Los Reyes Sacerdotes de Gor (25 page)

BOOK: Los Reyes Sacerdotes de Gor
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—Una excelente idea —comenté.

Al-Ka guió el disco de transporte y los tres iniciamos el viaje hacia el compartimento de Misk. Detrás marchaban los portadores de Gur.

Pasé el brazo sobre los hombros de Vika. —¿Sabías —pregunté— que volvería a buscarte?

Se estremeció y miró hacia delante, hacia el túnel en sombras. —No —dijo—, sabía únicamente que harías lo que se te antojara.

Alzó los ojos hacia mí.

—¿Una pobre esclava puede rogar —murmuró en voz baja—, que se le ordene acercar sus labios a los tuyos?

—Así se le ordena —dije, y sus labios buscaron ansiosamente los míos.

Esa misma tarde, poco después, Mul-Ba-Ta, que ahora era sencillamente Ba-Ta, apareció a la cabeza de largas líneas de antiguos muls. Venían de los Prados y las Cámaras de Hongos, y también ellos llegaron cantando. Algunos hombres de las Cámaras de Hongos cargaban grandes sacos de esporas selectas, otros llevaban enormes canastos de hongos recién cosechados; y los que venían de los Prados traían grandes artrópodos, grises, el ganado de los Reyes Sacerdotes.

—Pronto encenderemos lámparas —dijo Ba-Ta.

—Tenemos hongos suficientes para vivir —dijo uno de los cultivadores— hasta que plantemos estas esporas y recojamos la próxima cosecha.

—Hemos quemado lo que no trajimos —dijo otro.

Misk contempló asombrado a los hombres que desfilaban ante mí.

—Agradecemos tanta ayuda —dijo—, pero tienen que obedecer a los Reyes Sacerdotes.

—No —dijo uno de ellos—, ya no obedecemos a los Reyes Sacerdotes.

—Pero —agregó otro— aceptaremos órdenes de Tarl Cabot, de Ko-ro-ba.

—Creo que les convendría —dije— mantenerse fuera de esta guerra entre Reyes Sacerdotes.

—Tu guerra es nuestra guerra —dijo Ba-Ta.

—Sí —agregó un hombre de los Prados, que traía una estaca puntiaguda que podía usar a modo de lanza.

Uno de los cultivadores de hongos miró a Misk. —Nacimos en este Nido —le dijo—, y es nuestro, tanto como de los Reyes Sacerdotes.

—Creo que este hombre dice la verdad —afirmé.

—Sí —continuó Misk—, yo también creo que dice la verdad.

De esta manera los antiguos muls, que eran humanos, comenzaron a unirse al bando del Rey Sacerdote Misk y sus escasos partidarios.

Por mi parte, creía que en vista de los depósitos de alimentos que Sarm y sus fuerzas tenían, la batalla dependería en definitiva de la capacidad de fuego de los tubos de plata, que escaseaban bastante en el bando de Misk; aun así, imaginaba que la habilidad y el coraje de los antiguos muls todavía podían representar un papel en los fieros combates que se avecinaban.

Como Al-Ka había previsto, los bulbos de energía del Nido volvieron a encenderse excepto, por supuesto, los casos en que el fuego de los tubos de plata de Sarm habían destruido por completo.

Los ingenieros muls, instruidos por los Reyes Sacerdotes, habían organizado una unidad auxiliar, y aplicado su energía al sistema principal.

Intrigado por la dureza del plástico usado en las cajas del Vivero, hablé con Misk, y ambos, con la colaboración de otros Reyes Sacerdotes y otros humanos, construimos una flota de discos de transporte, que era muy eficaz si se montaban en ella los tubos de plata. Estos discos incluso sin armamento eran bastante aceptables como vehículos de exploración o transporte, relativamente seguros. Las intensas descargas de los tubos de plata podían chamuscar y rasgar el plástico, pero a menos que la exposición fuese bastante prolongada no conseguían penetrarlo.

Durante la tercera semana de la guerra, equipados con los discos de transporte blindado, comenzamos a llevar la batalla al terreno de las fuerzas de Sarm, pese a que éstas todavía nos superaban holgadamente en número.

Nuestro servicio de inteligencia era muy superior al de Sarm, y la red de tubos de ventilación permitían que los ágiles hombres de las cámaras de hongos y los extraños portadores de Gur pudieran llegar a todos los lugares del Nido. Además, todos los antiguos muls que luchaban en nuestro bando vestían túnicas sin olor, y así tenían un camuflaje muy eficaz en el Nido.

En general, los humanos y los Reyes Sacerdotes de Misk formaban una fuerza de combate bastante eficaz. Los datos sensoriales que escapaban a las antenas podían ser descubiertos por los humanos de ojos agudos, y los olores sutiles que los humanos no percibían probablemente eran recogidos por el Rey Sacerdote que formaba parte del grupo. A medida que se iban sucediendo los combates, los miembros de grupos acabaron respetándose, confiando unos en otros, e incluso hasta llegaron a ser amigos. Cierta vez, un valeroso Rey Sacerdote de las fuerzas de Misk fue muerto, y los humanos que habían luchado con él lloraron. En otra ocasión, un Rey Sacerdote desafió el fuego de una docena de tubos de plata para rescatar a uno de los portadores de Gur que había sido herido.

Incluso diré que, en mi opinión, el peor error de Sarm en la Guerra del Nido fue su actitud frente a los muls.

Cuando comprendió que los muls de todas las categorías se unían a Misk llegó a la conclusión de que debía considerar enemigos a todos los muls del Nido. Por eso, emprendió el exterminio sistemático de todos los que caían en sus manos, y de ese modo muchos muls que sin duda le habían servido se pasaron al bando de Misk.

Con estos nuevos muls, que no venían de las cámaras de hongos y los prados, sino de los complejos del propio Nido, llegó una multitud de cualidades y talentos. Comenzó a correr el rumor de que los únicos muls a quienes Sarm no había destruido eran los Implantados, entre los cuales había criaturas como Parp, a quien yo había conocido mucho tiempo atrás, el primer día que entré en el mundo de los Reyes Sacerdotes.

Una de las ideas más notables destinadas a promover nuestra causa se originó en Misk, que me explicó algo de lo cual antes yo sólo había oído rumores: el dominio que los Reyes Sacerdotes ejercían sobre el fenómeno general de la gravedad.

—¿No sería útil —preguntó— que los discos de transporte blindado pudiesen volar?

Creí que bromeaba, pero contesté:

—Sí, a veces sería muy útil.

—En tal caso, lo haremos —dijo Misk, moviendo las antenas.

—¿Cómo? —pregunté.

—¿Habrás comprobado la notable liviandad del disco de transporte? —preguntó, a su vez.

—Sí.

—En realidad, lo construimos con un metal que en parte resiste la gravitación.

Reconozco que me eché a reír. Misk me miró desconcertado.

—¿Por qué enroscas las antenas? —preguntó.

—Porque no existe eso que tú llamas un metal resistente a la gravitación.

—¿Y el disco de transporte? —preguntó.

—El efecto de la gravedad —le dije— es una característica de los objetos materiales, lo mismo que el tamaño y la forma.

—No.

—Por lo tanto, no existe un metal resistente a la gravitación.

—¿Y el disco de transporte? —volvió a preguntar.

Me pareció que Misk se mostraba muy irritado. —Sí —dije—, el disco existe.

—En tu antiguo mundo —explicó Misk—, la gravedad es todavía un fenómeno natural tan inexplorado como era antes el caso de la electricidad y el magnetismo, y sin embargo ustedes consiguieron dominar relativamente ambos fenómenos... y nosotros, los Reyes Sacerdotes, hasta cierto punto hemos conseguido dominar la gravedad.

—La gravedad es diferente.

—Sí, lo es —dijo—, y por eso quizá ustedes todavía no la conocen bien. El trabajo de los humanos acerca de la gravedad todavía está en la etapa matemática descriptiva, no en la del control y la manipulación.

—No es posible controlar la gravedad —afirmé—, los principios son diferentes, y se trata de una fuerza que actúa sobre todo lo que existe.

—¿Qué es la gravedad? —preguntó Misk.

—No lo sé —reconocí.

—Yo sí lo sé —observó Misk—. Por lo tanto, vamos a trabajar.

Durante la cuarta semana de la guerra en el Nido armamos y blindamos nuestra nave. Era un tanto primitiva, pero de todos modos los principios básicos eran mucho más avanzados que todo lo que hasta ahora se conoce en la Tierra. Se trataba sencillamente de un disco de transporte, cuyo fondo estaba revestido del mismo plástico que se utilizaba en las cajas, y el revestimiento superior era una cúpula transparente de idéntico material. Había controles en el sector delantero de la nave, y en los costados orificios para disparar los tubos de plata. No había hélices ni cohetes ni turbinas, y yo mismo no entiendo muy bien y no puedo explicar cuál era la fuerza impulsora; a lo sumo diré que usaba la fuerza de la gravedad de tal modo que la masa de “ur” gravitatoria, que es la expresión goreana correspondiente, permanece constante aunque se redistribuye. No creo que las palabras “fuerza” o “carga” o cualquiera de las restantes expresiones que acostumbramos expresar sea buena traducción de “ur” y prefiero considerar esta expresión que más vale no traducir, aunque quizás podría decirse que “ur” es aquello que satisface las ecuaciones de Misk acerca de la gravitación.

En resumen: el impulso combinado y el sistema de orientación del disco funcionaban mediante la orientación de sensores gravitatorios sobre objetos materiales, utilizando la atracción gravitatoria de estos objetos, al mismo tiempo que se bloqueaba la atracción de otros. Antes de construirla no hubiera creído que la nave fuera posible, pero me parece difícil esgrimir los argumentos de la física de mi viejo mundo ante el éxito de Misk.

El vuelo del disco es increíblemente suave, y se tiene la sensación de que lo que se mueve es el mundo, y no uno mismo. Cuando uno eleva la nave, parece que la tierra se desplaza debajo; cuando la adelanta, se diría que el horizonte viene a su encuentro; si acciona la marcha atrás, parece que el horizonte se aleja. Es más o menos como si uno estuviera sentado en una habitación, y el mundo se moviese y girase alrededor. Es, sin duda, el efecto de la falta de resistencia de las fuerzas gravitatorias que normalmente explican los efectos a veces desagradables, pero en todo caso tranquilizadores, de la aceleración y la desaceleración.

No necesito decir que la primera nave que construimos tuvo propósitos bélicos. Estaba tripulada por mí mismo, Al-Ka y Ba-Ta. Misk la pilotaba a veces, pero en realidad había muy poco espacio para él, y no podía estar de pie en su interior, circunstancia que a un Rey Sacerdote siempre le desagradaba mucho. Por otra parte, como Misk no había construido la nave de modo que tuviera espacio suficiente para él, sospecho que en realidad no deseaba intervenir en sus aventuras.

Misk no deseaba combatir directamente contra sus antiguos amigos; intelectualmente aceptaba la necesidad de matar, pero en la práctica no podía oprimir el disparador del tubo de plata. Los secuaces de Sarm y felizmente la mayoría de los que acompañaban a Misk no padecían esa peligrosa inhibición.

Una vez terminada la nave pensamos que ahora teníamos la que podría llegar a ser el arma decisiva en esa extraña guerra subterránea. Por lo tanto, Misk opinó, y yo coincidí, en que debía enviarse un ultimátum a las tropas de Sarm, y en que si tal cosa era posible no se utilizaría la nave en batalla. Si la hubiéramos usado inmediatamente podría no haber provocado muchos daños, pero ninguno de nosotros deseaba sorprender y destruir al enemigo si podía conquistarse la victoria sin derramamiento de sangre.

Estábamos considerando el asunto cuando de pronto, sin aviso previo, pareció que una pared del compartimento de Misk volaba por los aires convertida en polvo. Misk me aferró y con la vertiginosa velocidad de los Reyes Sacerdotes, atravesó a saltos la habitación, abrió la caja que yo había ocupado un tiempo antes, retiró la trampilla, y llevándome consigo se zambulló en el pasaje subterráneo.

Estaba aturdido, pero a lo lejos podía oír gritos y exclamaciones, los gemidos de los moribundos, y los horribles quejidos de los fracturados, los destrozados y los heridos.

Misk se pegó a la pared, bajo la trampilla, apretándome contra su torso.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Destrucción gravitatoria —dijo Misk—. Un arma prohibida incluso para los Reyes Sacerdotes.

Todo el cuerpo se le estremeció de horror.

—Sarm podría destruir el Nido —dijo Misk—, e incluso el planeta.

Escuchamos los gritos y los alaridos. No oíamos la caída de los edificios ni el rumor de los escombros, sólo sonidos humanos; y la amplitud y la intensidad de los gritos reflejaban la intensidad también de la destrucción que estaban sufriendo arriba.

29. ANESTESIA

—Sarm está destruyendo la unión Ur —dijo Misk—. ¡Sácame de aquí! —exclamé.

—Te matarán —afirmó Misk.

—¡Deprisa! —exclamé.

Misk obedeció; salí del escondrijo y asombrado contemplé la desolación que se ofrecía a mis ojos. El compartimento de Misk había desaparecido, y donde antes se levantaban las paredes, sólo había manchas de polvo. En la piedra misma del túnel que corría frente a la construcción de Misk se abría ahora una especie de profunda ventana, y más allá pude ver el complejo contiguo del Nido. Corrí por el túnel, y a través del enorme orificio practicado en la piedra examiné el complejo. En el aire flotaban diez naves, quizás del tipo usado para vigilar la superficie, y en la nariz de cada una de esas naves se había instalado un saliente de forma cónica.

De estas progresiones no brotaban rayos, pero en el lugar al que apuntaban los objetos materiales parecían conmoverse y temblar, y después desaparecían en una nube de polvo. Los conos recortaban metódicamente formas geométricas en la sustancia material del complejo. Aquí y allá, donde un humano o un Rey Sacerdote se atreviera a salir de sus refugios, el cono más próximo le apuntaba y aquéllos, a semejanza de las paredes y los techos, parecían convertirse en polvo.

Corrí hacia el taller donde Misk y yo habíamos dejado la nave construida sobre la base del disco de transporte.

De un salto salvé un ancho foso, y pronto reanudé la carrera en dirección al taller de Misk.

Pasé cerca de un grupo de humanos acurrucados, escondidos detrás de los restos de una pared, que había sido arrancada del suelo en una extensión aproximada de treinta metros.

Tropecé con un hombre que había perdido un brazo, acostado en el suelo y gimiendo:

—Mis dedos —gritaba—. ¡Me duelen los dedos! Una joven, arrodillada junto al herido, con una venda en la mano trataba de contener la hemorragia. Era Vika. Corrí al lado de la muchacha. —¡Deprisa, Cabot! —exclamó—. ¡Debo aplicarle un torniquete! Ayudé a Vika a retrasar la hemorragia. Ella terminó de asegurar el torniquete, y pude ver, entonces, que la hija del médico sabía trabajar con rapidez y destreza. Me incorporé para continuar la marcha.

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