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Authors: Eden Phillpotts

Los rojos Redmayne (12 page)

BOOK: Los rojos Redmayne
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Parecía que había acudido al lugar en respuesta a una cita; pero no era a Marc Brendon a quien esperaba. Durante un segundo se quedó mirándolo atónito mientras el detective se detenía y lo enfrentaba. Seguramente había reconocido a Marc, o al menos lo había tomado por un enemigo, porque instantáneamente giró sobre sus talones, se internó en el bosque y desapareció. En un abrir y cerrar de ojos, se había esfumado y el fragor de la tormenta ahogó el rumor de su aterrorizada huida.

6

Robert Redmayne habla

Durante un instante Marc permaneció inmóvil, con los ojos clavados en el portón iluminado por la luz de la luna y en la lobreguez del bosque que se extendía al otro lado de la valla. El rododendro y el laurel, siempre verdes, se entrelazaban espesamente debajo de los pinos, ofreciendo un impenetrable refugio. Perseguir a Robert Redmayne hubiera sido inútil y peligroso, porque en semejante guarida era fácil que el cazador estuviera a merced de la caza.

La inesperada aparición preocupaba a Brendon, porque planteaba una serie de interrogantes. Sugería la posibilidad de que las personas que acababa de dejar en «El nido del cuervo» hubieran sido falsas y desleales con él; en efecto, era una coincidencia extraordinaria que el mismo día de su visita, el hombre a quien se buscaba con empeño se presentara de repente en la vecindad de la casa del hermano. No obstante, no era posible que se tratara de algo convenido entre ellos, porque él, Marc, no había anunciado su visita a Benjamin Redmayne.

Brendon se preguntó si habría sido víctima de una alucinación; pero sabía demasiado bien que su mente no acostumbraba a crear fantasmas. Poseía imaginación, pero una imaginación que lo fortalecía en lugar de debilitarlo, y ninguna superstición disminuía su capacidad mental. Sabía, por otra parte, que en el momento de la súbita aparición de Robert Redmayne nadie había estado más lejos de su pensamiento que este personaje. No; había visto a un ser viviente que hubiera deseado no presentarse ante sus ojos.

No tenía la menor intención de pasar por alto su descubrimiento y estaba decidido a capturar a Robert Redmayne, aunque fuera bajo el techo de su hermano; pero deseaba escuchar la opinión de Joanna Penrod al respecto antes de solicitar la ayuda de la policía de Dartmouth. Estaba seguro de que ella no lo engañaría y de que no contestaría con una mentira a una pregunta directa. Pero, de pronto, tuvo la convicción de que le había mentido; porque si Redmayne vivía oculto en «El nido del cuervo», toda la casa, inclusive Doria y la única criada, estaban, con toda seguridad, en el secreto.

Si Joanna le rogaba que detuviera su mano y perdonara a Robert Redmayne, ¿tendría derecho a ocultar su descubrimiento? Más de uno habría construido una esperanza personal sobre esta posibilidad, creyéndose triunfante en el logro de su mayor deseo por el hecho de haber acatado la voluntad de la joven viuda; pero Marc no mezclaba los pensamientos del deber y del amor, y ni siquiera se le ocurría que el éxito del uno pudiera depender del abandono del otro. Le bastó hacerse la pregunta para hallar la respuesta y decidió que ni Joanna ni su tío Benjamin ni nadie le impedirían apresar al día siguiente a Robert Redmayne, si la ocasión se le presentaba. En realidad, tenía la seguridad de que esto ocurriría. Esa noche no tenía prisa. Durmió bien después de la emoción y del desacostumbrado ejercicio y se levantó más tarde que otros días. A las ocho y media estaba vistiéndose, cuando una criada llamó a la puerta.

—Hay un señor que desea verlo en seguida —informó la mujer—. Dice que es Mr. Doria y que viene de parte del capitán Redmayne que vive en «El nido del cuervo».

Contento al pensar que su próxima tarea podía ahora simplificarse, Marc indicó a la criada que introdujese al visitante. Dos minutos después entraba Giuseppe Doria.

—Me felicito de haberlo encontrado —dijo éste—; sabíamos que paraba usted esta noche en Dartmouth, pero ignorábamos dónde. Pensé que eligiría el mejor hotel y adiviné. Si no le parece mal, desayunaré con usted y le diré por qué he venido. Tenía que hallarlo antes de que se marchase. Me alegra haber llegado a tiempo.

—¿Así que Robert Redmayne, asesino de Michael Penrod, ha aparecido? —inquirió Brendon, terminando de afeitarse.


Corpo di Bacco!
¿Cómo lo sabe? —preguntó Doria asombrado.

—Lo divisé anoche cuando regresaba —contestó Marc—. Antes de la tragedia lo vi una vez en Dartmoor y ayer lo reconocí; y no es improbable que él también me reconociera.

—Tenemos miedo —prosiguió Doria—. Todavía no se ha presentado ante su hermano, pero está cerca.

—¿Cómo saben que está cerca, si todavía no se ha presentado ante su hermano?

—Se lo explicaré. Todas las mañanas subo temprano a comprar leche y manteca a la granja Strete, situada en lo alto de las colinas. Fui hoy y me contaron algo inquietante. Anoche entró un hombre en la granja y robó comida y bebida. El dueño de la casa lo oyó y lo halló sentado en la cocina, comiendo; era un hombretón pelirrojo con grandes bigotes y chaleco rojo. Cuando vio a Mr. Brook, el granjero, el hombre huyó por la puerta trasera; había entrado por allí. Mr. Brook no lo conoce y me refirió la aventura; regresé a casa y le comuniqué la noticia al amo.

»Cuando describí al intruso, Mr. Redmayne y Madona sufrieron una fuerte impresión. ¡Reconocieron en él... al asesino! En seguida pensaron en usted y me pidieron que viniera a toda velocidad, en bicicleta, a contarle lo ocurrido, si tenía la suerte de encontrarlo antes de que se marchase. Lo he logrado, pero no puedo detenerme; debo regresar para montar guardia. No me agrada la idea de que no haya nadie allá. El viejo lobo de mar no tiene miedo al mar, pero creo que teme un poco a su hermano. Y Mrs. Penrod está muy asustada.»

—Venga a desayunar —dijo Marc, que había terminado de vestirse—. Conseguiré un automóvil dentro de un cuarto de hora y llegaré allá lo más rápidamente posible.

Mientras desayunaban de prisa, crecía la agitación de Doria. Rogó a Brendon que fuera acompañado de otros policías; pero el detective se negó.

—Tenemos tiempo para eso —observó—. Quizá lo capturemos con facilidad. No haré nada antes de ver a Benjamin Redmayne en «El nido del cuervo» y escuchar sus puntos de vista. Si Robert Redmayne se introduce clandestinamente en las casas para comer, debe de estar en las últimas.

A las nueve, en cuanto el italiano se puso en marcha, de vuelta a la casa, Brendon se dirigió a la comisaría, pidió prestado un revólver y un par de esposas, insinuó para qué los necesitaba y pidió que le prepararan en seguida un automóvil. Lo conducía uno de los agentes y antes de salir Marc indicó al jefe de policía local, inspector Damarell, que recibiría un mensaje telefónico en el curso de la mañana. Ordenó que, por el momento, se guardase la más absoluta reserva.

Alcanzó a Doria en el camino y se adelantó. La tormenta se había disipado casi por completo y la mañana era clara y fría. Al pie de los acantilados rugía un mar agitado que iba calmándose gradualmente.

Cuando Brendon se halló frente a Joanna y su tío, se borró de su mente la sospecha de que los habitantes de la casa de Benjamin intentaran crear falsas impresiones. Ella se mostraba nerviosa; Benjamin sumamente perplejo. No existía la menor duda de que Robert Redmayne era el hombre que había entrado en la granja Strete para robar comida, puesto que el encuentro que había tenido Marc la noche anterior confirmaba tal suposición. Había visto a Redmayne varias horas antes de que el fugitivo alarmara a los habitantes de la alquería. ¿Dónde estaba ahora, y por qué se encontraba en los aledaños de la casa? Todos opinaban que, probablemente, el desgraciado había vuelto de Francia o de España y que ahora se escondía en las proximidades, a la espera de una oportunidad de ver al viejo marino.

—Su hermano debe vigilar la casa —expresó Brendon—, y seguramente cavila sobre el modo de acercarse a usted sin arriesgar su libertad.

—Sólo confía en una persona, creo, y esa persona soy yo —declaró Benjamin—. Si supiera que Joanna no le desea ningún mal, confiaría también en ella; pero no ha de creer que es suficientemente cristiana como para perdonarlo. De todos modos, no ha de saber que está conmigo. Hablo como si Robert estuviera cuerdo; pero dudo de que lo esté.

Marc, que había estudiado el enorme mapa topográfico oficial que del distrito poseía Redmayne, sugirió una inmediata búsqueda en las zonas de la vecindad más indicadas para servir de escondite.

—Pienso en usted y en Mrs. Penrod —explicó—. No han de desear que se suscite nuevamente la alarma ni que recrudezcan los comentarios sobre el asesinato. Sería mucho mejor que lo atrapáramos sin recurrir a la policía. Debe de hallarse muy necesitado. Cuando lo vi parecía atormentado y su rostro tenía una expresión de horror. Es posible que se encuentre en un estado mental tan tenso y torturado que no lamentaría verse rodeado de personas cordiales y comprensivas. En dos zonas buscaría especialmente al fugitivo: en la costa, donde hay muchas cavernas y hendiduras sobre el nivel del mar, ocultas a las miradas, y en el espeso bosque donde desapareció cuando anoche me topé con él. Al venir hacia aquí recorrí un trecho de ese bosque; es muy extenso; pero lo cruzan muchos senderos destinados a los cazadores, que permiten ver, a uno y otro lados, hasta varios centenares de metros.

Benjamin Redmayne llamó a Doria, que acababa de llegar.

—¿Puede salir la lancha? —le preguntó.

Giuseppe dijo que sí. Entonces Benjamin hizo una propuesta.

—Le pido autorización para que esta búsqueda continúe en forma tranquila y privada hasta dentro de veinticuatro horas. Si no logramos encontrarlo sin alboroto, por decirlo así, soltará usted, naturalmente, a la policía para darle caza. Hoy podemos revisar los sitios que usted indica; creo que ha acertado en señalar las madrigueras que con mayor probabilidad ha de haber elegido el pobre. Pienso también que si no hiciéramos nada y nos quedáramos tranquilos lo veríamos arrastrarse hasta aquí dentro de poco, cuando oscurezca; pero seguiremos su consejo y veremos si la costa o el bosque nos dan un indicio.

»Nosotros tres lo conocemos: Joanna, usted y yo; propongo que mi sobrina recorra la costa en la lancha, acompañada por Giuseppe. Si se dirigen hacia el Oeste, donde hay pequeñas ensenadas de fácil acceso que permiten desembarcar, quizá descubran a mi hermano asomado en alguna parte o escondido en algún agujero de la costa. Hay cavernas con túneles que llegan hasta los campos quebrados y los vallecitos arbolados de atrás. Es una región muy solitaria y no podría permanecer mucho tiempo allí ni encontrar comida. Si ellos dos recorren ese lado, nosotros nos internaremos tierra adentro. O bien, si le parece, yo lo llevaré a usted en la lancha mientras ellos investigan por el lado del Bosque Negro... Como le plazca.»

Brendon reflexionó. Le parecía más probable que el fugitivo se hubiera refugiado en el bosque y no en la playa. Además, Marc no era un buen marino, y comprendía que la gasolinera no contaría con un timonel competente en la marejada que se producía después de la borrasca.

—Si a Mrs. Penrod no le importa el mal tiempo y no existe peligro para la lancha, aconsejaría que fuera ella a recorrer la costa y a echar un vistazo a las cavernas, como propone usted —dijo—. Confiamos en que Doria sabrá cuidarla. Mientras tanto revisaremos el bosque metro por metro. Si consiguiéramos enfrentarnos con el prófugo, podríamos, tal vez, capturarlo sin alboroto.

—Tiene que haber alboroto si lo atrapamos —declaró Doria—. Es un criminal famoso, y quien logre descubrir su guarida y lo obligue a salir de ella provocará revuelo y recibirá grandes alabanzas.

El italiano se preparó para el viaje de investigación; y media hora más tarde la lancha salía navegando allá abajo, al pie de «El nido del cuervo»; luego enderezó rumbo al Oeste, balanceándose mucho, pero no tanto como para preocupar a Joanna que, sentada a popa, mantenía un par de prismáticos Zeiss fijos en los acantilados de la costa. Pronto la lancha quedó reducida a un lunar blanco entre la neblina; y cuando desapareció, Benjamin, luciendo chaqueta y gorro de marino, encendió su pipa, empuñó un rústico bastón de endrino y salió con Marc. El automóvil de la policía estaba en el camino; subieron a él y pronto se hallaron frente al portón junto al cual había aparecido Robert Redmayne la noche anterior. Dejaron allí el vehículo y se internaron en el bosque.

Benjamin seguía hablando de su sobrina. Era una conversación que el otro oía con sumo placer.

—Está ahora en una encrucijada —aseguró el tío de Joanna—. Veo cómo trabaja su cerebro. Admito que amara entrañablemente a su marido y que dejara una profunda influencia en su carácter, porque es distinta de como era de niña. Pero no dudo de que Doria la quiere mucho... y cuando un hombre de ese tipo ama a una mujer, ésta por lo general le sale al encuentro. Creo que mi sobrina no puede dejar de quererlo, y que, en secreto, se avergüenza sinceramente, sí, se avergüenza de haber pensado en otro hombre a los seis meses de la muerte de Penrod.

—Dice usted que su marido le cambió el carácter —observó Marc—; ¿en qué sentido?

—A mi entender le enseñó a ser sensata. Le cuesta a usted, ¿verdad?, imaginar que era una Redmayne, una de nosotros, pelirroja y de mal carácter, rabiosa y violenta. Pero era así de niña. Su padre tenía las características de los Redmayne en mayor grado que ninguno de nosotros y se las transmitió. Era voluntariosa, valiente y traviesa. Sus compañeros de colegio la adoraban porque se reía de la disciplina; la expulsaron de un colegio por rebeldía. Era la criatura que recordaba cuando Joanna volvió a mi lado, ya viuda. Por tanto, veo que Michael Penrod, fuese como fuese en otros sentidos, tuvo, evidentemente, el carácter necesario para enseñarle cordura y paciencia.

—Quizá haya sido una evolución natural de la edad y la experiencia, combinadas con el golpe repentino y horrible de la muerte de su marido. Todo esto transformó, tal vez, su carácter y dulcificó su violencia, aunque sólo sea por una temporada.

—Es cierto. Pero, a pesar de su serenidad, no es mujer tranquila. Su alegría de vivir era demasiado grande para que, en cuatro años, Penrod o cualquier otro pudieran privarla de su vitalidad. Acaso era metodista como muchos de sus paisanos; acaso era un aguafiestas; pero, fuese lo que fuese, no logró, en ese lapso, convertirla del todo; y ahora veo a la joven que retorna a sí misma debido a la influencia de ese italiano. Además, es astuto. Sabe halagar su vanidad, porque hasta ella, la mujer menos orgullosa de su extraordinaria belleza, no carece de presunción femenina. Pero Doria ha tenido buen cuidado de insinuarle que ha sacrificado su ambición en aras del amor; se lo ha dado a entender con mucha inteligencia, haciéndole ver que ahora su norte es ella. Ha colocado a Joanna en primer lugar, posponiendo el dinero y sus sueños del castillo en el Mediterráneo. En una palabra, si no me equivoco, le pedirá que se case con él en cuanto se cumpla un año de la muerte de Penrod y pueda hablar del asunto decentemente.

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