—¿Vais a venir? —dijo Konrad.
El punto más elevado de la isla no se hallaba muy lejos, e iban mirando de un lado a otro mientras seguían avanzando. En cuanto llegaran arriba, podrían ver casi toda Gråskär. Pero iban con cautela, ignoraban en qué estado se encontraría Annie que, además, tenía una pistola. La cuestión era si estaba dispuesta a utilizarla. Aún tenían en la nariz el olor pegajoso a cadáver. Todos pensaban lo mismo, pero ninguno lo había pronunciado en voz alta todavía.
Y llegaron a la cima.
H
abían llegado en barco, tal y como ella temía. Oyó voces desde el embarcadero, voces junto a la casa. Tenía bloqueada la salida por esa parte de la isla, y no existía la menor posibilidad de que pudiese llegar al barco y huir. Sam y ella estaban atrapados.
Cuando Erica, a la que creía de su parte, se entrometió en sus vidas, Annie hizo lo correcto. Protegió a Sam, tal y como le había prometido en el preciso instante en que se lo pusieron en el regazo cuando dio a luz en el hospital. Le prometió que nunca permitiría que le ocurriera ningún mal. Durante mucho tiempo, se comportó como una cobarde y no cumplió su promesa. Pero a partir de aquella noche, se hizo fuerte. Había salvado a su hijo.
Muy despacio, se adentró más en las aguas. Los vaqueros empapados le pesaban y se le pegaban a las piernas, tiraban de ella hacia dentro y hacia abajo. Sam era tan bueno. Allí estaba, sin moverse, en sus brazos.
Alguien iba a su lado, la seguía adentrándose con ella en las aguas. Annie miró de reojo. La mujer se recogía el vuelo de la falda, pero al cabo de un rato la dejó caer, y se quedó flotando en la superficie a su alrededor. No apartaba la vista de Annie. Movía la boca, pero Annie no quería escuchar. Entonces no podría seguir protegiendo a Sam. Cerraba los ojos para no verla, pero cuando volvía a abrirlos, no podía evitar mirar a la mujer. Era como si algo la obligase a mirarla.
La mujer llevaba ahora a su hijo en brazos. Hacía un instante no lo tenía, Annie estaba segura. Pero ahora el niño la miraba también con los ojos suplicantes, muy abiertos. Estaba hablando con Sam. Annie quería taparse los oídos y gritar para dejar de oír las voces del niño y de la mujer. Pero tenía las manos ocupadas, llevaba en ellas a Sam, y el grito se le quedó atrapado en la garganta. Ya empezaba a mojársele la camisa y contuvo la respiración cuando el frío de las aguas le alcanzó la cintura. La mujer caminaba muy cerca. Ella y el niño hablaban al mismo tiempo; la mujer, con Annie, y el niño, con Sam. Y muy a su pesar, Annie empezó a prestar atención a lo que decían. Las voces la alcanzaban igual que el agua salada le traspasaba la ropa y le mojaba la piel.
Habían llegado al final del camino, ella y Sam. Los encontrarían en cualquier momento, terminarían lo que habían empezado. El recuerdo de la sangre que salpicó la pared y le tiñó a Fredrik la cara de rojo le cruzó la memoria un segundo. Annie sacudió la cabeza para borrar las imágenes. ¿Eran sueños, imaginaciones suyas o realidad? Ya no estaba segura. Solo recordaba la fría sensación de odio, de pánico y de angustia, tan inmensa que la dominaba y le dejaba solo lo más primitivo de su rabia.
Cuando el agua le llegaba por el pecho notó que Sam se volvía más ligero aún. La mujer y el niño seguían a su lado. Las voces le resonaban en el oído, y ahora oía claramente lo que le decían. Annie cerró los ojos y cedió por fin. Tenían razón. Esa certeza la inundó por completo y disipó toda su inquietud. Se le antojaba tan obvio ahora que oía claramente a la mujer y al niño… Sabía que solo querían el bien de ella y de Sam, y dejó que la serenidad la envolviera.
A lo lejos, detrás de ellos, creyó oír otras voces. Voces que la llamaban, que querían algo de ella y que trataban de llamar su atención. Pero no les hizo caso, eran menos reales que esas otras que tan cerca le resonaban en el oído, y que seguían hablando.
—Suéltalo —decía la mujer dulcemente.
—Yo quiero jugar con él —decía el niño.
Annie asintió. Tenía que soltarlo. Eso era lo que querían todo el tiempo, lo que intentaban explicarle. Sam les pertenecía a ellos ahora, pertenecía a los otros.
Muy despacio, fue soltando a Sam. Dejó que el mar se lo llevara, que desapareciera bajo la superficie y lo arrastrara la corriente. Luego dio un paso al frente, y otro más. Las voces seguían hablando. Las oía cerca y en la distancia, pero otra vez prefirió no escucharlas. Quería ir con Sam, ser uno de ellos. ¿Qué iba a hacer, si no?
La voz de la mujer seguía suplicándole, pero el agua le llegó a los oídos, ahogó todos los sonidos y los sustituyó por un rumor, como de la sangre que le fluía por todo el cuerpo. Continuó, notó que el agua le envolvía la cabeza y que el aire le comprimía los pulmones.
Pero algo la izó de pronto. La mujer tenía una fuerza sorprendente. La arrastró a la superficie y Annie volvió a sentir la misma rabia. ¿Por qué no le permitían ir con su hijo? Opuso resistencia, pero la mujer se negaba a soltarla y continuó tirando de ella hacia fuera, hacia la vida.
Otro par de manos la agarró y ayudó a tirar. La cabeza atravesó la superficie y los pulmones se le llenaron de aire. Annie elevó al cielo su grito. Quería volver bajo el agua, pero la estaban llevando a tierra.
La mujer y el niño habían desaparecido. Igual que Sam.
Annie notó que la llevaban a algún sitio. Se rindió. Al final, la habían encontrado.
L
a fiesta continuó toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Habían comido bien, corrió el vino, los lugareños se codearon con los invitados de honor y en la pista de baile se fraguaron nuevas amistades. En otras palabras, todo un éxito.
Vivianne se acercó a Anders, que estaba apoyado en la barandilla, contemplando a las parejas que bailaban.
—Pronto tendremos que irnos.
Él asintió, pero había algo en la expresión de su cara que le reavivó la inquietud de antes.
—Vamos. —Lo rodeó con el brazo, y él la siguió sin mirarla a los ojos.
Vivianne había escondido la maleta en una de las habitaciones libres, y lo condujo hasta allí.
—¿Dónde está tu maleta? Tenemos que irnos dentro de diez minutos, si no, perderemos el avión.
Anders no dijo nada, se sentó desplomándose en la cama y clavó la vista en el suelo.
—¿Anders? —Vivianne agarraba convulsamente el asa de la maleta.
—Te quiero —susurró Anders. Esas palabras sonaron de pronto aterradoras.
—Tenemos que irnos —dijo, pero en el fondo sabía que él no la acompañaría. La música seguía sonando al fondo.
—No puedo. —Anders levantó la vista. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué has hecho? —No quería oír la respuesta, no quería ver cumplidas sus peores sospechas, pero se le había escapado la pregunta sin poder evitarlo.
—¿Que qué he hecho? Por Dios bendito, ¿creías que yo…?
—¿Y no es verdad? —Vivianne se sentó a su lado en la cama.
Anders negó con un gesto vehemente y se echó a reír al tiempo que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.
—Por Dios bendito, Vivianne, ¡no!
Sintió un alivio inmenso, pero entonces comprendía menos aún a qué venía su comportamiento.
—¿Por qué? —Le rodeó los hombros con el brazo y él apoyó la cabeza en la de ella. Aquella postura le traía tantos recuerdos, de tantas veces como habían estado así.
—Yo te quiero y lo sabes.
—Sí, lo sé. —Y entonces lo comprendió todo. Se irguió para poder mirarlo bien, con la cara entre sus manos—. Querido hermano, no me digas que te has enamorado…
—No puedo irme contigo —dijo, y se echó a llorar otra vez. Ya sé que nos prometimos estar siempre juntos, pero este viaje tendrás que hacerlo sin mí.
—Si tú eres feliz, yo también lo soy. Así de sencillo. Te echaré muchísimo de menos, pero no hay nada que más desee para ti que una vida propia. —Sonrió—. Eso sí, tienes que contarme quién es, o no podré irme.
Le dijo el nombre y ella recordó a una mujer con la que habían estado en contacto con motivo del Proyecto Badis. Vivianne volvió a sonreír.
—Tienes buen gusto. —Guardó silencio un instante—. Tendrás que explicar un montón de cosas, y hacerte responsable de otras. ¿De verdad voy a dejarte solo ahora? Si quieres me quedo.
Anders negó con un gesto.
—No, quiero que te vayas. Que tomes el sol y disfrutes por mí también. Yo no veré la luz del sol en bastante tiempo, pero ella lo sabe todo y ha prometido esperarme.
—¿Y el dinero?
—Es tuyo —dijo sin dudar—. No lo necesito.
—¿Estás seguro? —Con la cara entre sus manos otra vez, como si quisiera recordar su rostro con el tacto.
Anders asintió y le retiró las manos.
—Estoy seguro, y tienes que irte ahora. El avión no va a esperarte.
Se levantó maleta en mano y, sin decir una palabra, la llevó al coche y la metió en el maletero. Nadie los vio. El murmullo de los invitados se mezclaba con la música, y todos estaban en otras cosas.
Vivianne entró en el coche y se sentó al volante.
—Lo hemos hecho bien, ¿verdad? —preguntó mirando a Badis, que resplandecía en la semipenumbra.
—Lo hemos hecho de narices.
Se quedaron callados. Después de un instante de vacilación, Vivianne se quitó el anillo que llevaba en el dedo y se lo dio a Anders.
—Toma, dáselo a Erling. No es mala persona. Espero que encuentre a otra mujer a quien pueda dárselo.
Anders se lo guardó en el bolsillo.
—Me encargaré de devolvérselo.
Se miraron en silencio. Luego, Vivianne cerró la puerta del coche. Salió derrapando y Anders se quedó un buen rato viendo cómo se alejaba. Luego subió despacio la escalinata del Badis. Pensaba quedarse hasta que acabara la fiesta.
E
rling estaba presa del pánico. Vivianne había desaparecido. Nadie la había visto desde la fiesta del sábado, y el coche tampoco estaba. Tenía que haberle ocurrido algo.
Descolgó el auricular y llamó una vez más a la comisaría.
—¿Alguna novedad? —dijo en cuanto oyó la voz de Mellberg, que volvió a responder con una negativa. Erling no pudo contenerse más—. ¿Pero estáis haciendo algo para encontrar a mi prometida? Ha tenido que pasarle algo, estoy seguro. ¿Habéis dragado en el muelle? Sí, ya sé que el coche también ha desaparecido, pero ¿tenemos pruebas de que no lo hayan arrojado al agua, con Vivianne dentro, tal vez? —preguntó con voz chillona, y recreó mentalmente la imagen de Vivianne hundiéndose poco a poco—. Exijo que utilicéis todos vuestros recursos para encontrarla.
Colgó bruscamente el auricular. Unos golpecitos discretos en la puerta lo hicieron saltar de la silla. Gunilla asomó la cabeza y lo miró horrorizada.
—¿Sí? —Él solo quería que lo dejaran en paz. Se había pasado el domingo buscando a Vivianne, y aquella mañana llegó a la oficina solo porque tenía la esperanza de que tratara de localizarlo allí.
—Han llamado del banco. —Gunilla parecía más angustiada que de costumbre.
—Ahora no tengo tiempo para esas cosas —dijo con la vista clavada en el teléfono. Vivianne podía llamar en cualquier momento.
—Parece ser que hay algo raro en la cuenta de Badis. Quieren que los llames.
—Te digo que no tengo tiempo —le soltó Erling. Pero, para su sorpresa, Gunilla insistió.
—Quieren que los llames de inmediato —repitió Gunilla, y se escabulló hacia su despacho.
Erling lanzó un suspiro, descolgó el auricular y llamó a su contacto en el banco.
—Soy Erling, al parecer hay algún problema.
Trató de parecer eficaz. Quería concluir la conversación cuanto antes para que la línea no estuviera ocupada si ella llamaba. Escuchaba al empleado del banco un tanto distraído, pero al cabo de unos instantes, se irguió en la silla.
—¿Cómo que no hay dinero en la cuenta? Ya podéis mirarlo otra vez. Hemos ingresado varios millones, y más que van a llegar esta misma semana de Vivianne y Anders Berkelin. Sé que hay muchos proveedores esperando cobrar, pero dinero hay, desde luego. —Entonces guardó silencio y prestó atención un momento—. ¿Estáis totalmente seguros de que no es un error?
Erling se aflojó el cuello de la camisa. De repente, le costaba respirar. Cuando concluyó la conversación, empezó a pensar febrilmente. El dinero había desaparecido. Vivianne había desaparecido. Y no era tan tonto como para no saber sumar dos y dos. Aun así, no quería creerlo.
Erling había marcado los tres primeros números de la Policía cuando apareció Anders en la puerta. Se lo quedó mirando. El hermano de Vivianne parecía agotado y estragado. Primero se quedó un rato en silencio, luego se acercó a la mesa de Erling y abrió la mano. La luz que entraba por la ventana se reflejó en el objeto que le mostraba en la palma y lanzó destellos sobre la pared que Erling tenía detrás. Era el anillo de prometida de Vivianne.
En ese instante se despejaron todas sus dudas. Como si estuviera anestesiado, marcó el número de la Policía de Tanumshede. Anders se sentó a esperar. El anillo brillaba en la mesa.
A
Erica le dieron el alta del hospital el miércoles por la mañana. El golpe que recibió en la cabeza resultó no ser tan grave, pero teniendo en cuenta las lesiones sufridas en el accidente, la tuvieron en observación unos días más de lo necesario.
—Déjalo, puedo sola. —Le dirigió una mirada asesina a Patrik, que la sujetaba del brazo mientras subían la escalinata de la casa—. Ya has oído lo que han dicho. Todo está en orden. Ni rastro de conmoción cerebral, solo unos puntos de sutura.
Patrik abrió la puerta.
—Sí, ya lo sé, pero… —Calló al ver la mirada de Erica.
—¿Cuándo llegan a casa los niños? —Se quitó los zapatos.
—Mi madre vendrá con los gemelos sobre las dos. Luego podríamos ir todos a recoger a Maja. Se muere de ganas de verte.
—Pobrecita mía —dijo Erica dirigiéndose a la cocina. Le resultaba extraño estar en casa sin los niños. Apenas podía recordar que hubo un tiempo en que Patrik y ella vivían así.
—Siéntate, voy a preparar café. —Patrik se le adelantó.
Erica estaba a punto de protestar cuando comprendió que quizá debería aprovechar la situación. Se sentó en una de las sillas y subió las piernas a la de al lado con un suspiro de satisfacción.
—¿Sabes lo que pasará con Badis? —En el hospital se sentía como en una burbuja, y ahora quería saber todo lo que había ocurrido. Seguía sin poder creer los rumores que corrían sobre Vivianne.