Aparentemente, Pepe Carvalho viaja a Bangkok para atender el SOS de una vieja amiga, Teresa Marsé. Pero en realidad el lector puede llegar a la conclusión de que huye de su mundo cotidiano, en el que la realidad le es insuficiente y le empuja a perseguir fantasmas, como el de Celia Mataix, asesinada con una botella de champán de marca desconocida, o el de su asesina, Marta Miguel, "self-made woman" de un pueblo de Salamanca. O quizá el motivo auténtico del viaje sea saber el nombre de los pájaros de Bangkok, o confirmar que la Tierra es redonda y que el desenlace real le espera a su regreso. Más que de viajes, novela de viaje de ida y vuelta, que entre otras posibles lecturas ofrece una versión directa de los escenarios de Conrad, Somerset Maugham o Graham Greene, radicalmente modificados en un tiempo en el que la aventura es casi... imposible.
Manuel Vázquez Montalbán
Los pájaros de Bangkok
Carvalho 6
ePUB v1.1
EC30/04/2012
A Oriol Regás que me abrió por primera
vez las puertas de Asia y a Javier Nart
y Martín Capdevila que me abrieron el
baúl de sus recuerdos
1El caso del pez "ceratia" —una especie de rape— es tal vez el más aberrante de todos. Unas quince o veinte veces más pequeño que la hembra (que mide cerca de un metro de larga), el joven macho "ceratia" se fija en los flancos o en la frente de ella, la muerde, y esta mordedura va a decidir su porvenir. En adelante, como si hubiera caído en una trampa, jamás podrá desprenderse de su compañera, sus labios se habrán soldado, injertado en la carne ajena. No se podrá separar de ella, a no ser que arranque sus tejidos fusionados. Su boca, sus maxilares, sus dientes, su tubo digestivo, sus agallas, sus aletas y hasta su corazón van experimentando una degeneración progresiva. Reducido a una existencia parasitaria, no tardará en ser más que una especie de testículo disfrazado de pez diminuto, cuyo funcionamiento incluso será regido por el estado hormonal de la hembra, quien se comunica con él a través de los vasos sanguíneos.
Una hembra ceratia puede llevar encima hasta tres o cuatro de estos machos pigmeos.
J
EAN
R
OSTANDBestiario de amor.
Y de pronto tuvo la sensación de que la otra le estorbaba. Deseaba quedarse sola, estirar el cuerpo sobre las sábanas limpias, borrar el dolor que se extendía por el interior de su cabeza como una salsa oscura, pensar en tres o cuatro cosas de lo que había ocurrido aquella noche, olvidar otras tantas que sin duda ocurrirían mañana. Tal vez si callo cuando ella termine de hablar. Tal vez interprete mi silencio como una invitación a que me deje sola, a que se vaya. Pero para crear esa sensación era paso previo conseguir que la otra le quitara el brazo de los hombros, que se retirara aquella mano reptil colgante que de vez en cuando le acariciaba el cuello o se dejaba caer sobre el abismo rozando, apenas, la punta del seno. El discurso continuaba. Ya no versaba sobre problemas ajenos, de otros protagonistas de la fiesta acabada, sino sobre problemas propios.
—Problemas de mujeres. Que sólo podemos entender las mujeres.
Dijo ella, ¿cómo se llama? Un lapsus estúpido, ¿cómo se llama? Y no podía interrumpirla para preguntarle: ¿cómo te llamas?, porque momentos antes le había rogado que se quedara, ella misma había provocado la situación sosteniéndole la mirada y musitando un: ¿quieres quedarte? que los otros habían escuchado, que había pronunciado para los otros, para que salieran de su casa cuchicheando, para que murmuraran a pleno pulmón en la calle, Celia ha pasado el Rubicón, tan mona y tan bollera, diría el frustrado Dalmases, o yo pensaba que su historia con la Donato había sido un juego, y la propia Rosa Donato, airada o desairada, mirando una y otra vez hacia las luces iluminadas del sobreático, imaginando lo que podía ocurrir entre Celia y... ¿cómo se llama? Aprovechó una pausa en el discurso de la otra para levantarse de un impulso, llevarse la mano a la boca y contener un grito.
—¡Me he dejado una botella de champán en el congelador!
El correr de su cuerpo largo dejó un tintineo de senos sueltos bajo el jersey y la estela dorada de una cabellera estrella fugaz. La mujer despegó un tanto el culo del sofá, pero se quedó en un cuatro indeciso ante la rapidez de la huida. Dudó entre seguir a la fugitiva o dejarse caer en el sofá e hizo lo segundo, al tiempo que suspiraba y el contento por la noche propicia esperada le hacía remirar pared por pared, objeto por objeto, como reconociéndoles un lugar en el paraíso de satisfacción presentido. En cuanto entre he de impresionarla, he de acabar de desarmarla. Miró el reloj, la hora adecuada, las dos y media, un poco más y la fatiga, un poco antes y la ansiedad, la hora justa para el amor, por fin, con el cuerpo tanto tiempo deseado a distancia. Ya tenía la frase. Ya tenía la pregunta para cuando el cuerpo dorado saliera de la cocina y se acercara con aquella languidez gimnástica de cuerpo en flor, a pesar de que, sí, sin duda poca diferencia de edad hay entre ella y yo, pero hay cuerpos elegidos por la juventud y cuerpos que la tierra se queda, como se quedan las piedras o los matorrales. Le diré. ¿Por qué me has elegido a mí esta noche? Le diré. Desde hace meses he esperado este momento, desde que te vi en el Palau de la Música, cuando nos presentaron los Socías. Aunque de hecho te recordaba desde hace años. Muchos. No te lo creerías. Desde la Universidad. Sí, desde la Universidad. Tú eras de un curso inferior, aún estaban juntos Derecho y Letras, creo que fue el último año que estuvimos todos juntos en la vieja universidad. Yo te veía desde el claustro de abajo y casi te olía. No te rías. Tienes uno de esos cuerpos que se huelen. Pero el diálogo era imposible porque Celia no volvía.
—¿Celia? ¿Estás ahí? ¿Ha pasado algo?
Levanta el culo del asiento y avanza con las piernas abiertas, mientras con las manos trata de despegar los pantalones de sus ingles y sus glúteos, demasiada carne y poco pantalón, pensó, mientras buscaba una cierta soltura en el andar que la ayudara a entrar en la cocina con naturalidad. Se acodó en el dintel para contemplar el espectáculo. Celia permanecía sentada a una mesa del "office" y parecía contemplar admirada la botella de champán, nevada por el helor que se iba derritiendo bajo la luz de la lámpara. Parte de la melena de Celia se había convertido en flequillo sobre la frente y la nariz y su mirada fija igual podía dirigirse a la mutación de la botella como a sus cabellos, una sonrisa de ternura ablandó las facciones de la mujer acodada en el dintel.
—¿Te puedo ayudar en algo?
El sobresalto rompió la quietud de la figura dorada y los ojos de Celia se dirigieron críticos hacia la intrusa.
—Estoy cansada, eso es todo.
Había buscado el tono de voz más neutro posible para no ofenderla y al mismo tiempo dejar bien claro que la noche había terminado. Pero la otra siguió sonriendo, avanzó hacia ella, se situó a su espalda, le acarició los cabellos con unos dedos primero prudentes, después auténticos arados que abrían surcos en la espesura de los cabellos, hasta encontrar céreos caminos en el cuero cabelludo e insinuar en ellos la electricidad del deseo. Celia sacudió la cabeza para sacarse de encima la opresión de los dedos.
—Por favor.
—¿Te molesto?
—Me haces daño.
Y no volvía la cabeza. Vete, vete, imbécil, vete antes de que tenga que decírtelo yo.
—Me has hecho muy feliz al pedirme que me quedara.
—La verdad es que no sé por qué lo he hecho. Estoy cansada.
—Durante toda la noche nos hemos dicho muchas cosas con los ojos.
—Es posible. Has dicho cosas muy inteligentes y me gusta la gente inteligente.
—Desde hace muchos años he esperado este momento.
—¿Qué dices?
Es Celia la que vuelve la cabeza con el ceño fruncido, irritada por la situación, y al encuentro de su rostro molestado le salen unos labios duros que se apoderan de los suyos y tratan de abrírselos con el bisturí de una lengua que se le antoja helada.
—¿Quieres estarte quieta?
Ahora Celia se levanta, se adueña de la sorpresa de la otra, cambia la botella de sitio sobre la mesa, se inventa objetos que ordenar, la necesidad de poner orden a las resultantes de una fiesta no demasiado afortunada.
—¡Será mejor que te vayas!
Traga saliva la otra. Las palabras de Celia le han devuelto la pesadez del cuerpo, la tirantez de los pantalones estrechos, la inquietud por la imagen que compone, por la imagen que Celia al parecer rechaza.
—No te entiendo.
—¿No eres tan inteligente? ¿Tan difícil de entender es?
Y Celia estalla en una huida hacia adelante que quiere superar su mala conciencia y la molestia real por la situación.
—Que te vayas. Así. Clarito. Qui—e—ro—que—dar—me—so—la. ¿Entendido?
—Pero tú dijiste.
—No sé por qué lo dije.
—Si quieres te ayudo.
—¡No necesito que me ayudes a nada! ¡Necesito que te vayas!
Toda la atracción de la ley de la gravedad que un cuerpo humano pueda sentir, lo siente la otra, con las piernas abiertas, los pies insuficientes para soportar el peso del desprecio.
—No me hables así. Has dicho que me quedara para dar celos a los demás. Al imbécil de Dalmases o al putón de Rosa.
—No insultes a mis amigos.
—¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes jugar conmigo?
La mano de la mujer ha salido lanzada y se ha apoderado de un puñado de jersey de lanilla, y esa mano es un elemento extraño que Celia contempla asustada y la otra asombrada. Y tras esa mano llega un impulso ciego que tira de la lanilla y la arranca, dejando al descubierto piel de mujer rosada y tibia, un pezón que aparece y desaparece al vaivén de la respiración del animal asustado.
—No te pongas así. Mañana lo aclararemos todo.
—¿Que no me ponga así? ¿Pero tú sabes lo que has hecho, desgraciada?
Dos bofetadas aciertan en los hermosos pómulos y los tiñen de vergüenza, y las bofetadas incitan a Celia a un ataque ciego contra la mujer, un ataque a manotazos que apenas si la hacen retroceder y en cambio le permiten acertar con dos nuevas bofetadas en el rostro de Celia.
—¡Me das asco! ¡Eres una tía repugnante! ¡Un macho, una marimacho repugnante!
Los golpes caen sobre Celia con la voluntad de aniquilarla, y la barrera de los brazos cruzados nada puede contra los molinetes cargados de odio. Y en el aire, apenas un volumen o el vacío que abre y ocupa, una botella muere matando contra la pequeña cabeza. Sellada por la sangre, una melena repentinamente lacia, descolorida, de muñeca rota.
—Veinte veces me dije a mí mismo: preguntarás el nombre de esos pájaros, y nunca lo pregunté. Pero te aseguro que había miles, millones sobre los cables, al atardecer, compitiendo con los penúltimos ruidos de Bangkok, con un piar que podía ser de alegría o de desesperación, según estuvieras tú alegre o desesperado.
—¿Y qué hacían los pájaros en los cables, jefe? La selva está cerca. ¿Están mejor en los cables que en los árboles? No lo entiendo. Los pájaros de aquí son diferentes. Si tienen árboles no los busque usted en la ciudad. No son tontos.
Carvalho se apropió de la meditación de Biscuter y la elevó hacia los cielos que caían sobre las Ramblas anochecidas, como si estuviera mirando los cielos de Bangkok desde la puerta del Dusit Thani. Repasó con los ojos el telegrama abierto sobre la mesa, una pajarita de papel abatida y desarticulada. "Bangkok es la hostia. En Bangkok encontré el amor. Teresa." Era el tercer telegrama que le enviaba Teresa Marsé desde que había iniciado el descubrimiento de Asia, en un vuelo chárter fletado por una sala de fiestas de la ciudad. En Singapur, una cita literaria de Somerset Maugham, descubierta sobre un velador vacilante del jardín del Raffles, iluminado ante todo por las copas de Singapur Sling. En Yakarta, un mensaje revival en homenaje a Bing Crosby, Bop Hope y Dorothy Lamour: "Camino de Bali. Teresa". Y ahora, de regreso a casa desde los mares del Sur, Teresa Marsé estaba en Bangkok viendo cómo las nativas jugaban al ping pong con el coño y los niños cagaban sobre las aguas limosas del Klonk Dan, a pocos metros del mercado flotante.