Los ojos del tuareg (29 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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En un principio le sorprendió que sus enemigos, que habían demostrado poseer una magnífica puntería, hubiesen fallado en esta ocasión blancos supuestamente fáciles, pero no tardó en lanzar un reniego al comprender que cada herido que se desangraba o tenía fiebre consumía muchísima más agua que un hombre muerto.

—¡Cabrones!

La primera claridad del día le había permitido descubrir, además, que los cadáveres que habían atraído la atención de buitres, hienas y chacales no pertenecían, tal como habían imaginado, a los cautivos que venía buscando, sino tan sólo a cuatro tristes cabras hábilmente colocadas en puntos de difícil acceso, y ello le obligó a reconsiderar una vez más la idea de que estaba siendo víctima de un diabólico plan perfectamente estructurado.

Los beduinos les habían permitido conquistar su fortaleza pero el precio que había tenido que pagar se le antojaba excesivo, sobre todo teniendo en cuenta que dicha «fortaleza» no era más que un desolado montón de piedras calcinadas por el sol e infestada por una apestosa legión de bestias carroñeras que no paraban de pulular de un lado para otro.

—¡La madre que los parió!

—¿Qué ocurre ahora?

—Que empiezo a sospechar que lo que esos piojosos pretenden es que nos pasemos el día subiendo y bajando por las quebradas, rebuscando paso a paso por entre tanto vericueto, acojonados, sudando a mares y gastando energías, mientras se dedican a dormir plácidamente convencidos de que ni en un mes seríamos capaces de descubrir dónde coño se esconden.

Yo haría lo mismo —reconoció con absoluta honestidad Sam Muller—. ¿Para qué diablos necesitan liarse a tiros sabiendo que les superamos en número y nos sobran balas, cuando lo que tienen que hacer es obligarnos a consumir un agua de la que carecemos?

—¿Y es por eso por lo que se han limitado a herirnos evitando matarnos?

—Evidente.

—¡Si serán malnacidos…! —Al armenio casi le rechinaban los dientes a causa de la mal contenida furia—. Prefieren acabar con todos a la vez matándonos de sed, que uno por uno a base de balazos.

—¡Son listos! —se vio en la necesidad de reconocer el sudafricano que continuaba mostrándose tan flemático como siempre—. ¡Tan puñeteramente listos que han sido capaces de llevarnos a un callejón sin salida!

—¿Realmente crees que no hay salida? —quiso saber el mayor de los hermanos Mendoza que había sido atento testigo de la conversación sentado en el fondo de una alta cueva de ancha entrada en la que el grueso del grupo había buscado momentáneo refugio.

—Me temo que sí —fue la inequívoca respuesta—. Un hombre puede enfrentarse al hambre, la fatiga, el miedo e incluso a un enemigo infinitamente superior en número y armamento. Con un par de huevos y mucha suerte, quizá consiga salir adelante en las circunstancias más jodidas, pero hay algo contra lo que ningún ser viviente ha sido nunca capaz de luchar: la sed. Las bestias más resistentes y las civilizaciones más poderosas desaparecieron de la faz de la tierra en cuanto les faltó el agua. O mucho me equivoco, o eso es lo que está a punto de sucedernos, aquí y ahora.

—Si racionamos la que nos queda aún estamos en condiciones de resistir —masculló puntilloso
el Mecánico
, que continuaba sintiéndose responsable del previsible desastre que les amenazaba—. Éste es el momento de echarle cojones al asunto.

—Yo sé muy bien cuándo tengo que echarle cojones a algo —replicó su interlocutor al tiempo que hacía un amplio gesto indicando al grupo de heridos que aparecía desperdigado por el suelo de la caverna—. Presumo de tenerlos bien puestos, porque de lo contrario no estaría en este negocio, pero me consta que unos hombres que están perdiendo sangre y que dentro de un par de horas sudarán a mares se deshidratarán a marchas forzadas.

—Aquí no hace demasiado calor —le hizo notar Julio Mendoza.

—¡De momento…! —admitió el otro—. Pero fíjate en la entrada; se encuentra orientada al sur, lo cual quiere decir que muy pronto el sol se colará hasta tus mismos pies y seguirá así hasta convertir este lugar en un horno. ¿Qué pasará entonces?

—Con amigos así, ¿quién necesita enemigos? —intervino en tono quejumbroso el menor de los Mendoza al que se le advertía absolutamente agotado—. A tu lado hasta los buitres parecen cachondos. ¿Te han dicho alguna vez que más que un mercenario pareces un ave de mal agüero?

El número «Uno» asintió con un leve ademán de cabeza:

—Siempre que advierto con antelación de algún tipo de peligro que otros se empeñan en no querer ver cuando aún se está a tiempo de solucionarlo.

—Y según eso, ¿qué deberíamos hacer? —quiso saber el armenio—. ¿Bajarnos los pantalones y permitir que nos den por el culo de una vez por todas?

Sam Muller negó con un gesto.

—Intentar negociar de igual a igual antes de que sea demasiado tarde. Una cosa es estar derrotado, y otra muy distinta saber que no se puede ganar, que es lo que nos está ocurriendo a nosotros. Y una cosa es haber vencido, y otra saber que no se puede perder, que es lo que les sucede a ellos. En ajedrez eso se considera el momento justo de ofrecer tablas. A mi modo de ver éste es ese momento justo de llegar a un acuerdo beneficioso para todos.

—Yo nunca me he dado por vencido.

—Yo sí, especialmente cuando lo que están en juego son vidas humanas frente a intereses económicos que la mayor parte de las veces ni nos van ni nos vienen. No está en juego nuestra patria, ni nuestra familia, ni tan siquiera nuestro honor. Lo que está en juego es la posibilidad de que el año que viene unos cuantos tipos muy listos se forren de nuevo a base de convencer a unos cuantos tipos muy tontos para que se sientan héroes correteando como ladillas locas por el desierto.

—¡No son «ladillas locas»! —protestó de inmediato
el Mecánico
—. Son muchachos sanos, fuertes y valientes con ganas de vivir aventuras y conocer el mundo.

—¿Conocer el mundo a más de cien por hora y rodeados de nubes de polvo…? —se asombró su oponente—. A mi modo de ver, ésa no es forma de conocer nada. Quien quiera conocer África, o cualquier otro lugar, tiene que tomárselo con calma, paso a paso, y dejando transcurrir las horas fijándose en cada detalle o hablando con sus gentes. El mundo no es tan sólo un paisaje; es cultura y seres humanos.

—Nunca imaginé que tuvieras alma de filósofo —ironizó Julio Mendoza.

—Los de nuestro oficio no podemos tener alma de filósofos. Incluso se supone que ni siquiera podemos tener alma, pero eso no significa que seamos estúpidos. —El sudafricano encendió sin prisas un cigarrillo al tiempo que dedicaba una nueva mirada al grupo de heridos que le escuchaba en silencio para concluir en su parsimonioso tono de siempre—: Y sigo convencido de que morir por esta «noble causa» es una de las mayores estupideces que nadie podría cometer.

—¡En eso estoy de acuerdo!

—¡Y yo!

—¡Y yo!

Bruno Serafian pareció escandalizarse al inquirir:

—¿Realmente me estáis pidiendo que negociemos?

—Y ¿por qué no? ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—¡Pero es que si negociamos vamos a quedar como una mierda! —protestó el armenio—. ¡Como una auténtica mierda!

—Y eso es lo que somos —replicó el hombre del torniquete en la pierna—. Mierdas que matan por dinero, y que únicamente en las malas películas se regeneran a base de realizar un acto heroico… —Se golpeó levemente la ensangrentada venda al añadir—: Este operativo estuvo pésimamente planteado desde el primer momento, y éste es el resultado. Más vale admitir un fracaso que lamentar un desastre.

—¿Alguien más está de acuerdo…?

—Aquí empieza a hacer calor y tengo sed —señaló una voz anónima.

—Y a mí me jodería cantidad servirle de merienda a los buitres.

El Mecánico
observó con atención a la desmoralizada tropa, pareció llegar a la conclusión de que ninguno de aquellos rudos hombres de armas se mostraba en absoluto dispuesto a realizar un acto heroico más propio de las malas películas que de la auténtica catadura moral lógica en una pandilla de aventureros a sueldo, y concluyó por encogerse de hombros evidenciando su desinterés por el asunto.

—¡De acuerdo! —dijo—. Intentaré parlamentar.

El herido en la pierna señaló con un gesto hacia Sam Muller al comentar seguro de lo que decía:

—Será mejor que sea él quien lo intente.

—¿Y eso por qué?

—Lo que ahora necesitamos es un buen negociador que sepa regatear. Él es más dialogante que tú, y a los árabes les encanta regatear.

—Éstos no son árabes. Son tuaregs.

—Aún no he aprendido a diferenciarlos, aunque tampoco creo que existan grandes diferencias. —El tono de voz cambió intentando volverse persuasivo—. ¡Hazme caso! —pidió—. ¡Deja que vaya Sam!

El armenio recorrió con la vista los rostros de los presentes y lo que vio en sus ojos le llevó al convencimiento de que la mayor parte estaba de acuerdo con la propuesta, por lo que optó por encogerse de hombros por segunda vez en muy corto espacio de tiempo:

—¡No se hable más! —dijo—. Lo dejo en sus manos.

—Pero es que yo no he solicitado tal honor —protestó el sudafricano—. Y de hecho no tengo el menor interés en convertirme en negociador.

—Eres el más capacitado.

—¿Quién lo ha dicho?

—¡Oh, vamos…! —estalló fuera de sí Julio Mendoza—. ¡No es momento de discutir bobadas! Te pedimos, y si lo prefieres, «te suplicamos», que intentes convencer a esos «miserables piojosos» a los que pensábamos aniquilar sin despeinarnos, de que estamos dispuestos a bajarnos los pantalones a cambio de un poco de agua.

—¿Por qué será que todo el que va a la guerra lo hace convencido de que la va a ganar sin despeinarse, pero acaba siempre bajándose los pantalones? —masculló Sam Muller como si hablara para sus adentros—. Haré lo que pueda —añadió—. ¿Alguien ha tenido la precaución de traer una bandera blanca?

—El sarcasmo no sirve de ayuda… —le hizo notar Bruno Serafian—. Y te recuerdo que al fin y al cabo la idea es tuya.

—Y como mía la defenderé… —El sudafricano extrajo del bolsillo posterior de su pantalón un sucio y arrugado pañuelo para anudarlo cuidadosamente al cañón de su arma y encaminarse con paso decidido a la salida al tiempo que comentaba con un cierto tono humorístico—: Al menos confío en que tengan una idea de lo que significa una bandera blanca y no me vuelen la cabeza antes de haber abierto el pico…

Salió al violento sol de la mañana agitando al aire su improvisada bandera, y de inmediato uno de los heridos inquirió dirigiéndose al armenio:

—¿Crees que le escucharán?

—No lo sé —replicó el aludido—. Lo único que sé es que ahora deberíamos quedarnos quietos y callados con el fin de no malgastar energías, porque al fin y al cabo, aquí la energía es siempre agua.

Se sumieron por tanto en una especie de pesado abotargamiento al que contribuía en gran medida un bochorno que se hacía más y más intenso a medida que avanzaba la mañana, hasta el punto de que llegó un momento en que hubiera sido difícil imaginar que en el interior de aquella silenciosa caverna intentaban sobrevivir una docena de desesperados seres humanos que sudaban a mares.

Sam Muller sabía muy bien que ese sudor se convertiría a partir de aquel momento en su peor enemigo, y por ello a la hora de adentrarse en el laberinto de piedra y roca lo hizo muy lentamente y buscando siempre las sombras, con la blanca bandera alzada y la mirada atenta a las alturas, temiendo por igual que el enemigo decidiera no dar la cara, o que lo hiciera de pronto disparándole a quemarropa.

Recorrió más de un kilómetro sin distinguir ni a un solo ser viviente, rechazó la idea de encender un cigarrillo convencido de que contribuiría a secarle aún más la garganta, y empezaba a perder toda esperanza de obtener algún resultado positivo en su penoso deambular, cuando una autoritaria voz resonó a sus espaldas.

—¡Deja el arma en el suelo!

Obedeció para volverse muy despacio y observar al hombre alto, vestido con un largo
jaique
de color azul y que se cubría el rostro con un velo, que le apuntaba con un moderno rifle de mira telescópica.

De dónde había salido y cómo era posible que se encontrara allí sin que un profesional tan experimentado como él lo hubiera advertido era algo que jamás lograría comprender, pero en aquellos momentos de lo único que se preocupó fue de alzar los brazos mostrando a las claras que se encontraba indefenso.

—¡Vengo en son de paz! —se apresuró a indicar.

—¡Ya me he dado cuenta! ¿Qué quieres?

—Parlamentar.

Gacel Sayah meditó apenas un instante para hacer un gesto indicando que se encaminara al punto en que un saliente de rocas ofrecía una pequeña sombra bajo la que tomar asiento.

—¿Tú dirás? —indicó.

—Queremos poner fin a este insensato enfrentamiento… —comenzó con su calma de siempre el sudafricano—. Con un poco de buena voluntad se puede conseguir que nadie más continúe sufriendo.

—¿Cuál es tu propuesta?

—Paz a cambio de agua.

—No tenemos mucha agua.

—Nos conformamos con la suficiente para sobrevivir hasta que llegue el avión que debe recogernos.

—¿Y quién me garantiza que a partir de ese momento no se reanudarán las hostilidades? —quiso saber el tuareg.

—Es lo que he venido a discutir. Si alcanzamos un acuerdo sobre las garantías, todos saldremos ganando.

—¿Cuándo tiene que llegar ese avión?

—Pasado mañana.

—¿Y cómo sé que no os trae refuerzos?

—No puedes saberlo, porque ni siquiera yo lo sé —admitió con total honestidad Sam Muller—. Pero me consta que no resulta fácil reclutar con rapidez gente dispuesta a venir a un lugar como éste. —Alzó las manos con las palmas hacia arriba en lo que cabría interpretar como un ademán de fatiga o impotencia—. Lo único que queremos es largarnos de aquí cuanto antes —dijo—. Ésta no es una misión por la que merezca la pena continuar derramando sangre.

Gacel Sayah meditó unos instantes, clavó los ojos en los de su interlocutor, y por último inquirió secamente:

—¿Por qué matasteis al muchacho?

—Yo no lo maté y puedes creerme que de haber sabido lo que iba a ocurrir, lo hubiera impedido, pero me cogió por sorpresa.

—Ya me di cuenta. ¿Fue tu jefe el que lo hizo?

Ante el mudo gesto de asentimiento el
imohag
insistió:

—¿Es ese al que llaman
el Mecánico
?

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