Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
No sólo hablaba alemán, sino que se expresaba con toda corrección. Sonaba como el alemán que Carlotta había oído toda la vida de labios de su padre. Era una voz viril, segura, seria, tranquilizadora. Sin abrir los ojos, Carlotta comprendió que quien hablaba era un oso. Recordó con un sobresalto que el oso llevaba gafas.
—¿Y
tú
qué quieres? —chilló, incorporándose.
—Nada —respondió suavemente el oso. Se miraron un rato.
—¿Quién eres? —preguntó al fin Carlotta—. ¿Dónde aprendiste alemán? ¿Qué me pasará?
—¿Fraulein desea que responda a sus preguntas en orden? —dijo el oso.
—No seas bobo —suspiró Carlotta—. No me interesa el orden. De todos modos, tengo hambre. ¿No tienes nada para comer?
—Supongo que no te gustará buscar larvas de insectos —respondió dulcemente el oso—. He aprendido alemán leyéndote la mente. Los osos como yo somos amigos de los hombres verdaderos, y buenos telépatas. Los Idiotas nos temen, y nosotros tememos a los manshonyaggers. Pero tú no debes preocuparte, pues pronto llegará tu esposo.
Carlotta se dirigía al arroyo para beber cuando oyó las últimas palabras del oso y se paró en seco.
—¿Mi esposo? —jadeó.
—Es tan probable que es seguro. Un hombre verdadero llamado Laird te hizo descender. Él ya sabe lo que piensas, y compruebo que se alegra de haber encontrado un ser humano extraño y salvaje, aunque no salvaje del todo ni extraño del todo. Ahora Laird está pensando que quizá viniste desde los siglos pasados para devolver la vitalidad a los hombres. Está pensando que tú y él tendréis bellos hijos. Ahora me indica que no te cuente lo que pienso que está pensando, pues teme que huyas.
El oso rió entre dientes.
Carlotta se quedó boquiabierta.
—Puedes montar en mi lomo —invitó el Oso de Mediana Estatura—, o esperar aquí hasta que llegue Laird. De un modo u otro, recibirás cuidados. Sanarás. Tus dolores pasarán. Serás feliz otra vez. Lo sé porque soy uno de los osos más sabios que se conocen.
Carlotta estaba enfadada, aturdida, asustada, y de nuevo se sentía enferma.
Algo le golpeó como un objeto sólido.
Sin necesidad de explicaciones, Carlotta supo que era la mente del oso.
La mente del oso la golpeó —¡bum!— y eso fue todo.
Carlotta nunca había imaginado que la mente de un oso pudiera resultar tan acogedora. Era como estar tendida en una cama muy grande, como cuando era una niña muy pequeña, satisfecha y mimada, convencida de que iba a sanar bajo los cuidados de mamá.
El enfado pasó. El miedo se esfumó. Carlotta se encontró mejor. Era una hermosa mañana.
Ella también se sintió hermosa cuando volvió la cabeza...
Del cielo azul bajaba rauda y grácilmente la figura de un joven bronceado. Un pensamiento feliz palpitaba en la mente de Carlotta:
Ése es Laird, mi amado. Ya viene. Ya viene. Seré feliz para siempre.
Era Laird.
Carlotta fue feliz para siempre.
Al despertar, echó de menos a su familia. Los llamó a todos. «¡Mutti, Vati, Carlotta! ¿Dónde estáis?» Pero, desde luego, lo gritó en alemán, porque era una buena muchacha prusiana. Entonces recordó.
¿Cuánto hacía que su padre las había puesto a ella y sus dos hermanas en la cápsula espacial? No tenía ni idea. Ni siquiera su padre, el Ritter vom Acht, ni su tío, el profesor Joachim vom Acht —quienes les habían administrado las inyecciones en Pardubice, Alemania, el 2 de abril de 1945—, podían imaginar que las muchachas permanecerían en animación suspendida durante miles de años. Pero así había sucedido.
El sol de la tarde arrojaba destellos anaranjados y dorados sobre las densas sombras purpúreas de los árboles luchadores. Charis miró los árboles, sabiendo que cuando el ocaso pasara del naranja al rojo, y la oscuridad creciera en el este, brillarían de nuevo con un fuego sereno.
¿Cuánto hacía que habían plantado los árboles —árboles luchadores, los llamaban los hombres verdaderos— con el propósito de que hundieran sus inmensas raíces en la tierra para buscar en el suelo y las aguas subterráneas los elementos radiactivos, concentrando los desechos venenosos en sus duras vainas para luego dejar caer los cerosos frutos hasta que, tiempo después, las aguas que cayeran sobre la tierra, y las que aún estaban en la tierra, quedaran limpias de nuevo? Charis lo ignoraba.
Pero sabía una cosa. Tocar un árbol significaba la muerte segura.
Ansiaba cortar una rama, pero no se atrevía. No sólo porque era
tambu
sino porque Charis temía contraer una enfermedad. Su pueblo había progresado mucho durante las últimas generaciones, tanto que a veces no temía enfrentarse a los hombres verdaderos y llevarles la contraria. Pero no se podía llevar la contraria a la enfermedad.
Al pensar en un hombre verdadero, sentía un inexplicable nudo de angustia en la garganta. Se volvía sentimental, tierno, timorato; lo dominaba un anhelo que era una especie de amor, y sin embargo sabía que no podía ser amor, porque nunca había visto a un hombre verdadero, salvo desde lejos.
Se preguntó por qué pensaba tanto en los hombres verdaderos. ¿Habría alguno en las inmediaciones?
Miró el sol poniente, que ahora estaba bastante rojo y se podía contemplar sin peligro. Flotaba en la atmósfera algo que lo inquietaba. Llamó a su hermana:
—¡Oda, Oda! Ella no respondió. Llamó de nuevo:
—¡Oda, Oda!
Esta vez la oyó venir, avanzando con esfuerzo por entre las matas. Ojalá Oda se acordara de esquivar los árboles luchadores. A veces Oda era demasiado impaciente.
Su hermana apareció de golpe.
—¿Me llamabas, Charis? ¿Me llamabas? ¿Has encontrado algo? ¿Quieres que vayamos Juntos a alguna parte? ¿Qué quieres? ¿Dónde están papá y mamá?
Charis no pudo contener una gran carcajada. Oda siempre era así.
—Las preguntas, de una en una, hermanita. ¿No temes sufrir la muerte ardiente, avanzando por entre los árboles de este modo? Sé que no crees en el
tambu
pero la enfermedad es real.
—No lo es —declaró ella agitando la cabeza—. Quizá lo fue en un tiempo... Supongo que en un tiempo sí lo fue —concedió—, pero ¿conoces a alguien a quien hayan matado los árboles en los últimos mil años?
—Claro que no, boba. No he vivido mil años.
—Ya sabes a qué me refiero. De cualquier modo, he llegado a la conclusión de que esa historia es un cuento. Todos nos arañamos por accidente contra los árboles. De modo que un día me comí una vaina. Y no pasó nada.
Él se quedó estupefacto.
—¿Te
comiste
una vaina?
—Eso he dicho. Y no me pasó nada.
—Oda, uno de estos días irás demasiado lejos. Ella sonrió.
—Y supongo que dirás que los lechos marinos siempre han estado cubiertos de hierba.
—No, claro que no diría semejante cosa —respondió él, indignado—. Sé que la hierba fue plantada en los océanos por la misma razón que indujo a cultivar los árboles luchadores... para que absorbieran todos los venenos que los hombres habían dejado en los días de las Guerras Antiguas.
Habrían seguido discutiendo, pero en aquel preciso momento los oídos de Charis captaron un ruido poco familiar. Conocía el sonido que producían los hombres verdaderos al atravesar el aire para cumplir con sus misteriosos deberes. Conocía el ominoso zumbido que emitían las ciudades cuándo uno se acercaba demasiado. También conocía los cloqueos que emitían los escasos manshonyaggers que quedaban mientras avanzaban por el Yermo, dispuestos a matar a cualquier no-alemán. Pobres máquinas ciegas, eran demasiado fáciles de burlar. Pero este ruido era distinto. Nunca lo había oído.
El sonido sibilante se agudizó y vibró en los límites de la percepción de Charis. Tenía una extraña cualidad de espiral, como si se acercara y retrocediera, aunque constantemente viraba hacia él. Charis sintió pavor ante la posibilidad de una amenaza incomprensible.
Oda también lo oyó. Olvidando la discusión, le cogió el brazo.
—¿Qué será eso, Charis? ¿Qué debe de ser?
—No sé —respondió Charis con voz intrigada y vacilante.
—¿Estarán haciendo algo los hombres verdaderos, algo nuevo de lo que nunca hemos oído hablar? ¿Querrán herirnos o esclavizarnos? ¿Querrán capturarnos? ¿Queremos que nos capturen? Dime, Charis, ¿queremos que nos capturen? ¿Vendrán hacia aquí los hombres verdaderos? Me parece que huelo a hombres verdaderos. Una vez vinieron y capturaron a algunos de los nuestros y se los llevaron y les hicieron cosas extrañas, de modo que después parecían hombres verdaderos. ¿No fue así, Charis? ¿Serán de nuevo los hombres verdaderos?
A pesar del miedo, Charis estaba un poco molesto con Oda. Siempre hablaba más de la cuenta.
El ruido continuó y se intensificó. Charis advirtió que estaba encima de él, pero no veía nada.
—Charis —insistió Oda—, creo que lo estoy viendo. ¿Lo ves tú, Charis?
De pronto él también vio el círculo: una blancura pálida, una estela de vapor que aumentaba de tamaño y volumen. El ruido también aumentaba, amenazando con perforarle los tímpanos. Nunca se había visto nada igual en este mundo.
Un pensamiento lo asaltó. Fue tan violento como un golpe; lo despojó de su entereza y su virilidad como ninguna experiencia lo había hecho antes; ya no se sentía joven y fuerte. Apenas podía articular palabra.
—Oda, ¿podrá ser...?
—¿Qué?
—¿Podrá ser una de las viejas armas del Pasado Antiguo? ¿Será posible que regrese para destruirnos a todos, como siempre han vaticinado las leyendas? La gente siempre ha asegurado que volverían... —Se le apagó la voz.
Fuera cual fuese el peligro, Charis sabía que no podía hacer nada para proteger a su hermana ni a sí mismo.
No había defensa contra las armas antiguas. Ningún sitio era más seguro que otro. La gente aún tenía que vivir bajo la amenaza de armas del pasado remoto. Ésta era la primera vez que él se enfrentaba personalmente a la amenaza, pero había oído hablar de ella. Asió la mano de Oda.
Oda, extrañamente valerosa ahora que aparecía un peligro verdadero, lo arrastró hacia la loma, lejos del
cenote.
A él le extrañó que su hermana se empeñara en alejarse del agua. Ella le tiró del brazo, y él se sentó junto a Oda.
Ya era demasiado tarde para ir a buscar a sus padres o a los demás. A veces tardaban un día entero en reunir a toda la familia. El objeto descendía implacablemente, y Charis se sintió tan despojado de energía que dejó de hablar.
Esperemos aquí
pensó. Y Oda le apretó la mano, respondiendo:
Sí, hermano mío.
La alargada caja bajaba inexorablemente en el círculo de luz.
Qué extraño. Charis percibía una presencia humana, pero la mente estaba insólitamente cerrada. Charis captó una configuración mental desconocida para él. Había leído la mente de los hombres verdaderos cuando volaban por el cielo; conocía la mente de los suyos; podía distinguir los pensamientos de la mayoría de las aves y las bestias; no le costaba detectar el hambre electrónica y elemental de la mente artificial de un manshonyagger.
Pero este ser poseía una mente tosca, rudimentaria, caliente y cerrada.
Ahora la caja estaba muy cerca. ¿Se estrellaría en el valle donde estaban o en el siguiente? Del interior de la caja surgían chillidos estridentes. A Charis le dolían los oídos y se le nublaba la vista por la intensidad del calor y el sonido. Oda le apretó la mano con fuerza.
El objeto se estrelló en el suelo.
Abrió una zanja en la ladera, frente al
cenote
. Charis comprendió que la caja les habría caído encima si Oda no se hubiera alejado instintivamente del
cenote
.
Charis y Oda se levantaron con cautela.
La caja debía de haber perdido aceleración. Estaba caliente, pero no tanto como para incendiar los árboles rotos que la rodeaban. Las hojas trituradas despedían vapor.
El ruido había cesado.
Charis y Oda se acercaron a diez alturas-de-hombre del objeto. Charis articuló su pensamiento más nítido y lo dirigió hacia la caja:
—
¿Quién eres?
Obviamente, el ser que estaba dentro no recibió el mensaje con claridad. Soltó un pensamiento salvaje, dirigido a los seres vivos en general.
—
¡Tontos, tontos, ayudadme! ¡Sacadme de aquí!
Oda captó el pensamiento, y también Charis. Oda intervino mentalmente y Charis se asombró de la nitidez y la fuerza de su pregunta. Era sencilla, pero con una bella energía. Oda pensó la idea adecuada:
—
¿Cómo?
Otro farfulleo frenético y exigente llegó desde la caja:
—
Las asas, tontos. Las asas del exterior, ¡Coged las asas y sacadme de aquí!
Charis y Oda se miraron. Charis no estaba seguro de querer «sacar» a aquella criatura. Luego reflexionó. Probablemente la hostilidad que irradiaba la caja fuera sólo el resultado del encierro. A él no le habría gustado permanecer encarcelado de este modo.
Charis y Oda avanzaron juntos por entre la vegetación rota, acercándose cautelosamente a la caja. Era negra y vieja; tenía el aspecto de algo que los mayores llamaban «hierro» y jamás tocaban. Vieron las asas, melladas y peladas.
Esbozando una sonrisa, Charis hizo una seña a su hermana. Cada cual cogió un asa y tiró.
Los costados de la caja crujieron. La temperatura del hierro era intensa pero tolerable. Con un gruñido herrumbrado, la vieja portezuela se abrió.
Miraron dentro de la caja.
Había una mujer joven.
No tenía pelambrera, sólo cabello largo en la cabeza.
En vez de pelambrera, llevaba cosas raras y blandas sobre el cuerpo, pero cuando la joven se incorporó, las cosas se desintegraron.
Al principio la muchacha parecía asustada, pero cuando vio a Oda y Charis se echó a reír. Pensó, con claridad y cierta crueldad:
—
Supongo que no debo preocuparme por el pudor delante de dos cachorros.
El pensamiento no molestó a Oda, pero hirió los sentimientos de Charis.
La muchacha articuló unas palabras, pero no las comprendieron. Cada uno de ellos le cogió por un codo y la ayudaron a bajar.
Llegaron a la orilla del
cenote
y Oda indicó a la extraña muchacha que se sentara. Ella la obedeció y articuló algunas palabras más.
Oda estaba tan desconcertada como Charis, pero luego empezó a sonreír. Cuando la muchacha estaba en la caja se habían comunicado mediante la lingua. ¿Por qué no linguar de nuevo? El problema era que esa extraña muchacha parecía incapaz de dominar sus pensamientos, que se dirigían al mundo en general: el valle, el cielo de poniente, el
cenote
. No advertía que gritaba desaforadamente cada pensamiento.