Se hablaba poco. Todos sabían lo de las luces avistadas la noche anterior, pero los soldados no parecían demasiado preocupados por lo que podían implicar. Donde había luces había algún tipo de civilización, y los hombres parecían pensar que su obligación era reclamarla, por la fuerza de las armas si era preciso. Sin embargo, aún no habían encontrado ningún signo de civilización, como la carretera que habían visto desde el risco.
El grito de Masudi los hizo levantarse, y corrieron hacia él, tomando ramas ardientes de las hogueras y aplicándolas rápidamente a la mecha lenta. La jungla era un claroscuro en movimiento de sombras y llamas, negruras amenazadoras, hojas como látigos. Chapotearon a través de un riachuelo. La antorcha de los dos buscadores de fruta se distinguía débilmente ante ellos.
—¿Qué hay? ¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Murad.
El rostro negro de Masudi relucía de sudor, pero no parecía asustado. Tras él aguardaba Mihal, con la camisa llena de fruta.
—Allí, señor —dijo el gigantesco timonel, levantando la antorcha—. Mirad qué hemos encontrado.
La compañía estudió la noche iluminada por las llamas. Había algo allí, más voluminoso que los árboles. Pudieron ver un rostro siniestro, un hocico cubierto de colmillos y dos largas orejas en la parte trasera de un gran cráneo. Estaba medio cubierto de enredaderas.
—Una estatua —dijo Bardolin con calma.
—Me ha hecho gritar, al encontrarla así, de repente. He estado a punto de soltar la antorcha. Lo siento, señor —dijo Masudi al indignado Murad.
—Es un hombre lobo —les dijo Hawkwood, estudiando el monolito. La estatua medía quince pies de altura, y con su mueca parecía expresar su ansia de liberarse de las enredaderas que lo ataban. El cuerpo estaba casi oculto por hojas en forma de pala. Una zarpa yacía en el suelo a sus pies. La jungla estaba resquebrajando lentamente la piedra esculpida, rompiéndola y absorbiéndola.
—Un buen parecido —dijo Murad con una jocosidad forzada que no engañó a nadie.
Bardolin había encendido el resplandor frío de una luz mágica, y estaba inspeccionando la estatua más de cerca, aunque casi todos los soldados habían retrocedido, apuntando con sus arcabuces a la oscuridad, como si esperaran ser atacados por las réplicas en carne y hueso de aquel ser.
Un movimiento entre la vegetación. El duende ayudó a su amo a romper las resistentes hojas y tallos.
—Aquí hay una inscripción que creo que puedo leer. —La luz mágica descendió hasta estar a punto de tocar la frente arrugada del mago—. Está en normanio, pero en un dialecto arcaico.
—¿En normanio? —Murad escupió las palabras con incredulidad—. ¿Qué dice?
El mago apartó el musgo con la mano. En torno a ellos, el ruido de la jungla había cesado y la noche estaba casi en silencio.
Acompáñanos en este cambio de oscuridad y vida para que veamos el corazón del hombre vivo, y conozcamos en nuestra hambre lo que nos une al ancho mundo que aguarda nuestro regreso.
—Estupideces —gruñó Murad.
El mago se irguió.
—Conozco esto de algún lugar.
—¿Lo habéis leído antes? —preguntó Hawkwood.
—No. Pero tal vez algo parecido.
—Comentaremos más tarde las implicaciones históricas. Todo el mundo al campamento —ordenó Murad—. Marineros, traed la fruta que habéis encontrado. Bastará para esta noche.
Nadie durmió mucho aquella noche, porque la jungla continuó durante horas silenciosa como una tumba, y el silencio era mucho más inquietante que los gritos de cualquier bestia o ave nocturna. La compañía encendió fuegos, pese al hecho de que el sudor les goteaba hasta de las puntas de los dedos. Necesitaban la luz, la tranquilidad de saber que sus camaradas estaban a su alrededor. Los fuegos tenían un efecto claustrofóbico, sin embargo, haciendo que las torres de los árboles les presionaran con más fuerza, enfatizando la enorme e inquieta jungla, que seguía atareada con sus asuntos misteriosos en la oscuridad, como había hecho durante eones antes de su llegada. Eran como simples parásitos nómadas perdidos en la piel de una criatura tan enorme como todo un planeta. Aquella noche no temían a las bestias desconocidas ni a los nativos extraños, sino a la misma tierra, que parecía latir y murmurar con una vida propia, ajena, incomprensible y totalmente indiferente a ellos.
Echaron otro vistazo a la estatua cuando salió el sol. De día parecía menos impresionante, esculpida con más crudeza de lo que habían pensado. Año tras año, la jungla la estaba destruyendo por completo. Era imposible calcular su antigüedad.
Otro día de marcha. Siguieron la dirección que Hawkwood les indicó por la mañana, manteniendo el rumbo a base de comprobar y volver a comprobar el rastro de árboles quemados detrás de ellos. Era imposible estar seguro, pero Hawkwood calculaba que se encontraban a unas seis leguas al oeste de la primera colina, la que Murad había bautizado como
Heyeran Spinero
. Los soldados se mostraron disconformes con la noticia, pues creían que habían recorrido el doble de distancia, pero Hawkwood había medido sus pasos, e incluso había sido generoso al calcular. Parecía imposible que, tras varios días de esfuerzos hercúleos, el resultado hubiera sido tan escaso.
Sólo Murad parecía despreocupado, tal vez porque contaba con encontrar a los nativos de aquella tierra antes de haber tenido que recorrer muchas más millas.
Llegó otra noche calurosa, otro montón de leña que recoger, otra serie de fruta dulce e insustancial que devorar a la luz amarillenta de las llamas. Y luego dormir. El sueño llegó con facilidad aquella noche, pese al calor, a los insectos y a los misterios de la oscuridad.
Bardolin despertó en algún momento de la noche para descubrir que los fuegos se habían convertido en ascuas rojas y que los centinelas se habían dormido. La jungla estaba quieta y silenciosa.
Escuchó aquella vasta quietud. El sonido más fuerte era el del latido de su propio corazón en el interior de su boca. Tenía la extraña impresión… de que alguien lo estaba llamado, alguien que conocía.
—¿Griella? —susurró, y el aire nocturno invadió su cabeza.
Se levantó, dejando a su duende dormido y susurrando, y se abrió paso entre las siluetas durmientes de sus compañeros, extrañamente tranquilo.
Una negrura como el interior de la boca de un lobo lo rodeó y se apoderó de él. Siguió andando, y parecía que sus pies apenas tocaban el detritus del suelo de la jungla. Tenía los ojos muy abiertos, pero sin ver. La jungla se elevaba hasta alturas tenebrosas por encima de él, y las estrellas nocturnas eran invisibles al otro lado de la bóveda de árboles. Las hojas le acariciaron la cara, mojándola con agua tibia. Las enredaderas se deslizaron por su cuerpo como serpientes velludas, al mismo tiempo ásperas y suaves. Se sentía como si se hubiera despojado de una piel más gruesa, y se hubiera quedado con los nervios desnudos y latiendo en la noche, temblando ante cada ráfaga de aire o gota de agua.
Una sombra más profunda delante de él, una forma más negra aún que la de la jungla.
En ella ardían dos luces amarillas que parpadeaban al unísono. Sin embargo, no tenía miedo.
«Estoy soñando», se dijo a sí mismo, y aquella idea tranquilizadora mantuvo su terror a raya.
Las luces se movieron, y sintió un calor que nada tenía que ver con el aire nocturno. La piel se le erizó cuando la forma se le acercó, como un amanecer negro.
Las luces eran ojos de un azafrán brillante y con las pupilas negras como las de un gato enorme. Estaba en pie frente a él. Hubo un ruido, un susurro grave como un gruñido continuo, pero en un tono más ronco. Además de oírlo, percibió el sonido en su nueva piel.
Y sintió el pelaje de la criatura, suave como el terciopelo aplastado. Una experiencia sensual y placentera que le hizo desear enterrar las palmas en aquella suavidad.
El mundo daba vueltas, y se había quedado sin aliento. Estaba en el suelo, boca arriba, y dos grandes zarpas se habían apoyado en sus hombros. Sintió el cosquilleo de su pelaje, afilado como agujas, y el aliento de la criatura en el rostro.
La bestia descendió sobre él como si quisiera modelarse en su cuerpo. Las manos de Bardolin le palparon las costillas musculosas bajo el pelaje, y rozaron una hilera de pezones a lo largo del tenso vientre. Le pareció que la criatura gemía, un sonido casi humano. Fue consciente de los latidos en su entrepierna, de la presión y el calor de la criatura.
Y entonces la bestia se había erguido. Un arañazo de dolor en algún lugar en torno a su cadera que le hizo gritar en voz alta; sus calzas fueron arrancadas, y la bestia descendió sobre él, tomándolo en su interior.
Un calor febril y el apretón líquido de sus músculos. La criatura le empujó las nalgas contra el humus, con la cabeza echada hacia atrás y la boca roja abierta, de modo que pudo verle el largo resplandor de los colmillos. Le asió el pelaje con los puños al sentir la llegada del clímax, y le pareció que gritaba.
La bestia volvió a tumbarse sobre él por un momento, y pudo sentir la presión de sus dientes en el cuello. Luego el peso y el calor se apartaron de él. Se encontró hundido en el barro de la jungla, completamente agotado.
Sintió un beso; un beso humano de labios burlones sobre los suyos. Entonces supo que volvía a estar solo, de nuevo en su viejo cuerpo, y que había perdido aquella intensa percepción de cuanto le rodeaba. Se echó a llorar como un niño castigado.
Y despertó. Había amanecido, y el campamento empezaba a ponerse en movimiento. El olor acre a humo viejo flotaba pesadamente en el aire.
Hawkwood le pasó una botella de agua. Aparentaba diez años más a la luz gris de la mañana, con su barba castaña llena de musgo.
—Un día más, Bardolin. Parece que habéis pasado una mala noche.
Bardolin tomó un sorbo de agua. Su boca lo absorbió y continuó seca como la pólvora.
Bebió un poco más.
—Menudo sueño he tenido —dijo—. Menudo sueño.
Había cabellos negros adheridos a sus palmas por el sudor. Los contempló con curiosidad, preguntándose de dónde podían haber salido.
La compañía levantó el campamento en silencio, los hombres moviéndose con lentitud en el calor creciente. Ocuparon su lugar habitual en la fila, algunos comiendo fruta, otros abrochándose las calzas, con los rostros demacrados a causa del caos en sus intestinos. Cada vez más hombres sucumbían a la inadecuación de su extraña dieta. Los alrededores del campamento apestaban a estiércol. Con los ojos vacíos, emprendieron la marcha.
Por la tarde de aquel día, el cuarto, la lluvia llegó con su agotadora regularidad, y siguieron avanzando como ovejas indiferentes al cayado del pastor. Masudi y Cortona, uno de los soldados más fuertes, estaban delante, abriendo camino y protegiéndose los ojos con una mano, como si el sol fuera demasiado brillante. Tras ellos, el resto de los soldados avanzaban penosamente, con su armadura, antaño brillante, de color coral en algunos lugares y verde en otros. Sus botas medio podridas se hundían en la capa de hojas y barro, y en ocasiones se veían obligados a inclinarse y tirar de sus pies con las manos para liberarlos del barro absorbente.
Los dos hombres de delante se detuvieron. La pesada vegetación se había abierto como una pared rota, y ante ellos había un claro, cuyo lado opuesto quedaba oculto por la lluvia torrencial.
—¡Señor! —gritó Cortona por encima del chaparrón, y Murad empezó a apartar a todo el mundo a empujones para llegar a la vanguardia.
Había una figura sentada en mitad del claro, con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada bajo la lluvia. Hasta donde podían ver, era una mujer, con el cabello oscuro recogido y vestida de cuero, con los brazos y las piernas desnudos. No miró a los perplejos exploradores, que, sin embargo, sabían que ella los había percibido, pese a que no dio ninguna señal de reconocer su presencia. Y había extraños destellos de movimiento a lo largo del borde del claro, detrás de ella.
Los hombres de la compañía permanecieron inmóviles, mientras el agua les resbalaba por los rostros y se les metía en las bocas. Finalmente, Murad desenvainó su estoque, ignorando el siseo de alarma de Bardolin.
La mujer del claro levantó la vista, pero hacia el cielo, no hacia ellos. Durante un instante, sus ojos parecieron vacíos y blancos bajo la lluvia, sin iris ni pupilas. Luego la lluvia cesó con la misma rapidez de siempre en aquella tierra. Terminado su trabajo, las nubes empezaron a aclararse y dejar pasar el sol.
La mujer sonrió, como si todo aquello fuera obra suya y se sintiera orgullosa. Luego miró directamente al grupo de hombres que estaban frente a ella, con las espadas desenvainadas y los arcabuces preparados.
Volvió a sonreír, y en aquella ocasión les mostró unos dientes blancos y afilados como los de un gato. Sus ojos eran muy oscuros, su rostro puntiagudo y delicado. Se incorporó con un movimiento sinuoso que hizo que todos los hombres que la observaban contuvieran la respiración. Una cintura desnuda, con líneas de músculos a cada lado del ombligo. Pies descalzos, piernas esbeltas de color miel.
—Soy Kersik —dijo en normanio, con cierto acento extraño, cierta lentitud anticuada—.
Saludos y bienvenidos.
Murad se recobró más rápidamente que ninguno de ellos, y, aristócrata hasta la médula, se inclinó con un movimiento elegante de su resplandeciente estoque.
—Lord Murad de Galiapeno a vuestro servicio, señora.
Hawkwood observó con ironía que no se había presentado como su excelencia el gobernador.
Pero Kersik dirigió su mirada más allá de él, hacia donde estaba Bardolin con su duende al hombro, maltrecho y empapado.
—Y tú, hermano —dijo—. Tú eres doblemente bienvenido. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que un maestro de las disciplinas visitó nuestras costas.
Bardolin se limitó a asentir, muy rígido. Durante un instante, se miraron a los ojos, el mago encorvado y la esbelta joven. Bardolin frunció el ceño, y ella sonrió como en respuesta, con los ojos brillantes.
Hubo una pausa. Los soldados devoraban a la mujer con la vista, pero ella parecía imperturbable a sus miradas hambrientas.
—Os dirigís a la ciudad, supongo —dijo ella con ligereza.
Murad y Hawkwood intercambiaron una mirada, y el noble de las cicatrices volvió a inclinarse.
—Sí, señora, allá nos dirigimos. Pero, por desgracia, no sabemos cómo llegar.
—Eso pensaba. Yo os acompañaré, entonces. Es un viaje de muchos días.