—Trabajaba aquí al lado, en el Apolo.
La impenetrabilidad atribuida a los rostros orientales no impidió que el miedo se asomara a aquellos ojos que se negaron a aguantar la mirada de Carvalho y el hombre se marchó sin contestarle. carvalho repitió la pregunta a una vieja que daba órdenes a unas desganadas camareras con aspecto de estar a punto de morir de hambre. La vieja le contestó con el mismo miedo impenetrable y el mismo silencio, para finalmente proponerle que si Archit trabajaba en el Apolo preguntara en el Apolo. Le pareció una respuesta lógica y volvió sobre sus pasos. Al llegar ante la puerta de la habitación donde se habían metido los españoles vio que estaba entreabierta y que a través de la hendidura el hombre rubio embigotado espiaba sus pasos.
—Oiga, por favor, usted. Me parece que ya ha estado otras veces aquí y nos sucede algo extraño. Pase. Pase.
Carvalho entró en la habitación. Las dos mujeres ocupaban las dos únicas sillas, en su rostro había expectación y tensión. Los dos hombres permanecían en pie, pero movían el cuerpo nervioso en un palmo cuadrado de suelo. Sobre la cama, dos muchachos oscuros se acariciaban mutuamente el pene.
—No se les pone tiesa y nos dicen algo raro que no entendemos. Hablan un inglés rarísimo.
Los muchachos contemplaban a Carvalho desde la más total de las indiferencias y seguían acariciando sus penes muertos. Carvalho les preguntó qué pasaba. Se abrió una boca desdentada, cavernosa, negra, para decir que no se sentían con ganas, y que si alguna de las mujeres allí presentes se metía en la cama, la cosa cambiaría. Carvalho trasladó la petición.
—¿Nosotras?
—¿Con ellos?
Los dos españoles apretaron las mandíbulas y cerraron los puños para lanzar a continuación una risita contenida.
—Tiene cojones el asunto.
El más decidido se acercó a la cama, señaló el pene de un indígena y luego el culo del otro.
—Tú meter esto allí dentro.
El indígena penado le sonrió con una cierta tristeza.
—Ya me los conozco.
Aseguró el español intrépido.
—Les hemos pagado por adelantado y ahora no quieren currar.
—Vámonos, Eduardo.
Opinó la mujer más nerviosa.
—Yo he pagado por el espectáculo y o me devuelven los cuartos o se dan por culo, vaya si se dan por culo, bueno soy yo para que me tomen el pelo.
El indígena decía algo y Carvalho se acercó a la cama para escucharle.
—Dice que si las señoras no les quieren hacer el honor de meterse en la cama con ellos, que les permitan contratar a una mujer de las que están en el pasillo.
—Por el mismo dinero, desde luego.
El indígena opinó que un cuerpo más valía doscientos baths más.
—Ciento cincuenta.
Opuso el español decidido, obediente a la consigna turística de que hay que regatear en todo. El indígena se encogió de hombros, cogió los ciento cincuenta baths, se puso unos calzoncillos y salió al pasillo para volver con una vieja mujer joven, cubierta de harapos y perteneciente como él a la comunidad desdentada del sudeste asiático. La mujer se desnudó y a Carvalho le pareció un apetecible ejemplar para una lección sobre la composición del esqueleto humano en cualquier facultad de Medicina. La mujer no sólo no excitó a los muchachos, sino que puso una cierta mueca de asco en los rostros occidentales.
—Y ahora qué pasa.
—Que tampoco se les levanta.
—Pero bueno, esto es una estafa. ¡Una estafa!
El español gritaba y acompañaba de gesticulación y tacos su crispado intento de ser compensado por todo lo que había pagado. La puerta se abrió poco a poco y mostró el grupo de nativos que se habían acumulado al eco de los gritos. Las dos mujeres blancas se levantaron y se adhirieron a sus maridos, en busca de la protección prometida por la epístola de san Pablo. También los dos presuntos enculados se habían enfadado y contestaban cosas rotundas al español, antes airado y ahora demudado ante el coro que se había formado en la puerta.
—¿Cuánto han pagado?
Preguntó Carvalho.
—En total unos quinientos baths.
—No llega a tres mil pesetas. ¿A ustedes nunca les han estafado tres mil pesetas?
—En España, sí.
—Pues denlas por perdidas y salgan de aquí sonrientes, porque esto se está poniendo feo.
Carvalho predicó con el ejemplo, sonrió a los dos muchachos y al esqueleto femenino y les dio la mano en una abierta despedida. Luego se abrió paso entre el runruneante coro agolpado en la puerta y fue seguido por las dos parejas, que recuperaron la respiración y el habla en cuanto salieron a la calle. El español percherón recobró las agallas y empezó a gritar que era la última vez que le tomaban el pelo esos monos. Pero se interrumpió ante el ataque de risa que afectaba a una de las mujeres. La mujer trataba de justificar su risa recordando lo pequeñita que tenía la cosa uno de los muchachos o el aspecto de flor muerta del ombligo de la mujer cadáver. Carvalho les dejó dándose justificaciones mutuamente y recuperó Silom Road de regreso al hotel. De pronto, alguien le cogió por un brazo y tiró de él. Tensó la musculatura y empujó a su aprehensor para ganar distancia. Entonces vio a un muchacho sonriente que, sin abandonar su brazo, le señalaba el cielo. Carvalho levantó la mirada y vio sobre los cables miles, millones de pequeños pájaros blancos y negros, como fichas de dominó. El thailandés indicaba por gestos que era peligroso caminar bajo los pájaros, porque se cagaban en los transeúntes y, para demostrarlo, le señalaba el reguero de mierda blanca sobre la acera. Carvalho se relajó, le dio las gracias, se apartó de la posible puntería de las aves y cuando el thai se alejaba le preguntó el nombre de los pájaros. El thai los volvió a contemplar, pensó, se encogió de hombros y contestó con una sonrisa:
—Son pájaros. Sólo pájaros.
Se despertó con la sensación de que había algo importante que hacer y no tardó mucho en descubrir que se trataba del "american breakfast" prometido por el ticket del hotel. Se asomó a la ventana de su habitación y no era una ventana, sino un balcón abierto y situado al mismo nivel que la piscina y una cascada iluminable. El sol aún era una promesa, amenazada por las nubes y por la estatura de los edificios del Dusit Thani, y Carvalho se prometió a sí mismo tomarlo y volver a España con el color del trópico en la piel. En el comedor le esperaba un buffet con huevos fritos, bacon, jamón, salchichas, huevos revueltos, tortitas de patatas, fiambres, pescados ahumados y macerados, frutas tropicales, piñas, bananas, pomelos, mandarinas, lichis, manzanas rosadas o chom-phoo, mangostas, mangos, jujubes, rambutanes, pomelos, zalacas, sandía, cocos, carambolas, tamarindos, panavas, guayabas, lam-yais, noinas, duriens. La papaya con zumo de lima y los lichis estaban deliciosos y Carvalho se sirvió dos veces. Luego se hizo un orden del día, condicionado por lo que le dijeran en la embajada, y decidió retrasar la visita ateniéndose más al horario laboral español que al thai. Ganduleó por el hotel y descubrió que un rayo de sol se había filtrado entre los bloques del edificio y calentaba un ángulo de la piscina. Se puso el traje de baño, se cubrió con un kimono y metió en un "nécessaire" una leche hidratante para protegerse la piel del traicionero sol del trópico. Nadó un rato y luego se embadurnó de crema, antes de tumbarse en el triángulo de sol que iba creciendo. Durante una hora las nubes y Carvalho mantuvieron una dura lucha por la propiedad del sol, pero al final Carvalho tenía la sensación tonificante del calor y se descubrió a sí mismo optimista y silbador bajo la ducha de su cuarto de baño.
El sudor le esperaba en la puerta del hotel y le acompañó en el cruce de la plaza del Lumpini y en la travesía del parque en busca del barrio de las embajadas. Pero el parque era una promesa del Asia umbría y vegetal y Carvalho se entretuvo entre jardines y reclamos de uno de los principales escenarios lúdicos de la ciudad. La Wireles Road era una calle tranquila y residencial, condicionada por la inmensidad aplastante de la omnipotente embajada americana, con canales y lagos interiores para una jardinería tropical privilegiada. Inmediatamente al lado yacía la embajada española, la casita de los porteros. Estaba instalada en un caserón donde coincidían las tradiciones arquitectónicas de Thailandia y el Tirol y, ya en el interior, Carvalho fue recibido por un par de thais que le comunicaron que debía esperar. La madera cubría casi todo lo visible, pintada de un blanco cremoso, y un ventilador de aspas juraba combatir el calor con todas sus pocas fuerzas. En las paredes, anuncios publicitarios de las rías gallegas, del concurso de canto Tenor Viñas y las efigies de los reyes de España en un mágico parecido con las de los reyes de Thailandia.
—¿Usted quería ver al señor embajador?
Se lo preguntaba diplomáticamente una mujer rubia que hablaba español con acento latinoamericano.
—A cualquiera que pueda darme información sobre el caso de la señora Teresa Marsé.
—¿Es usted el enviado de la familia?
—Exactamente.
—Si no le importa yo misma le daré toda la información que tenemos. El señor embajador está muy ocupado.
Al asentimiento de Carvalho siguió la marcha de la mujer rubia y de nuevo la soledad de la recepción, acompañada por un aborigen que pedía información sobre las becas para estudiar en España. volvió la funcionaria, se sentó junto a Carvalho y abrió una carpeta sobre las rodillas.
—Se saben más cosas, pero ninguna demasiado tranquilizadora, y lo peor es que la embajada no puede ir más allá de donde ha ido. El asunto está en manos de la policía y son muy celosos de su soberanía.
—¿Se sabe dónde está Teresa Marsé?
—No. Pero lo más probable es que esté en algún punto del país tratando de salir de él.
—¿Por qué no recurre a la embajada?
—La embajada está vigilada día y noche, señor Carvalho. El caso se ha complicado.
Era una mujer capaz de contener sus emociones. Había adoptado una línea comunicacional de gacetilla de agencia Efe y no estaba dispuesta a ir más allá. Prosiguió sin esperar la reacción de Carvalho.
—La pista de Teresa Marsé y Archit desaparece en Chiang Mai, según sabemos a través de la policía, y la misma fuente nos indica que tras la pareja anda un grupo de mercenarios dispuestos a que no salgan del país.
—¿Por qué?
—La historia es larga y compleja y la hemos ido recomponiendo a través de cosas que aquí y allá, dispersamente, ha ido diciéndonos la policía. El señor embajador ha hablado personalmente de este caso con el primer ministro Prem Tinsulanonda, pero el caso está demasiado hecho, demasiado establecido. En otras ocasiones hemos podido intervenir en el primer momento y con dinero aquí se puede conseguir casi todo. Pero en este asunto las cosas han ido demasiado lejos. Por lo que parece, Archit estaba conectado con uno de los tráficos más lucrativos y menos perseguidos en esta zona: los diamantes. Especialmente los rubíes birmanos. En un momento determinado se lo contó a Teresa Marsé y le enseñó parte del cargamento que obraba en su poder. La mujer le convenció de que sustrajera una parte de la mercancía y de que se fueran a Europa. No sabemos si le costó mucho convencerle, pero lo cierto es que Archit fue entreteniendo el pase de su partida y que la pareja tenía preparado interrumpir su viaje por el país en Chiang Mai y coger desde allí un vuelo conectado Chiang Mai-Bangkok-Amsterdam-Barcelona. En Chiang Mai se frustraron las cosas. O fueron descubiertos o le pidieron a Archit que entregase la mercancía. El joven estaba metido en una sociedad secreta que controla el tráfico de rubíes birmanos y que se llama "Mañ pen rañ", es una frase hecha que aquí se usa mucho y que quiere decir más o menos: "No tiene importancia". Pues bien, los de la sociedad secreta los localizan en Chiang Mai y algo grave sucede porque al día siguiente la policía saca un cadáver de la suite del hotel que ocupaban Teresa y Archit y ellos han desaparecido, han desaparecido hasta la fecha.
—Un ajuste de cuentas como otros mil.
—En efecto. Pero el muerto no era un cualquiera. No era un miembro importante por sí mismo, pero al parecer, insisto en que yo le digo lo que me han contado a mí, era hijo de un personaje muy importante entre el hampa de Bangkok, un personaje casi legendario que es conocido por el apodo de "Jungle Kid". De él sólo sé que en el pasado fue guía de viajeros por el Triángulo del Opio, entre el país Shan, en Birmania, el norte de Thailandia y Laos. En teoría aún es guía, pero es una tapadera para los asuntos del tráfico de drogas. "Jungle Kid" es una institución y la muerte de su hijo ha movilizado por igual a la policía y al hampa.
—¿La policía al lado de un mafioso?
—La policía le debe muchos favores a "Jungle Kid" y aquí nunca se sabe dónde acaba el orden y empieza el desorden o lo legal y lo ilegal.
La funcionaria sostuvo la mirada de Carvalho y el detective recibió la advertencia diplomática latente en la contención expresiva de la mujer.
—¿Es posible hablar con la policía o con el mismo "Jungle Kid"?
La mujer se echó a reír.
—Lo extraño es que ni los unos ni el otro se hayan puesto ya en contacto con usted. Abra bien los ojos. A "Jungle Kid" podrá encontrarle en el hotel Malasya, un hotel que está no muy lejos de aquí, cerca de la Oficina de Inmigración. Es un hotel también legendario, donde puede pasar cualquier cosa y a donde van a parar los turistas que tienen mucha curiosidad y poco dinero. "Jungle Kid" utiliza el Malasya como oficina de contratación para sus expediciones. Es un hombre de cuidado. Es chino, formaba parte de la división del Kuomintang que se estableció en el norte de Thailandia después de la victoria de Mao Tse-tung. Hoy día las redes de tráfico de heroína, diamantes o mujeres están en manos de chinos, y en muchos casos de chinos vinculados con la División 93 de Chang Kai-shek.
La mujer parecía haberse aprendido bien los apuntes a los que recurría de vez en cuando para reponer combustible.
—¿Con qué miembro de la policía he de ponerme en contacto?
—Sabían que usted iba a venir. Apúntese el nombre que voy a decirle. Uthain Charoen. Es el funcionario del Ministerio del Interior que lleva el caso.
En la mirada de la mujer había ironía o quizá era un intento de valoración de hasta qué punto Carvalho estaba en condiciones de enfrentarse a la situación, a "Jungle Kid", a Uthain Charoen.
—¿Qué clase de tipo es?