorcido, pero lo cierto es que me alegra saber que mi actitud ha servido para que parte de mi pueblo reaccione y haga un frente común contra esa estúpida carrera. Tal vez el siguiente paso sea hacer de igual modo un frente común contra esa pandilla de sinvergüenzas que nos gobiernan, y amanezca un día en que los
imohag
podamos tener nuestro propio país, con nuestras propias leyes y nuestras propias costumbres.

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