—Tenéis nuestro agradecimiento.
—Vuestros hombres han comido demasiada fruta poco adecuada, lord Murad de Galiapeno —dijo Kersik—. Tienen aspecto de sufrir descomposición.
—Todavía no conocemos vuestro país y sus costumbres, señora.
—Por supuesto. Que vuestros hombres acampen aquí, en el claro. Les traeré algo que les calmará los estómagos. Si emprenden el viaje hacia Undi en este estado, tal vez no consigan llegar.
—Undi. ¿Es ése el nombre de vuestra ciudad? —preguntó Hawkwood—. ¿Qué idioma puede ser?
—Es un idioma antiguo y olvidado, capitán —dijo la mujer—. Éste es un continente muy antiguo. El hombre lleva aquí mucho tiempo.
—¿Y de dónde habéis salido vos, me pregunto? —murmuró Hawkwood, inquieto al oírse llamar «capitá.». ¿Cómo lo había sabido?
Kersik lo miró intensamente. Había oído su comentario en voz baja.
—Volveré antes de que anochezca —les dijo. Y desapareció.
Los hombres parpadearon. Sólo habían visto un movimiento pardo al otro lado del claro, nada más.
—Una bruja, por las barbas de Ramusio —gruñó Murad.
—No es una bruja —le dijo Bardolin—. Es una maga. El dweomer la rodea por completo.
Y también algo más.
—Se frotó la cara como si tratara de limpiarse la fatiga.
—Hechicería, siempre hechicería —dijo amargamente Murad—. Tal vez ha ido a buscar a algunas cohortes de magos guerreros. Bueno, me pregunto qué les parecerá el acero hebrionés.
—El acero no os servirá de nada aquí, Murad —dijo Bardolin.
—Tal vez. Pero tenemos balas de hierro para los arcabuces. Puede que eso les dé algo en qué pensar. ¡Sargento Mensurado!
—Señor.
—Acamparemos aquí, y haremos lo que ella nos diga. Pero quiero la mecha lenta encendida, y todas las armas cargadas. Quiero a los hombres preparados para repeler cualquier ataque.
—Sí, señor.
Cuando murió la luz y la noche se les echó encima una vez más, la compañía se reunió en torno a tres hogueras, cada una de ellas lo bastante grande para asar un buey. Los soldados montaron guardia, con el humo de la mecha encendida flotando en torno a sus corazas, pateando y silbando para mantenerse despiertos, o abofeteándose a causa de la irritación constante de los insectos.
—¿Creéis que regresará? —preguntó Hawkwood, haciendo una mueca mientras se masajeaba el hombro herido.
Murad se encogió de hombros.
—¿Por qué no se lo preguntáis a nuestro experto residente en asuntos paranormales?
—Señaló con la cabeza hacia Bardolin.
El mago parecía a punto de dormirse; su duende yacía en su regazo, vigilante y con los ojos muy abiertos. Levantó la cabeza, y su barba plateada relució a la luz del fuego.
—Volverá. Y nos llevará a esa ciudad suya. Nos quieren allí, Murad. Si no fuera así, ya estaríamos muertos.
—Pensé que preferían que nos hubiéramos hundido en algún lugar del Océano Occidental —dijo Hawkwood—. Como la tripulación de la carabela.
—Era así, cierto. Pero ahora que estamos aquí, creo que están interesados en nosotros.
—«O en mi». La idea le resultó alarmante y desagradable.
—¿Y quiénes son ellos, mago? —quiso saber Murad—. Habláis como si lo supierais.
—Son algún tipo de practicantes de dweomer, obviamente. Descendientes de viajeros anteriores, tal vez. O puede que un pueblo indígena. Pero lo dudo, pues hablan normanio. Algo ha sucedido aquí, en el oeste. Ha estado ocurriendo durante siglos, mientras nosotros librábamos nuestras guerras y propagábamos nuestra fe ajenos a ello. Algo diferente. No sé qué es, todavía no.
—Sois tan vago como un falso vidente, Bardolin —dijo Murad, disgustado.
—Queréis respuestas; yo no puedo dároslas. Tendréis que esperar. Tengo la impresión de que sabremos más de lo que querríamos antes del final.
Los tres se hundieron en un silencio incómodo. Los fuegos crujían y escupían como felinos airados, y la jungla seguía delirando para sí misma, una muralla de oscuridad y sonido.
—Qué fuegos tan brillantes —dijo una voz—. Casi podría pensarse que tenéis miedo a la oscuridad.
Levantaron bruscamente la cabeza, y Kersik estaba en pie ante ellos. Llevaba una pequeña bolsa de piel que apestaba a savia rancia. Los diminutos vellos de sus muslos eran dorados a la luz del fuego. Cuando sus labios sonrieron, las comisuras ascendieron casi hasta las orejas, y sus ojos eran dos ranuras llenas de luz.
Murad se levantó de un salto y ella retrocedió, volviendo a parecer humana. Mensurado estaba abroncando a los centinelas por haberla dejado pasar sin darse cuenta.
—No necesitáis que los hombres monten guardia durante la noche —dijo ella—. Ahora que estoy aquí, no es necesario. —Dejó caer al suelo la bolsa de piel—. Esto es para los que tengáis las tripas revueltas. Comed unas cuantas hojas. Os calmarán.
—¿Qué sois, la boticaria de la jungla? —preguntó Murad.
Ella lo estudió, con la cabeza inclinada.
—Me gusta este hombre. Tiene espíritu. —Y mientras Murad consideraba su frase, añadió—: Pero deberíais dormir. Mañana nos espera un largo viaje.
Montaron guardia, aunque ella se burló de ellos. Kersik se sentó con las piernas cruzadas al borde de la luz, en la misma posición que la primera vez que la habían visto. Los hombres trazaban el signo del Santo cuando creían que ella no miraba. Devoraron su escasa cena de fruta recolectada, y ninguno de ellos confió en la mujer lo suficiente para probar la bolsa de hojas que les había traído. Luego se durmieron sobre el suelo húmedo, con las espadas y arcabuces cerca de las manos.
El duende de Bardolin no podía tranquilizarse. Se acurrucaba contra el mago en su posición habitual para dormir, y luego se agitaba inquieto y se retorcía para inspeccionar el campo, las figuras durmientes y los centinelas.
Lo despertó poco antes del amanecer, y, en el estado intermedio entre el sueño y la vigilia, hubiera jurado que el campamento estaba rodeado por una multitud de figuras que les contemplaban inmóviles desde los árboles. Pero cuando se incorporó, frotándose los hinchados párpados, habían desaparecido, y Kersik continuaba sentada con las piernas cruzadas, sin un ápice de cansancio en su apariencia.
Murad estaba sentado frente a ella, con la espalda apoyada en un árbol y un arcabuz en las manos, cuya mecha lenta se había consumido casi hasta la rueda. Tenía los ojos febriles de fatiga. Al parecer, había vigilado durante toda la noche. La mujer se levantó y se desperezó, moviendo los músculos bajo la dorada piel.
—¿Habéis descansado? ¿Estáis listo para el viaje? —preguntó.
El noble la estudió con sus ojos hundidos.
—Estoy listo para cualquier cosa —dijo.
Viajaron durante dieciocho días a través de la eterna jungla. Dieciocho días de calor, lluvia, mosquitos, sanguijuelas, barro y serpientes.
Pensando en retrospectiva, Hawkwood estaba sorprendido por la rapidez con que los hombres se habían agotado. Eran soldados endurecidos, y habituados al combate en los valles abrasadores de las Hebros en pleno verano. A bordo del barco, le habían parecido veteranos seguros de sí mismos, de apetitos rudos y constituciones de acero. Pero allí habían caído enfermos como cachorros.
Enterraron al primero seis días después de haber encontrado a su nueva guía, Kersik.
Glabrio Feridas, soldado de Hebrion. Enfermo y tembloroso, se había adentrado en la jungla para aliviar su castigado vientre, y a los que encontraron su cadáver les pareció que había expulsado toda la sangre que le habían dejado los mosquitos y las sanguijuelas.
Después de aquello, los hombres empezaron a comer las hojas que les había traído Kersik. Evitaron las frutas que ella les aconsejó evitar, e hirvieron el agua todas las noches en sus yelmos cada vez más oxidados. No hubo más descomposiciones, pero muchos de ellos siguieron sintiéndose febriles, y pronto los más fuertes tuvieron que cargar con la armadura de los que ya no podían soportar su peso.
Al décimo día, Hawkwood y Bardolin consiguieron al fin que Murad permitiera a los soldados quitarse la armaduras y esconderlas. Los hombres las amontonaron y las cubrieron con ramas y hojas, marcaron una docena de árboles a su alrededor, y al día siguiente emprendieron la marcha cincuenta libras más ligeros, vestidos con sus jubones de cuero.
Avanzaron a mejor ritmo a partir de entonces. Hawkwood calculó que su rumbo era aproximadamente norte-noroeste, y que recorrían unas cuatro leguas al día.
Al duodécimo día, Timo Ferenice fue el segundo hombre en morir. Una serpiente se había deslizado hasta su tobillo mientras cabeceaba durante su turno de guardia, y le había mordido rápida y eficazmente a través de la bota, la media y la piel. Había muerto entre convulsiones, echando espuma por la boca y llamando a Dios, a Ramusio y a su madre.
Al día siguiente encontraron una calzada, o mejor dicho un camino. Era lo bastante ancho para avanzar de dos en dos, un túnel de tierra batida y piedras aplanadas, y al parecer bien cuidado, que les condujo más al norte. Habían llegado más allá de las luces que Murad había visto desde el Spinero, y avanzaban casi en paralelo a la lejana costa.
Durante todo el viaje, Kersik caminaba tranquilamente al frente de la columna, haciendo frecuentes pausas para permitir que la alcanzaran los hombres que la seguían jadeantes. La tierra empezó a elevarse casi imperceptiblemente, y Bardolin supuso que se estaban acercando a las estribaciones meridionales de la gran montaña en forma de cono que habían avistado el día del desembarco.
El paso debería haberse acelerado al llegar al camino, pero los miembros de la compañía tenían la sensación de quedarse sin fuerzas. La falta de sueño y la mala comida se estaban cobrando su precio, igual que el calor implacable. Al decimoséptimo día, el vigésimo primero después de la partida de Fuerte Abeleius, los soldados avanzaban a trompicones sólo con las camisas de lino; los jubones de cuero estaban demasiado podridos y mohosos para serles de utilidad. Y, pese a las hojas medicinales, las fiebres de dos de los hombres habían alcanzado tal intensidad que tenían que ser llevados a cuestas en toscas camillas por sus exhaustos compañeros.
—Creo que todavía no la he visto sudar —dijo Hawkwood a Bardolin cuando llegaron al campamento aquella noche. Kersik permanecía a un lado, sentada con las piernas cruzadas y el rostro sereno.
Bardolin estaba dormitando. Despertó de un sobresalto y acarició a su bullicioso duende.
La pequeña criatura comía mejor que ninguno de ellos, porque se atiborraba alegremente de toda clase de insectos que encontraba entre las hojas. Acababa de volver de buscar comida, y sonreía satisfecho en el regazo de Bardolin, con el vientre tenso como un tambor.
—Hasta los magos sudamos —dijo el viejo mago con irritación, pues había estado a punto de dormirse.
—Ya lo sé. Por eso es tan extraño. De algún modo, no parece real. Bardolin volvió a tumbarse con un suspiro.
—Nada de esto parece real. Los sueños que tengo por las noches me parecen más reales que la vigilia.
—¿Sueños agradables?
—Extraños, distintos a todos los que tenía hasta ahora. Pero también hay un elemento de familiaridad. Tengo continuamente la sensación de que todo lo que hemos visto aquí encaja de algún modo… De que si pudiera retroceder un poco, vería el dibujo en su totalidad. Esa inscripción en la estatua que encontramos… me recuerda a algo que conozco. La muchacha: ciertamente, es practicante de dweomer, pero también hay algo desconocido en ella, algo que no puedo descifrar. Es como tratar de leer un libro antaño conocido bajo una luz demasiado débil.
—Tal vez la luz se vuelva más brillante para vos cuando lleguemos a esa ciudad. Según dice ella, estaremos allí mañana. Me gustaría poder decir que lo estoy deseando, pero el explorador que hay en mí ha perdido gran parte del gusto por esta expedición.
—Pero él no —dijo Bardolin, agitando una mano en dirección al lugar donde Murad hacía su ronda nocturna del campamento, comprobando el estado de sus hombres.
—No podrá seguir así durante mucho tiempo —dijo Hawkwood—. No creo que haya dormido más de una hora por noche desde que salimos de la costa.
Murad se parecía menos a un oficial preocupado por sus hombres que a un diablo a punto de devorar a los enfermos. El cabello lacio le caía en tiras negras en torno a la cara, y la carne había desaparecido de su nariz, pómulos y sienes. Su cicatriz parecía un extraño pliegue de tejido, como una boca extra y de labios muy finos en un lado de su rostro. Hasta sus dedos eran esqueléticos.
—Apenas llevamos un mes en tierra —dijo Hawkwood en voz baja—. Hemos enterrado a cinco compañeros en este tiempo, y puede que haya muerto alguno más en el fuerte, y los demás estamos al borde de la extenuación. ¿Realmente creéis que esta tierra puede ser habitable por hombres civilizados, Bardolin?
El mago cerró los ojos y volvió la cabeza.
—Os lo diré después de mañana.
Aquella noche, Bardolin volvió a tener el mismo sueño.
Pero en aquella ocasión, fue Kersik la que acudió a él en la oscuridad, desnuda, y su piel era una flor perfecta de color miel. Estaba increíblemente hermosa, pese a las dos hileras de pezones que le recorrían el torso, desde los pectorales al ombligo, y a las garras que se curvaban en los extremos de sus dedos. Sus ojos relucían como el sol entre las hojas.
Hicieron el amor sobre el blando suelo junto al campamento. Aquella vez, Bardolin se situó encima, moviéndose sobre su firme suavidad con el vigor de un muchacho. Y, en torno a la pareja, unas figuras fantásticas y enmascaradas bailaban y saltaban locamente, esbeltas, sonrientes, con ranuras verdes en lugar de ojos y orejas en forma de cuernos. Bardolin pudo sentir sus pies, ligeros como hojas, danzando sobre el hueco de su espalda mientras penetraba a la mujer que tenía debajo.
Pero había otra presencia. Volvió la cabeza y pudo distinguirla, pese al apretón de la mano de ella en su cuello, una presencia alta y oscura que se erguía sobre las figuras en movimiento.
Un cambiaformas con aspecto de lobo.
Ninguno de ellos había dormido bien. Bardolin estaba dolorido, como si alguien le hubiera estado pateando durante toda la noche. La compañía fue despertando, mientras el sargento Mensurado obligaba a los hombres a ponerse en pie. Kersik los contemplaba como una madre indulgente.
Murad apareció entre los árboles. Se había afeitado, y la sangre de su barbilla era un testimonio del esfuerzo que ello le había costado. Se había recogido el cabello rebelde, y se había puesto una camisa limpia, que, sin embargo, tenía manchas de moho. Parecía casi fresco, pese al fulgor en sus ojos hundidos.