Los ojos del tuareg (30 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

BOOK: Los ojos del tuareg
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—¿Cómo lo sabes?

—Sé muchas más cosas de las que imaginas… —sonrió bajo el velo por lo cual el otro no pudo advertirlo—. Gracias a eso, estás intentando concertar «una paz honrosa» un día antes de verte obligado a aceptar una rendición incondicional.

—Nunca nos rendiríamos sin luchar.

Gacel Sayah tardó de nuevo en responder, se apoyó en el muro de piedra, observó largamente a su interlocutor y por último puntualizó remarcando mucho las palabras:

—Os rendiríais y tú lo sabes. Sin agua, mañana, a estas horas ni siquiera podríais ordenar a vuestras propias manos que empuñaran un arma.

—Es muy posible.

—Es seguro. Los tuaregs sabemos mucho sobre los efectos de la sed, y por eso no nos gusta que ni aún el peor de nuestros enemigos sufra lo que es sin duda la más terrible de las muertes. —Apuntó a su oponente con el dedo—. Ten por seguro que en cualquier otra circunstancia jamás accedería a parlamentar. Os pasaríamos a cuchillo sin contemplaciones, pero las leyes de mi pueblo son muy estrictas a ese respecto. Se debe usar la sed como arma, pero no se debe llevar al extremo de matar con ella.

—Se me antoja muy justo —admitió el sudafricano—. Nadie merece sufrir de esa manera.

—Cientos de tuaregs han muerto de sed desde el ya muy lejano día en que decidimos establecernos en el desierto. Mucho hemos padecido por su causa y debido a ello la mayor parte de nuestras más antiguas normas de conducta se rigen sobre la base de que nadie debe pasar por eso si está en nuestras manos evitarlo.

—Es una noble forma de ver la vida.

—¡No intentes darme coba! No es necesario. La tradición me exige que me muestre benévolo e intente llegar a un acuerdo. Si me ofreces suficientes garantías os ayudaré a sobrevivir.

—¿Qué clase de garantías?

—En primer lugar, necesito un documento por el que se reconozca que fuisteis vosotros los que matasteis a ese muchacho cuando lo habíamos dejado en libertad.

—¿Podemos decir que se trató de un error?

—Podéis decir lo que os apetezca, siempre que admitáis que la responsabilidad es únicamente vuestra.

—De acuerdo.

—¿Lo aceptará
el Mecánico
?

—Si no lo acepta lo firmaremos otro compañero y yo como testigos. ¿Qué más?

—Entregad las armas.

—¿Todas las armas? —se escandalizó Sam Muller—. ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo?

—Naturalmente.

El otro negó convencido.

—Eso nunca lo haremos. Quedaríamos a vuestra merced. Lo que podemos hacer es entregar parte de las armas, pero conservando las suficientes como para defendernos en caso de ataque.

—¿De verdad imaginas que estaríamos tan locos como para intentar atacaros?

—Después de lo que he visto, me lo creo todo. Si no estuvierais locos nunca se os hubiera ocurrido empezar todo este asunto.

—Nosotros no lo empezamos.

—¡Cierto! Pero también es cierto que podríais haber evitado que se enconase aceptando una compensación. Nadie me quita de la cabeza que quien le da más valor a una mano muerta que a un millón de francos está más loco que una cabra.

—El dinero no lo es todo.

—Pero una mano muerta es mucho menos.

—Depende de cómo se mire.

Yo no puedo verlo más que de una forma; cortar esa mano no es más que un vano intento de acallar tu orgullo, y me parecería muy bien si no arrastrase tras sí tantos problemas como ha arrastrado, ni provocase tantas muertes como ha provocado.

—En eso estoy de acuerdo —admitió el
imohag
provocando la perplejidad de su oponente—. No hay nada en todo este estúpido asunto que justifique la muerte de un ser humano.

—Me alegra oírlo, ya que eso es lo que he venido diciendo desde el primer momento. —El sudafricano hizo un leve gesto hacia la
girba
que el beduino había dejado a la sombra—. ¿Puedo…? Tengo la boca llena de arena.

El otro hizo un leve gesto de asentimiento y, cuando al fin se sintió satisfecho, Sam Muller lanzó un sonoro suspiro de alivio al exclamar:

—¡Dios bendito! ¡Personalmente nunca me había dado cuenta de la increíble importancia que tiene el agua! Quizá resultaría interesante que los gobiernos de los países ricos obligasen a sus ciudadanos a pasar sed un par de días al año para que aprendieran a valorar lo que tienen. Pero continuemos… —añadió—. Supongamos que estamos de acuerdo en entregar la mitad de nuestras armas y municiones. ¿Qué más quieres?

—Un rehén.

Sam Muller le observó horrorizado.

—¿Otro?

—Uno muy especial, que sirva para eliminar todas nuestras dudas sobre la eventualidad de un nuevo ataque.

—¿No estarás pensando en…?

—…
el Mecánico
. —La respuesta vino acompañada con un asentimiento de cabeza—. ¡Exactamente!

—¡No jodas!

—Es una propuesta justa.

—Es nuestro jefe.

—Razón de más… —le hizo notar el beduino—. Si es el jefe parece lógico que tenga un especial interés en salvar a sus hombres, y por lo tanto no creo que dude a la hora de sacrificarse.

—Creo que no estás viendo las cosas desde el ángulo apropiado —le hizo notar Sam Muller con un cierto tono irónico en la voz—. Tal vez un heroico capitán del ejército se sacrificaría por sus pobres soldados de reemplazo, pero dudo que un jodido jefe de jodidos «soldados de fortuna» esté dispuesto a hacerlo.

—Pues míralo tú desde este otro ángulo… —le hizo notar a su vez Gacel Sayah—. Tal vez unos pobres soldados de reemplazo nunca sacrificarían a su heroico capitán, pero unos jodidos «soldados de fortuna» es muy posible que estén dispuestos a sacrificar a su jodido jefe.

El sudafricano no pudo evitar lanzar una corta carcajada pese a encontrarse en peligro de muerte y en pleno corazón del Teneré.

—¡Qué condenadamente listo eres! —exclamó—. ¿Me estás proponiendo que traicionemos a Bruno Serafian…?

—Te estoy proponiendo que le ofrezcas una alternativa justa y, que si no la acepta, le empujéis a aceptarla. —Abrió los brazos en un ademán en verdad expresivo—. De no hacerlo, mañana a estas horas os estaréis matando los unos a los otros por un sorbo de agua.

—¿Y qué le pasará si te lo entregamos?

—En cuanto todo esto acabe y mi familia se encuentre a salvo, lo dejaré marchar.

—¡La leche…! —no pudo por menos que lamentarse casi cómicamente el otro—. ¡Hay que ver cómo se están complicando las cosas!


«Para el estúpido el todo le nace de la nada, y para el inteligente, el todo se convierte en nada…»
—señaló Gacel—. Es un dicho nuestro que viene a significar que los problemas crecen o desaparecen según quién los encare.

—Pues a mí me están creciendo más de la cuenta… —Sam Muller hizo una corta pausa para inquirir como si tuviera interés en desviar el curso de la conversación—. Por cierto, ¿cómo se encuentran los rehenes?

—Supongo que bien.

—¿Cómo que lo supones? —se sorprendió el otro—. ¿Es que no estás seguro?

—Hace dos días que no los veo, pero las mujeres los cuidan y tienen agua y comida.

—¿Pensabas matarlos?

—Sí.

—¿Continúas pensándolo?

El nómada negó y su voz sonaba sincera:

—La muerte de Mauricio Belli me ha hecho cambiar de idea.

—¿Y qué pasará con la famosa mano?

—Nada. La vida de Milosevic no vale lo que un dedo del muerto. Ahora lo sé, y también sé que esa muerte es una losa sobre mi conciencia, pero no puedo hacer que las cosas vuelvan atrás.

—Ha habido más muertes… —le recordó su interlocutor—. Y todas partieron de la misma causa.

—Pero de esas otras no me siento responsable —fue la respuesta—. Luchar contra los
imohag
en el desierto siempre constituyó un suicidio, y mucha suerte habéis tenido al salir tan bien librados.

—¿Suerte? —se escandalizó su acompañante—. ¿De qué coño hablas? Hemos tenido toda la mala suerte del mundo.

—Te equivocas… —replicó Gacel con absoluta naturalidad—. Habéis tenido toda la suerte del mundo, puesto que aún no os habéis enfrentado al peor de los enemigos.

—¿Peor que el calor y la sed? ¡Bromeas…!

—No bromeo. El peor enemigo en el desierto no es el calor ni la sed. En el desierto, el peor enemigo ha sido siempre el viento. En esta zona, abierta al norte y fuera de la protección de las montañas, el
harmattan
suele soplar con fuerza y con demasiada frecuencia se transforma en tormenta. —La afirmación no dejaba sombra a la duda—: ¡Ninguno de vosotros hubiera sobrevivido a una auténtica tormenta de arena!

—He oído hablar de ellas y tengo entendido que son realmente terribles —se vio obligado a admitir el sudafricano.

—No puedes imaginar hasta qué punto… El tiempo ha sido excepcionalmente bueno este último mes, pero ruega para que el
harmattan
no se presente antes de que regrese vuestro avión, porque de ser así le resultará imposible aterrizar, y en ese caso podéis daros por muertos.

—¡Bien! —exclamó Sam Muller lanzando un hondo suspiro al tiempo que se ponía cansinamente en pie—. Rezaré para que el harmattan no se despierte. Dentro de una hora tendrás aquí a Bruno Serafian y la mitad de nuestras armas.

—En ese caso, dentro de una hora tendréis agua suficiente para sobrevivir un día. ¡Pero ni una gota más! —Alzó el dedo amenazante—. ¡Y si se os ocurre volver por aquí ya no habrá compasión!

B
runo Serafian dejó escapar un grosero reniego antes de inquirir:

—¿Que me convierta en rehén…? ¿Es que te has vuelto loco?

—Es lo que exigen.

—Pero ¿por qué yo?

—Porque eres el jefe, y el culpable de que todo esto haya estado planificado con el culo, subestimando al enemigo, y no me refiero únicamente a los tuaregs. Me refiero a todo, porque tú puede que seas muy bueno asustando a la gente con ayuda de unos cuantos matones, pero está claro que como estratega eres un auténtico imbécil.

El Mecánico
hizo un claro ademán de apoderarse del arma que permanecía apoyada en una piedra, pero Sam Muller se lo impidió apuntándole directamente a los ojos con la suya.

—¡Tranquilo! —dijo—. No quiero más violencia, y te garantizo que no se tomará ninguna decisión hasta que se acepte por mayoría.

—¿Te das cuenta de que te estás amotinando?

—¡No digas bobadas! —fue en cierto modo irónica la respuesta—. Esto no es
La Bounty
, ni nosotros marinos de la armada inglesa. No somos más que una pandilla de mentecatos a los que has metido en un lío en el que no quieren dejarse la piel.

—¡Te mataré por esto! —le amenazó casi fuera de sí el armenio.

—Sin «esto» mañana estaríamos todos muertos. ¿Y tienes una idea de lo que significa morir de sed? Yo no, pero no quiero imaginarlo. Me basta con lo que he pasado ahí fuera.

—¡Te perseguiré hasta los mismísimos infiernos! —insistió el otro.

—¡Oh, vamos…! ¡Déjate ya de chiquilladas…! —replicó el sudafricano con su habitual parsimonia—. No estamos en el patio de un colegio. De lo que se trata es de intentar salir de aquí de una pieza… —Se volvió a quienes asistían a la escena sin demostrar ni el más remoto deseo de intervenir para inquirir con una leve sonrisa en los labios—: Los que estén de acuerdo, que alcen la mano.

Los hermanos Mendoza fueron los primeros en apresurarse a alzarla, y uno tras otro la práctica totalidad de los presentes les imitaron.

Sam Muller hizo un amplio gesto mostrando las manos para señalar casi humorísticamente:

—¿Te das cuenta? Ha habido consenso.

—¿«Consenso»…? —repitió un indignado Serafian—. ¡Y una mierda! Aún soy el que paga y el que manda, y no estoy dispuesto a que esos hijos de puta me pongan la mano encima.

—«Eres» el que paga, en eso estoy de acuerdo —fue la respuesta—. Pero ya no eres el que manda, puesto que para mandar hay que demostrar que sabe hacerse, y tú has demostrado que no sabes.

—¿Y quién lo dice?

—¡Yo! Que llevo más de veinte años en esto. Mucho visor nocturno, mucha arma automática, mucho «parapente» negro, mucha radio de largo alcance, mucho plan de ataque y mucha absurda parafernalia, pero te olvidaste de lo que en verdad importaba: que nos estábamos enfrentando al desierto, y que lo único importante era el agua…

—No me olvidé de ella.

—¿Ah, no? ¿Y cómo es posible que no trajéramos más que dos bidones?

—Trajimos tres… —intervino César Mendoza—. Calculamos que con las cantimploras llenas y tres barriles, uno para cada día, tendríamos más que suficiente.

—¿Tres…? —repitió sorprendido el sudafricano—. ¿Y dónde está el tercero?

—El paracaídas no se abrió. Se destrozó al caer.

Podría creerse que la inesperada confesión tenía la extraña virtud de desconcertar por primera vez a un hombre en apariencia imperturbable, que tras unos instantes de duda lanzó un largo silbido para acabar por dirigir una helada mirada al armenio.

—¿Tú lo sabías? —dijo, y ante el mudo gesto de asentimiento insistió—: ¿Lo sabías desde el primer momento y no hiciste nada?

—¿Y qué podía hacer? —protestó el aludido—. Cuando vi que caía en picado la mayoría de los hombres habían saltado ya. ¿De qué servía contarlo…?

—Hubiera servido para que tuviéramos más cuidado con el agua que quedaba… —le hizo notar uno de los presentes—. Y hubiera servido para no dejar a la vista el maldito bidón…

—Nunca se me pasó por la cabeza que se les ocurriera lanzar aquel loco ataque.

—Por lo visto a ti nunca se te pasa nada por la cabeza. ¡Dios bendito! No sé por qué coño no te la volamos aquí mismo…

—Lo siento.

—¿Lo sientes…? —repitió estupefacto el herido en la pierna—. Cuatro hombres han muerto, varios nos estamos desangrando, y si esos tuaregs no nos ayudan, mañana por la noche estaremos sirviendo de cena a los buitres. Y tú te limitas a decir que lo sientes. —Le lanzó un sonoro escupitajo para concluir—: ¡Vete a tomar por el culo!

El Mecánico
tomó asiento sobre una roca, ocultó por unos instantes el rostro entre las manos, se atusó los sucios cabellos con los dedos y por último asintió con la cabeza:

—¡De acuerdo! —dijo—. Me ofrezco como rehén.

—¡Tú no te ofreces! —le espetó el herido—. Nosotros te entregamos contra tu voluntad, y puedes jurar que no se me escapará una lágrima si te cortan el gaznate.

—Ni a mí si revientas desangrado.

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