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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (67 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Acababan de empezar a comer cuando se puso llover otra vez. Se colocaron bajo el enorme saliente para disfrutar del banquete, unos sentados en el suelo, otros en troncos o bloques de piedra que habían ido llevándose allí en ocasiones anteriores. La Zelandoni detuvo a Ayla cuando ésta se disponía a reunirse con la familia de Jondalar.

–Me temo que tienes un enemigo: Laramar –dijo.

–Lo siento mucho –respondió Ayla–. No era mi intención complicarle la vida.

–Tú no has hecho tal cosa. Era él quien quería complicártela a ti, o como mínimo pretendía humillarte. Bueno, no sólo a ti, sino también a Marthona y su familia. Le ha salido mal, pero ahora, según parece, te echa a ti la culpa.

–¿Por qué ese interés en molestar a Marthona?

–Porque él es el miembro de la caverna de más bajo rango, y ella y Joharran son los de más alta posición, y el otro día él sorprendió a Marthona en un pequeño desliz. Ya debes saber que se trata de una situación difícil. Imagino que a Laramar le produjo una pasajera ilusión de triunfo, y sintió tanto placer que pensó que podía intentarlo de nuevo –aclaró la donier.

Ayla frunció el entrecejo mientras escuchaba las explicaciones de la Zelandoni.

–Quizá no sólo quería humillar a Marthona –dijo–. Me parece que el otro día yo cometí una equivocación.

–¿A qué te refieres?

–El día que fui a enseñar a Lanoga a preparar comida para su hermana y a bañarla, y también a lavarse ella misma, apareció Laramar. Estoy segura de que no sabía que la niña ya no mamaba, ni siquiera que Bologan estaba malherido. Me indigné; ese hombre no me gusta. Lobo estaba conmigo, y me consta que Laramar se asustó al verlo. Intentó disimular, y yo me comporté como la jefa de la manada de lobos que pone en su lugar al Lobo de rango inferior. Sé que no debería haberlo hecho. Fue en ese momento cuando me gané un enemigo.

–¿Realmente los jefes de las manadas de lobos ponen en su lugar a los lobos de rango inferior? –preguntó la Zelandoni–. ¿Cómo lo sabes?

–Aprendí a cazar pequeños carnívoros antes de saber cazar animales grandes –dijo Ayla–. Y me pasaba el día observándolos. Quizá por eso Lobo puede vivir entre personas. Las maneras de comportarse de los lobos no son muy distintas de las nuestras.

–¡Es asombroso! –exclamó la Zelandoni–. Pero me parece que tienes razón. Le diste pie al resentimiento, pero no toda la culpa fue tuya. En el entierro te colocamos entre las personas de categoría superior de la Novena Caverna, que es donde yo creía que debías estar; Marthona y yo estuvimos de acuerdo en ello. Pero Laramar quería que fueses donde creía que te correspondía, detrás de él. De alguna forma tenía razón.

»En un entierro, todos los miembros de la caverna han de ir delante de los visitantes. Pero tú no estás aquí precisamente de paso. Primero te coloqué entre los zelandonia porque eres curandera, y ellos siempre van delante. Después fuiste con Jondalar y su familia porque es tu lugar, como todo el mundo ha confirmado hoy. Pero en el entierro, él se lo reprochó a Marthona, cogiéndola desprevenida. Por eso pensaba que había vencido. Entonces, sin saber nada de lo que había pasado, tú le paraste los pies. Él creía que podía contraatacar, arremeter contra ti y Marthona, pero os ha subestimado.

–¡Ah, estáis aquí! –dijo Jondalar–. Hemos estado hablando de Laramar.

–Nosotras también –contestó Ayla, pero dudaba que ellos hubieran tratado los mismos aspectos del tema. En parte por culpa de ella y en parte por circunstancias que desconocía, se había creado un enemigo. «Otro más», pensó. No pretendía despertar la aversión de ninguna de las personas de la Novena Caverna, pero en el breve tiempo que llevaba allí, se había creado ya dos enemigos. Marona también la odiaba. Hacía tiempo que no la veía, y Ayla se preguntó qué habría sido de ella.

Capítulo 21

La gente de la Novena Caverna llevaba haciendo preparativos para el viaje anual a la Reunión de Verano de los zelandonii desde que había regresado de la anterior, pero conforme se acercaba el momento de partir, aumentaron el ajetreo y la expectación. Debían tomarse las últimas decisiones sobre qué llevarse y qué dejar; sin embargo, era el proceso de cerrar las moradas para el verano lo que definitivamente les hacía tomar conciencia de que se marchaban y no volverían hasta que soplaran los vientos fríos.

Algunos se quedarían por una u otra razón: enfermedades pasajeras o más graves, proyectos pendientes, la obligación de esperar a alguien. Otros regresarían de vez en cuando a su hogar de invierno, pero la mayoría estarían fuera todo el verano. Algunos permanecerían en las inmediaciones del lugar elegido para la celebración de la Reunión de Verano, pero muchos se desplazarían desde allí a otros sitios por diversos motivos a lo largo de la estación cálida.

Se realizarían expediciones de caza y recolección, visitas a parientes, asistencia a reuniones de otros zelandonii, y contactos con otros pueblos vecinos. Algunos jóvenes se aventurarían a alejarse y emprenderían viajes. El regreso de Jondalar con nuevos descubrimientos e inventos, una mujer bella y exótica y apasionantes historias animaría a decidirse por fin a algunos de los que llevaban tiempo planteándose la posibilidad de viajar, y algunas madres que sabían que su hermano había muerto lejos de allí lamentarían que Jondalar hubiera regresado y ocasionado tanto revuelo.

La tarde anterior al día que tenían previsto salir, todos los miembros de la Novena Caverna estaban nerviosos e impacientes. Cuando Ayla pensaba en que Jondalar y ella se unirían en la Reunión de Verano, le costaba creérselo. A veces despertaba y casi se resistía a abrir los ojos por miedo a encontrarse con que todo aquello sólo era un sueño maravilloso y que seguía viviendo en su caverna del solitario valle. Se acordaba de Iza con frecuencia y deseaba que, de algún modo, la mujer a quien ella consideraba su madre supiera que pronto tendría un compañero, y que por fin había encontrado a su gente, o como mínimo a aquellos a quienes había elegido como su gente.

Hacía tiempo que había aceptado que nunca conocería a aquellos entre quienes había nacido, ni llegaría a saber quiénes eran, y de hecho eso era algo que la traía sin cuidado. Cuando vivía con el clan, quería ser como ellos, una mujer del clan, de cualquier clan. Pero cuando finalmente comprendió que no pertenecía al clan, ni pertenecería nunca, la única distinción importante era que su sitio estaba con los Otros, que se sentía emparentada con cualquiera de los Otros. Se había sentido a gusto formando parte de los mamutoi, la gente que la había adoptado, y de buena gana habría sido una sharamudoi, la gente que les había propuesto a ella y a Jondalar que se quedaran con ellos. Deseaba ser una zelandonii no porque éstos fueran mejores, o ni siquiera distintos, que cualquiera de los Otros, sino únicamente porque eran la gente de Jondalar.

Durante el largo invierno, cuando la mayoría permanecía cerca de la Novena Caverna, muchos de ellos se dedicaban a hacer objetos para obsequiar a otras personas cuando volvieran a verlas en la siguiente Reunión de Verano. Cuando escuchó a la gente hablar de regalos, Ayla decidió hacer también algunos. Pese a que no había dispuesto de mucho tiempo para trabajar en ello, preparó pequeños detalles que pensaba regalar a las personas que la habían tratado con especial amabilidad, y que sabía que le obsequiarían cosas a ella y Jondalar por su ceremonia matrimonial. Tenía también una sorpresa para el que iba a ser su compañero. La había acarreado todo el tiempo desde la Reunión de Verano de los mamutoi. Era el objeto que insistió en llevar consigo durante todas las adversidades y asperezas del viaje.

Jondalar planeaba también su propia sorpresa. Joharran y él habían estudiado cuál sería el lugar idóneo para levantar su casa, donde vivirían él y Ayla dentro del refugio de la Novena Caverna de los zelandonii. Quería que estuviera lista cuando regresaran en otoño. Con ese propósito, había iniciado los preparativos. Habló con quienes fabricaban los paneles exteriores de las paredes, con quienes mejor construían los muros de piedra inferiores, con los expertos en la pavimentación del suelo y con los especialistas en los paneles divisorios del espacio interno; en suma, con todos aquellos que intervenían en la construcción de una morada.

El proyecto para la futura casa implicaba complicados intercambios y negociaciones. Primero, Jondalar accedió al trueque de unos cuantos buenos cuchillos de piedra por pieles nuevas, sobre todo de la última cacería de megaceros y bisontes. Él mismo tallaría las hojas de los cuchillos, pero los mangos los haría Solaban, cuyo trabajo Jondalar admiraba especialmente. A cambio de los mangos, él se había prestado a elaborar unos buriles –una especie de cinceles de sílex para esculpir– ateniéndose a las indicaciones específicas del fabricante de mangos. Habían llegado a un acuerdo sobre lo que querían tras largas conversaciones y después de haber hecho varios dibujos con carbón en una corteza de abedul.

Parte de las pieles adquiridas por Jondalar servirían para los paneles de cuero crudo necesarios para la nueva vivienda, y otras para compensar a Shevola, la fabricante de paneles, por su tiempo y su trabajo. Además, le había prometido hacerle un par de cuchillos especiales para cortar piel, unos raspadores para cuero y unas cuantas herramientas para labrar la madera.

Entabló negociaciones similares con el acólito de la Zelandoni, el artista Jonokol, para que pintase los paneles, en cuya composición incorporaría sus propias ideas y dibujos, a partir de los animales y símbolos básicos que todos los zelandonii utilizaban normalmente, además de otros propuestos por Jondalar. Jonokol también quería unas herramientas especiales. Tenía ciertas ideas para esculpir la piedra caliza en relieve, pero su habilidad en la talla del pedernal no bastaba para crear la herramienta que necesitaba, un buril especial de punta ganchuda. Los buriles y las herramientas de pedernal para usos específicos siempre planteaban serias dificultades. Se requería un tallador de gran experiencia y destreza para hacerlas bien.

Una vez reunidos los materiales y los distintos componentes, no tardaría demasiado en construir la morada. Jondalar ya había convencido a algunos parientes y amigos para ir durante unos días a la Novena Caverna durante la Reunión de Verano, junto con los trabajadores especializados –pero sin Ayla–, y levantar la casa con su ayuda. Cada vez que imaginaba la alegría que se llevaría Ayla cuando regresara y se encontrara con su propia morada, Jondalar sonreía de satisfacción.

Pese a que tuvo que dedicar muchas tardes a ofrecer su habilidad como tallador a cambio de los elementos necesarios para la construcción de su morada, las negociaciones fueron agradables. Normalmente, se empezaba por las cortesías de rigor y luego seguía una afable discusión que a veces podía parecer una enconada disputa o incluso una sucesión de comentarios ofensivos, pero que solía acabar con risas mientras los implicados tomaban una infusión, barma, vino o, incluso, comían. Jondalar hizo lo posible para que Ayla no se enterase de sus preparativos para la morada, pero eso no significaba que no estuviera presente en algunas de las negociaciones.

La primera vez que ella oyó regatear a dos personas no entendió el propósito de aquella acalorada e incluso insultante conversación. Tuvo lugar entre Proleva y Salova, la compañera de Rushemar, que era cestera. Ayla pensó que estaban enfadadas de verdad y fue a buscar a Jondalar para que interviniese.

–¿Dices que Proleva y Salova están enzarzadas en una pelea? –preguntó Jondalar–. ¿De qué hablan?

–Proleva ha dicho que las cestas de Salova son feas y están mal hechas, pero eso es falso. Hace unas cestas preciosas, y Proleva debe de pensar lo mismo que yo, porque he visto varias en su morada. ¿Por qué le habrá dicho una cosa así? ¿No puedes mediar para que dejen de discutir de esa manera?

Jondalar comprendió los motivos de aquella sincera preocupación, pero a duras penas consiguió reprimir una sonrisa. Finalmente, no pudo contenerse más y se echó a reír a carcajadas.

–Ayla, Ayla… No se pelean; están divirtiéndose. Proleva quiere unas cestas de Salova; están negociando. Llegarán a un acuerdo, y las dos se darán por satisfechas. A eso se llama «regateo». No puedo interrumpirlas. Si lo intentara, pensarían que las privo de la diversión. ¿Por qué no vuelves con ellas y las observas? Ya verás como no tardan en sonreírse, convencida cada una de haber llegado a un trato ventajoso.

–¿Estás seguro? Se las ve muy furiosas –dijo Ayla, que no acababa de creer que Proleva sólo quisiera unas cestas de Salova, y que era así como se ponían de acuerdo.

Volvió con ellas y buscó un sitio cercano desde donde observar y escuchar. Si era así como intercambiaban cosas la gente de Jondalar, también ella quería aprender a regatear. Al cabo de un rato, advirtió que había otras personas contemplando la confrontación, sonriendo y haciendo gestos de asentimiento. Pronto se dio cuenta de que efectivamente las dos mujeres no estaban enfadadas, pero dudaba que algún día ella llegara a ser capaz de afirmar que algo era espantoso si en realidad le parecía precioso. Movió la cabeza en un gesto de perplejidad. ¡Qué comportamiento tan extraño!

Cuando terminó el regateo, fue en busca de Jondalar.

–¿Por qué la gente encuentra divertido decir tales barbaridades si no es eso lo que piensan? No sé si aprenderé a regatear así.

–Ayla, tanto Proleva como Salova sabían que la otra no hablaba en serio –explicó Jondalar–. Es un juego. Mientras las dos sean conscientes de que es un juego, no hay ningún peligro.

Ayla reflexionó al respecto. «Es más complicado de lo que parece, pensó, pero no acabo de verle el sentido.»

La noche antes de ponerse en camino, con los fardos ya hechos, la tienda examinada y reparada, y los pertrechos de viaje a punto, en casa de Marthona estaban todos tan nerviosos que nadie quería acostarse. Proleva se acercó con Jaradal para preguntar si necesitaban ayuda. Marthona los invitó a entrar y a sentarse un rato, y Ayla se ofreció a preparar una infusión. Llamaron al panel de la entrada una segunda vez, y Folara hizo pasar a Joharran y a la Zelandoni. Habían llegado juntos desde direcciones distintas, ambos con ofrecimientos y preguntas, pero en realidad lo que querían era hacerles una visita y charlar. Ayla añadió agua y hierbas a la infusión.

–¿Necesitaba alguna reparación la tienda de viaje? –preguntó Proleva.

–Nada extraordinario –contestó Marthona–. Ayla ha ayudado a Folara a arreglarla. Han usado el nuevo pasahebras.

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