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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Los reyes heréticos (31 page)

BOOK: Los reyes heréticos
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Pero allí estaba oscuro. No había colores, simplemente una pesadilla monocromática.

Las sombras de ojos resplandecientes parecían brotar del mismo suelo, y el calor que emanaba de su oscuridad era algo palpable incluso en las profundidades de la noche. Más que cuerpos sólidos, eran sombras entrevistas. Imágenes de una cabeza de animal sobre una estructura bípeda, el cálido contacto de la sangre, los gritos. Todo transcurrió con la irrealidad vívida propia de un sueño. Un espejismo oscuro. Pero era real.

Los hombres de detrás chillaron horriblemente, y el cofre que transportaban les fue arrancado de las manos. Un fuerte golpe, y luego una lluvia de oro tintineando sobre la calle.

Unas sombras levantaron a los dos hombres en el aire y entonces ocurrió algo demasiado rápido para identificarlo, y los hombres quedaron destrozados, con las vísceras serpenteando como gallardetes al viento, y los cuerpos convertidos en carne y huesos destrozados que fueron arrojados a un lado.

Cuando las sombras se cernieron sobre ellos, los hombres de delante dispararon sus arcabuces entre resplandores y columnas de humo. Hubo aullidos de dolor y gemidos desesperados procedentes de las siluetas que se acercaban.

Los demás soldados habían soltado el otro cofre y también a su camarada enfermo, Gerrera. Se agruparon y prepararon sus armas. Gerrera chilló cuando las sombras se le arrojaron encima y fue despedazado. Una ráfaga de disparos de arcabuz; las balas de hierro impactaron en las hileras apenas entrevistas de los enemigos, y la noche quedó desgarrada por sus gritos. Podían verse cuerpos enormes decorando la calle, totalmente inmóviles, pero cambiando sutilmente de forma y tamaño al mismo tiempo.

Los atacantes retrocedieron por un momento, y los soldados de Murad recargaron febrilmente las armas.

—Debemos tratar de huir —dijo el noble, con el delgado torso agitado y la cara reluciente de sudor—. El túnel no está lejos; puede que algunos lo consigamos. De lo contrario, moriremos todos aquí.

—¿Y qué hay de Bardolin? —preguntó Hawkwood.

—Tendrá que arreglárselas solo. No podemos cargar con él. Tal vez las criaturas lo reconocerán como a uno de los suyos; ¿quién sabe?

—¡Bastardo! —espetó Hawkwood, sin estar muy seguro de a quién se refería.

Las criaturas volvieron a surgir rugiendo de la noche. Siete arcabuces abrieron fuego, derribando a una docena, pero el resto siguió acercándose. Se encontraban ya entre los soldados supervivientes, mordiendo, arañando y aullando: simios, jaguares y lobos, y una serpiente con brazos a la que Hawkwood atacó furiosamente con su machete de hoja de hierro, de modo que la criatura cayó al suelo entre chillidos agudos, y su cabeza se convirtió en la de una hermosa mujer mientras su cuerpo de reptil se agitaba entre estertores agónicos.

Cortona fue aplastado contra el suelo por un gran hombre lobo que le arrancó media cara con un movimiento del puño. Murad se apoderó del arcabuz del hombre muerto, extrajo el atacador y lo clavó en la apestosa mandíbula de la criatura, que fue derribada con el paladar destrozado. Algo le atacó por detrás y le arañó la espalda con unas garras afiladas como navajas. Murad se volvió para enfrentarse a un enorme felino negro, y le apuñaló en un ojo con el atacador. Se echó a reír cuando la criatura chilló y cayó a un lado, con la herramienta clavada en la pupila destrozada.

Uno de los soldados fue levantado en el aire por dos de las bestias y despedazado entre ambas como un saco podrido; sus entrañas estallaron para rociarlos a todos de sangre y vísceras malolientes, y el oro con que el hombre había llenado su camisa y bolsillos tintineó a su alrededor. Otro fue inmovilizado mientras un hombre lobo le mordía la nuca, partiéndole la espina dorsal con las inmensas mandíbulas, y su cabeza quedó colgando de un delgado hilo de tráquea y piel.

Mensurado había seguido el ejemplo de Murad y estaba apuñalando a derecha e izquierda con un atacador de hierro. En el frenesí de la batalla, gritaba obscenidades y blasfemias, y las bestias empezaron a apartarse a su paso. Sólo necesitaba perforarles la piel con su tosca herramienta, y la hechicería que les proporcionaba su forma animal quedaba rota.

El hierro las destruía de un modo tan irremediable como si una bala les hubiera atravesado un órgano vital.

Hawkwood agarró a Masudi.

—Coge a Bardolin. Vamos a tratar de huir.

—¡Capitán! —gritó desesperado el enorme timonel.

—¡Haz lo que digo! Mihal, ayúdale.

Masudi cargó con el mago inconsciente, mientras a su alrededor los soldados, cada vez más escasos, seguían luchando por sus vidas. Los tres marineros poseían, como armamento secundario, los cuchillos de hierro barato que eran más herramientas que armas, pero que resultaron más valiosos que el oro en la refriega, más efectivos que una batería de culebrinas.

Se abrieron camino con ellos, y las hojas de hierro cortaban adelante y atrás como si segaran trigo. Las bestias se retiraban ante ellos: sabían que un corte de aquellos cuchillos significaba la muerte.

Detrás del trío de desesperados marineros, los soldados siguieron luchando con atacadores, culatas y cuchillos. Pero los asaltantes eran demasiados. Uno tras otro fueron rodeados, derribados y despedazados. La calle estaba sembrada de monedas de oro y fragmentos de cuerpos rodeados de charcos de sangre y entrañas. Murad, Mensurado y un par de hombres hicieron un último esfuerzo, un asalto combinado. Hawkwood tuvo tiempo de mirar hacia atrás un momento, pero sólo pudo ver a un grupo de monstruos amontonados, como alimentándose del mismo comedero. Se separaron cuando Murad, con la camisa arrancada de la espalda y la piel hecha trizas, surgió entre ellos, blandiendo un trozo de martillo de arcabuz. El noble se alejó con una velocidad increíble, perseguido por una docena de cambiaformas, y desapareció en la noche.

El grupo de Hawkwood siguió adelante, volviéndose de vez en cuando para mantener a raya a sus asaltantes con los machetes. La ladera del volcán se elevaba sobre ellos, y estaban rodeados de árboles y vegetación; habían dejado atrás la parte principal de la ciudad. La abertura en el muro del cráter era visible ante ellos como una cuña de estrellas.

Mihal fue demasiado lento. Al disparar un brazo para acuchillar a una de las criaturas, ésta le agarró la muñeca. Fue arrastrado hacia una confusión de sombras, y ni siquiera pudo gritar antes de que acabaran con él. Otra criatura derribó a Masudi por detrás. Bardolin cayó al suelo, y Hawkwood se tambaleó, mientras el machete salía disparado de su mano.

Retrocedió a gatas hacia los arbustos, rodando y abriéndose camino entre la vegetación como una zorra decidida a esconderse. Allí permaneció, totalmente agotado, mientras la jungla hervía de aullidos y las hojas le azotaban la cara. Trató de pensar en una plegaria, una última idea, algo coherente en medio del terror que dominaba su cerebro, pero su mente estaba en blanco. Continuó tumbado, aturdido y sin recursos, como un animal acorralado, esperando a que la muerte llegara de la oscuridad.

Y llegó. Oyó el crujir de los arbustos, y percibió una sensación de calor a su lado, la impresión de una presencia enorme.

No ocurrió nada.

Abrió los ojos, y los latidos de su corazón eran como una luz roja que se encendía y apagaba en su cabeza, moviéndose por su garganta como el oleaje en un mar inquieto. Y vio los ojos amarillos de la bestia que yacía junto a él, y sintió su aliento en la frente empapada de sudor.

—Buen Dios, acaba de una vez —graznó, mientras el miedo se apoderaba de él, privándole de toda capacidad de desafío.

La bestia, un hombre lobo enorme, se echó a reír.

El sonido era humano y racional, pese a su procedencia.

—¿Acaso os haría daño a vos, capitán, el navegante, el que conduce los barcos? No lo creo. No lo creo.

Desapareció. La noche quedó en silencio, el silencio absoluto de la jungla inquieta.

Levantando la vista, Hawkwood pudo ver las estrellas brillando entre las ramas de los árboles.

Esperó a que la bestia regresara y acabara con él, pero no fue así. La noche se había vuelto tan pacífica como si la carnicería hubiera sido algo imaginario, un sueño vívido producto de un delirio febril. Se incorporó con cautela, oyó un gemido cercano y se puso en pie tambaleándose.

Nada funcionaba como era debido. Su mente estaba inmovilizada, apenas capaz de dar órdenes al cuerpo que la albergaba. Consiguió salir al camino, y lo primero que vio fue la cabeza de Masudi plantada sobre el pavimento, como una fruta caída, oscura y brillante.

Hawkwood sintió náuseas y vomitó una débil sopa de bilis abrasadora. Había otras cosas en el camino, pero no quiso mirarlas. Volvió a oír el gemido, y buscó su procedencia.

Era Bardolin, moviéndose débilmente en un charco de sangre de Masudi.

Hawkwood se agachó junto al mago y le abofeteó con fuerza en el rostro. Como si, de algún modo, fuera el responsable de la matanza de la noche.

Bardolin abrió los ojos.

—Capitán.

Hawkwood no podía hablar, y temblaba como si estuviera muerto de frío. Trató de ayudar a Bardolin a levantarse, y resbaló con la sangre, de modo que ambos quedaron yaciendo en el suelo, como gemelos escupidos de un útero perforado.

Continuaron allí. Hawkwood se sentía como si hubiera sobrevivido al fin del mundo. No podía estar vivo; se encontraba en una especie de infierno sutil.

Bardolin se sentó frotándose el rostro, y volvió a caer. Pasaron varios minutos antes de que ambos lograran ponerse en pie, como dos juerguistas intoxicados que hubieran estado chapoteando en un matadero. Bardolin vio la cabeza cortada de Masudi y jadeó.

—¿Qué está pasando?

Pero Hawkwood seguía sin poder hablar. Se llevó a Bardolin de la escena de la batalla, ascendiendo por el camino hacia donde la pared del volcán se elevaba en la noche, hendida por la cuña de estrellas.

Mientras caminaba, Hawkwood recuperó parte de su fuerza, y consiguió ayudar al aturdido Bardolin. El mago estaba totalmente desconcertado, y parecía no saber dónde se encontraba. Parloteaba sobre pirámides y travesías, y tenía discusiones filosóficas consigo mismo sobre el dweomer, repitiendo una y otra vez las Siete Disciplinas, hasta que Hawkwood se detuvo y lo sacudió violentamente. Entonces se calló, pero siguió pareciendo igual de confuso.

Llegaron a la abertura que conducía al exterior del círculo del cráter. En la oscuridad, era como la entrada a una tumba primitiva, un cementerio megalítico. Estaba desierta, sin vigilancia.

De hecho, todo el círculo de la ciudad estaba muerto y sin luz, como si todo lo que habían visto allí hubiera sido una ilusión, una alucinación producto de sus mentes fatigadas.

Los dos hombres avanzaron por el túnel como sonámbulos, tropezando y rebotando contra la piedra. No se dirigieron la palabra, ni siquiera cuando finalmente llegaron al otro lado y se encontraron fuera del cono hueco del Undabane, con las laderas estériles del volcán extendidas ante ellos bajo la luz de la luna, y más allá el mar oscuro de la jungla.

Una sombra surgió de las rocas ante ellos y avanzó entre la toba y las cenizas hasta que estuvo lo bastante cerca para tocarlos. Murad.

La carne viva relucía sobre su torso desnudo, y de sus heridas rezumaba una sangre negra como el alquitrán. Estaba medio calvo; algo le había arrancado el cuero cabelludo desde la frente a una oreja.

—¿Murad? —consiguió decir Hawkwood. No podía creer que aquel despojo humano fuera el hombre al que conocía y detestaba.

—El mismo. De modo que os han dejado marchar, ¿eh? El navegante y el mago.

—Hemos escapado —dijo Hawkwood, pero supo que era mentira en cuanto la frase salió de sus labios. Los tres se quedaron inmóviles, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo, como si no hubiera un reino de monstruos sedientos de sangre en el interior de la montaña.

—Nos han dejado marchar —dijo Murad, y su mueca despectiva continuaba intacta—. O al menos a vosotros. En mi caso, no estoy tan seguro. Tal vez simplemente he tenido suerte.

¿Cómo está el mago, en cualquier caso?

—Vivo.

—Vivo. —De repente, Murad pareció desmoronarse. Tuvo que arrodillarse—. Los han matado a todos —susurró—, hasta el último hombre. ¡Y tanto oro! Tanta… sangre.

Hawkwood lo ayudó a levantarse.

—Vamos. No podemos quedarnos aquí. Tenemos un largo camino por delante.

—Somos muertos vivientes, capitán.

—No. Estamos vivos. Querían que siguiéramos con vida, según parece, y en algún momento quiero averiguar por qué. Ahora, coged el otro brazo de Bardolin. Cogedlo, Murad.

El noble hizo lo que se le ordenaba. Juntos, los tres hombres descendieron por la ladera de la montaña, mientras la ceniza les quemaba en las heridas como si fuera sal.

Cuando la aurora aclaró el cielo, se encontraban casi al pie del volcán, y la eterna jungla chillaba y gemía con la familiaridad de siempre ante ellos. Se sumergieron en ella una vez más, perdiéndose en un mundo de penumbra y árboles soñadores.

La bestia oculta los observó desaparecer, como tres peregrinos maltrechos en busca de una visión que sólo ellos conocían. Luego abandonó su escondite y los siguió, silenciosa como un soplo de aire.

Tercera parte
Las guerras de la fe

Siempre que hacía alguna incursión en los territorios

enemigos, mataba a hombres, mujeres y

niños, y arrasaba, destruía o quemaba cuanto

podía, sin dejar a salvo nada que perteneciera al

enemigo y que él pudiera devastar o consumir…

Crónica de sir Humphrey Gilbert, 1570

17

Charibon estaba prisionera del invierno.

Las nevadas fuertes habían llegado al fin, en una serie de tormentas que descendieron de las cumbres de las montañas Címbricas y envolvieron la ciudad monasterio en una tempestad blanca. En las colinas de Naria, la nieve llegó a medir varias brazas de profundidad, sepultando caminos y pueblos, aislando ciudades enteras. Los botes pesqueros que normalmente navegaban por el mar de Tor llevaban largo tiempo varados, y la orilla del propio mar se había convertido en media legua de hielo, tan grueso que hubiera podido soportar a un ejército en marcha.

En Charibon, un pequeño ejército de trabajadores luchaba por mantener los claustros limpios de nieve. Los ayudaban centenares de novicios, que cavaban y manejaban las palas hasta que sus mejillas sonrosadas se cubrían de sudor, pero que conservaban las energías para las peleas de nieve, el patinaje y otras diversiones. Al contrario que los campesinos pobres de los alrededores, no tenían que preocuparse por si la comida les bastaría para sobrevivir al invierno. Era una de las ventajas de la vida religiosa, al menos tal como la vivían los clérigos de Charibon.

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