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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (64 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla notó que a Lorala se le cerraban los ojos. Lobo había terminado el hueso y se había acercado un poco mientras lavaban a la pequeña, dominado por la curiosidad e incapaz de mantenerse a distancia. Ayla lo vio. Le hizo una seña para que se acercase más, y el lobo corrió hacia ellas.

–Ahora nos toca bañarnos a nosotras –dijo Ayla, y miró al animal. No era la primera vez que dejaba al lobo vigilando a un bebé dormido. Lanoga puso cara de preocupación–. Se quedará aquí y vigilará que no le pase nada, y nos avisará si se despierta. Nosotras estaremos en aquel estanque que hay detrás de la presa formada por la rocas. Podrás verlo. Nos lavaremos como hemos lavado a Lorala pero nuestra agua estará más fría –añadió Ayla con una sonrisa.

Recogió la mochila y la cesta con la jabonera en remojo antes de encaminarse hacia el estanque. Se desnudó y se adentró en el agua ella primero. Hizo una demostración de cómo lavarse y ayudó a Lanoga a enjabonarse el pelo. Después del baño, cogió otros dos trozos de piel para secarse, y un peine de púas largas que le había prestado Marthona. Después de secarse desenredó el cabello a Lanoga y con otro peine se peinó también ella.

A continuación extrajo una túnica del fondo de la mochila. Estaba usada, pero no muy gastada. Parecía nueva y tenía una sencilla ornamentación a base de flecos y cuentas. Lanoga la contempló fascinada y la tocó. Sonrió cuando Ayla le dijo que se la pusiera.

–Quiero que te la pongas para ir a ver a las mujeres –dijo. La niña ni protestó ni se hizo rogar; de hecho, ni siquiera despegó los labios–. Deberíamos irnos ya, se hace tarde. Deben de estar esperándonos.

Emprendieron el camino de regreso hacia la terraza de piedra y una vez allí se dirigieron hacia el área de viviendas y concretamente hacia la morada de Proleva. Lobo las acompañaba, y cuando Ayla se dio la vuelta para ver si las seguía, vio que el animal volvía la vista atrás. Siguió su mirada y vio a un hombre y una mujer a cierta distancia. La mujer se tambaleaba. El hombre caminaba junto a ella, pero no muy cerca, aunque en una ocasión sujetó a la mujer para que no se cayese. Cuando la vio dirigirse hacia la morada de Laramar, Ayla advirtió que era Tremeda, la madre de Lanoga y Lorala.

Por un momento pensó si convenía ir a buscarla para que también ella estuviera presente en la reunión con las mujeres, pero descartó la idea. Seguramente éstas serían más comprensivas con una niña preciosa y un bebé limpio que con una mujer que debía de estar borracha.

Continuó caminando, pero siguió mirando al hombre, que no se había desviado como la mujer, sino que había seguido avanzando.

Algo en su figura y en su forma de andar le resultaba familiar. Él la vio y la observó mientras se acercaba. Cuando lo tuvo más cerca lo identificó enseguida. Era Brukeval, y aunque a él no le gustase, lo que Ayla veía era la constitución robusta y los movimientos seguros de un hombre del clan.

Brukeval le sonrió como si se alegrara sinceramente de verla, y ella le devolvió la sonrisa antes de darse la vuelta y empujar a Lanoga y la pequeña en dirección a la morada de Proleva. Lanzó un breve vistazo atrás y descubrió que la sonrisa del hombre se había convertido en una expresión de ira, como si ella lo hubiera molestado de algún modo. No lo comprendió.

«Me ha visto y se ha apartado, no ha podido esperarse y saludarme, pensó Brukeval. Creí que ella sería distinta.»

Capítulo 20

–Ya viene –anunció Proleva.

Había salido de la morada para ir en busca de Ayla y se alegró de verla allí. Temía que las mujeres que había invitado se aburrieran y, pese a su curiosidad, empezaran a poner excusas para marcharse. Únicamente les había dicho que Ayla quería hablar con ellas. El hecho de que la compañera del jefe de la caverna les hubiera pedido que entraran en su vivienda fue un incentivo más. Proleva mantuvo la cortina abierta e invitó a pasar a las niñas y a Ayla, que hizo una seña a Lobo para que volviera a casa y luego instó a Lanoga a que pasara delante.

Dentro había nueve mujeres, con lo cual la morada parecía pequeña y abarrotada. Seis iban acompañadas de sus hijos, todos recién nacidos o de pocos meses de edad; tres estaban en avanzado estado de gestación. Además, dos niños algo mayores gateaban por el suelo. Todas se conocían en mayor o menor medida –algunas sólo de pasada, y dos eran hermanas–, pero la conversación era fluida. Compararon a sus hijos y comentaron los detalles íntimos del parto, la lactancia y el aprendizaje necesario para convivir en el hogar con un nuevo y a menudo exigente individuo. Dejaron de hablar y, con expresión de sorpresa, dirigieron sus miradas hacia las recién llegadas.

–Ya conocéis todas a Ayla, así que me ahorraré las presentaciones largas y formales –dijo Proleva–. Ya os presentaréis vosotras mismas más tarde.

–¿Quién es la niña? –preguntó una mujer. Era más mayor que las demás, y uno de los niños que estaba en el suelo se levantó y se acercó a ella al oír su voz.

–¿Y el bebé? –preguntó otra.

Proleva miró a Ayla, que al entrar se había sentido un tanto abrumada por la presencia de tantas madres, y era evidente que no eran tímidas. No obstante, sus preguntas le dieron pie para empezar.

–Ésta es Lanoga, la hija mayor de Tremeda. La otra es Lorala, su hija más pequeña –explicó Ayla, convencida de que algunas de ellas ya debían de conocer a las niñas.

–¡Tremeda! –exclamó la mujer que parecía ser la mayor–. ¿Ésas son hijas de Tremeda?

–Sí, ¿no las reconocéis? Pertenecen a la Novena Caverna –dijo Ayla.

Entre las mujeres se produjo un murmullo cuando comenzaron a hablar en susurros. Ayla captó comentarios tanto acerca de su acento poco común como acerca de las niñas.

–Lanoga es su segunda hija, Stelona –dijo Proleva–. Seguramente te acuerdas de cuando nació; tú ayudaste en el parto. Lanoga, ¿por qué no vienes con Lorala y te sientas aquí, a mi lado?

Las mujeres observaron a la niña que alzaba a su hermana, hasta ese momento apoyada en su cadera, y se encaminaba hacia la compañera del jefe de la caverna; luego se sentó con Lorala en el regazo. Eludía la mirada de las otras mujeres, manteniendo la vista fija en Ayla, que le sonreía.

–Lanoga vino a buscar a la Zelandoni porque Bologan se había hecho daño. Al parecer, se había peleado con alguien y tenía una herida en la cabeza –comenzó a explicar Ayla–. Fue entonces cuando descubrimos un problema mayor. Esta niña pequeña no debe de contar más que unas pocas lunas, y a su madre se le ha retirado la leche. Lanoga ha estado cuidándola, pero sólo sabía prepararle para comer raíces cocidas y chafadas. –Notó que las mujeres estrechaban con más fuerza a sus hijos. Era una reacción que cualquiera podía interpretar, e indicaba que empezaban a formarse una idea de adónde quería ir a parar–. Yo vengo de un sitio muy alejado del territorio de los zelandonii, pero al margen de nuestro lugar de procedencia y de la gente con quien nos criemos, hay una cosa que sabe todo el mundo: un bebé necesita leche. Entre la gente con la que crecí, cuando una mujer se quedaba sin leche, las otras contribuían a alimentar al recién nacido. –Todas sabían que Ayla se refería a los que ellos llamaban «cabezas chatas», considerados animales por la mayoría de los zelandonii–. Incluso las mujeres con niños mayores, a quienes no sobraba apenas leche, ofrecían el pecho al bebé de vez en cuando. En una ocasión, una joven se quedó sin leche, y otra mujer, que tenía más que suficiente para su propio hijo, trató al otro bebé casi como al suyo, y los amamantó como si los dos hubieran nacido juntos.

–¿Y qué pasará con nuestros propios hijos? ¿Y si a una mujer no le sobra leche para esa niña? –preguntó una de las embarazadas. Era muy joven, y posiblemente primeriza.

Ayla sonrió. Luego miró a las otras mujeres y se dirigió a todas:

–¿No es asombroso cómo aumenta la cantidad de leche de la madre para adaptarse a sus necesidades? Cuanto más da de mamar, más leche produce.

–Eso es verdad, y ocurre sobre todo al principio –afirmó desde la entrada una voz que Ayla reconoció. Se volvió y sonrió a la mujer alta y voluminosa–. Lamento no haber podido llegar antes, Proleva. Laramar ha venido a ver a Bologan y ha empezado a interrogarlo. He desaprobado sus métodos y he ido a buscar a Joharran, pero al final, entre los dos, han conseguido sonsacarle algunas respuestas sobre lo ocurrido.

Las mujeres comenzaron a intercambiar nerviosos murmullos. Sentían mucha curiosidad y esperaban que la Zelandoni entrara en detalles, pero sabían que de nada les serviría preguntar. La donier hablaría sólo si quería que ellas se enteraran. Proleva apartó un canasto alto y tupido, medio lleno de infusión, de encima de un bloque de piedra situado a un lado para dejarlo libre y cubrirlo después con una almohadilla; era el asiento permanente de la Zelandoni en la morada del jefe de la caverna, dedicado a otros usos cuando ella no estaba. Cuando la donier se sentó, le entregaron un vaso de infusión. Se lo tomó y sonrió a todas las presentes.

Si antes la estancia parecía llena de gente, tras sumarse la corpulenta mujer daba la impresión de que ya no cabía un alma, pero aparentemente eso no molestaba a nadie. Asistiendo a una reunión con la compañera del jefe de la caverna y la Primera Entre Quienes Servían a la Madre, las mujeres se sentían importantes. Ayla lo percibió vagamente, pero no había vivido allí el tiempo suficiente para interpretar la importancia que para aquellas mujeres tenía esa ocasión. Para ella Proleva y la Zelandoni eran una pariente y una amiga de Jondalar. La donier miró a Ayla, alentándola a continuar.

–Proleva me explicó que entre los zelandonii se reparte toda la comida. Le pregunté si las mujeres estarían dispuestas a compartir su leche. Me dijo que lo hacían a menudo con parientes y amigas, pero Tremeda, que se sepa, no tiene familia, así que no cuenta con una prima en período de lactancia –dijo Ayla, sin molestarse en mencionar siquiera a posibles amigas. Hizo una seña a Lanoga, que se levantó y se dirigió lentamente hacia ella con su hermana en brazos–. Aunque una niña de diez años esté capacitada para cuidar de un bebé, no puede amamantarlo. He empezado a enseñar a Lanoga a preparar comidas que pueden darse a un bebé, además de las raíces chafadas. Es una niña muy capaz; sólo necesita alguien que la enseñe. Aun así no basta con eso. –Ayla se interrumpió y miró a las mujeres una por una.

–¿Las has lavado tú? –preguntó Stelona, la mujer de más edad.

–Sí. Hemos ido al Río y nos hemos bañado, como hacéis vosotras –respondió Ayla. Luego añadió–: Me he enterado de que Tremeda no es vista con muy buenos ojos, y quizá haya razones para ello, pero este bebé no es Tremeda. Es sólo una niña que necesita leche, al menos un poco.

–Te seré franca –dijo Stelona, que se había convertido en la portavoz del grupo–. No me importaría amamantarla de vez en cuando, pero no estoy dispuesta a entrar en esa morada, ni me interesa demasiado ir a visitar a Tremeda.

Proleva volvió la cabeza para ocultar una sonrisa. «Ayla ha ganado, pensó. Ya ha conseguido que se comprometa una de ellas; las otras no tardarán en ceder, o al menos la mayoría.»

–No os representará ningún esfuerzo –aseguró Ayla–. Ya he hablado de eso con Lanoga. Ella os llevará a su hermana; podemos establecer una rutina. Cuantas más mujeres ayuden, menor será el sacrificio para cada una.

–Bueno, trae aquí a esa niña –propuso la mujer–. Veamos si aún sabe tomar el pecho. ¿Cuándo dejó de mamar?

–En algún momento de la primavera –respondió Ayla–. Lanoga, déjale el bebé a Stelona.

La niña eludió la mirada de las otras mujeres mientras se acercaba a Stelona, que había entregado el niño que dormía en su regazo a la embarazada que tenía al lado. Con experta soltura, la mujer ofreció el pecho al bebé. La pequeña buscó a tientas con los labios por un momento, con visible ansiedad, pero obviamente no estaba ya familiarizada con la postura. No obstante, cuando Lorala abrió la boca, la mujer le metió el pezón. La niña jugó con él entre los labios durante un rato, pero finalmente empezó a succionar.

–¡Bueno, ya se ha cogido! –exclamó Stelona.

Alrededor se produjo un suspiro de alivio generalizado, seguido de sonrisas.

–Gracias, Stelona –dijo Ayla.

–Supongo que es lo mínimo que puede hacerse –declaró la mujer–. Al fin y al cabo, esta criatura pertenece a la Novena Caverna.

–No es exactamente que las obligara a acceder por vergüenza –explicó Proleva–, pero les dio a entender que si no colaboraban, serían peores que los cabezas chatas. Ahora todas se sentirán orgullosas de haber obrado correctamente.

Apoyándose en un codo, Joharran se incorporó y miró a su compañera.

–¿Amamantarías tú a la hija de Tremeda? –preguntó.

Proleva se volvió de lado y tiró del cobertor para taparse el hombro.

–Si alguien me lo pidiera, por supuesto –contestó–, pero reconozco que quizá no se me hubiera ocurrido organizar a las mujeres para que la amamantaran, como ha hecho Ayla, y aunque me avergüence, debo admitir que no sabía que a Tremeda se le hubiera retirado la leche. Según Ayla, Lanoga es una niña muy capaz, y sólo necesita a alguien que la enseñe. Y, desde luego, debe de tener razón, porque la niña ha mantenido con vida a esa pequeña y ha hecho más de madre de sus hermanos que la propia madre. Pero una niña de sólo diez años no debería verse obligada a hacer de madre de semejante prole. Ni siquiera ha pasado aún por sus Primeros Ritos. Lo ideal sería que alguien adoptara a ese bebé. Y quizá también a alguno de los otros niños de Tremeda.

–Tal vez encuentres a alguien dispuesto a llevarlos a la Reunión de Verano –sugirió Joharran.

–Ya me había planteado intentarlo, pero no creo que Tremeda haya dejado de tener hijos. La Madre suele dar más hijos a las mujeres que ya han tenido otros antes, pero por lo general espera a que una mujer acabe de amamantar para darle el siguiente niño. Según dice la Zelandoni, ahora que Tremeda no amamanta, es muy probable que quede otra vez embarazada en menos de un año.

–Hablando de embarazos, ¿cómo te encuentras? –preguntó Joharran sonriéndole con cariño y satisfacción.

–Bien –respondió ella–. Por lo visto, ya he superado las náuseas, y no habré aumentado mucho de peso durante los calores del verano. Creo que voy a empezar a dar la noticia. Ayla ya se ha dado cuenta.

–Yo todavía no te noto nada, excepto que estás más hermosa… si eso es posible.

Proleva sonrió afectuosamente a su compañero.

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