Lyonesse - 3 - Madouc (29 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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Casmir señaló una silla. Erls se sentó tras una rígida reverencia.

—¿Qué sabes del caballero Cory, que descansa en el Peinhador?

Erls respondió al instante, como si hubiera estado esperando la pregunta.

—Cory es segundo hijo del caballero Claunay de Falonges, ahora muerto. El primer hijo, el caballero Camwyd, heredó la finca, localizada al norte de la Provincia Occidental en el Troagh, cerca de la frontera ulflandesa. Cory no se pudo adaptar al difícil papel de hijo segundón e intentó asesinar al caballero Camwyd. Durante la noche un perro aulló; el caballero Camwyd estaba despierto y el intento fracasó. Cory se transformó en fugitivo, luego en renegado. Operaba en el Troagh y realizaba emboscadas a lo largo de la Calle Vieja. Fue capturado por el duque Ambryl, quien lo habría colgado al instante si Cory no se hubiera declarado agente secreto del rey. Ambryl se contuvo y envió a Cory aquí para que tú dispusieras de él. Se dice que es persona de mente cabal, aunque también es un canalla desalmado, merecedor del hacha de Zerling. Eso es lo que sé.

—Tal vez el caballero Cory se valió de una premonición, a fin de cuentas —dijo Casmir—. Hazlo traer aquí.

—Lo que ordenes, majestad —respondió Erls con voz neutra y abandonó la habitación.

Al rato un par de carceleros trajeron a Cory de Falonges, con grilletes en las muñecas y una soga alrededor del cuello.

Casmir inspeccionó a Cory con frío interés. Cory era de estatura media, fornido y ágil, con un torso corpulento, brazos y piernas largos y membrudos. Tenía tez amarillenta, pelo oscuro y rasgos duros. Llevaba las mismas ropas que en el momento de su captura; en sus orígenes habían sido de buena calidad, pero ahora estaban raídas y apestaban a mazmorra. No obstante, afrontó la inspección de Casmir con aplomo: alerta y vivaz, pero resignado a su destino.

Los carceleros ataron un extremo de la cuerda a la pata de una mesa, para que Cory no saltara inesperadamente sobre el rey Casmir. Luego, ante una seña del rey, se retiraron.

Casmir habló con voz firme.

—Le dijiste al duque Ambryl que trabajabas en mi servicio secreto.

Cory asintió.

—En efecto, majestad.

—¿No fue una declaración excesivamente audaz?

—Dadas las circunstancias, prefiero considerarla una inspiración del momento. Indica mi habilidad y acentúa mi deseo de poner mi persona y mis recursos a tu servicio.

Casmir sonrió glacialmente.

—No habías manifestado tales ambiciones hasta ahora.

—Es cierto, majestad. He postergado ese acto demasiado tiempo, y ahora me descubres engrillado, para mi vergüenza.

—¿Vergüenza por tus crímenes o vergüenza por tu fracaso?

—Sólo puedo decir, majestad, que no estoy habituado al fracaso.

—Bien, esa cualidad, al menos, es admirable. En cuanto a tu empleo a mi servicio, puede ser un juego en el que tendrías que ser limpio.

—Con gusto, majestad, pues el trabajo quizá me libre de la mazmorra y el hacha.

—En efecto. Evidentemente eres sagaz y falto de escrúpulos, cualidades que acostumbro a encontrar valiosas. Si logras realizar la tarea que te propondré, no sólo habrás ganado tu amnistía sino también una sustancial recompensa.

Cory se inclinó.

—Majestad, me consagro a tu misión sin vacilar.

Casmir cabeceó.

—Seamos claros desde un principio. Si me traicionas, te perseguiré con todos mis recursos y te llevaré de regreso al Peinhador.

Cory se inclinó de nuevo.

—Majestad, siendo hombre realista, no esperaría otra cosa. Sólo dime qué debo hacer.

—La tarea es sencilla. Debes matar a Aillas, rey de Troicinet, Dascinet y las Ulflandias. Ahora está en alta mar con su flota, pero pronto lo encontrarás en Doun Darric, Ulflandia del Sur. Yo no debo quedar implicado en tal menester.

Cory apretó los labios. Sus ojos centellearon a la luz de las antorchas.

—Una labor delicada, pero no imposible.

—Eso es todo por esta noche. Mañana hablaremos de nuevo. ¡Guardias!

Los carceleros entraron.

—Llevad al caballero Cory de vuelta al Peinhador; permitid que se bañe, dadle nuevas ropas, alimentadlo como guste y albergadlo en el primer nivel.

—Como desees, majestad. Ven, perro.

—A partir de ahora, llamadme caballero Cory —dijo altivamente el prisionero—, o deberéis temer mi ira.

El carcelero tiró bruscamente de la cuerda.

—Te llames como te llames, obedece deprisa. Nosotros no somos tan clementes como su majestad.

La tarde del día siguiente el rey Casmir entrevistó de nuevo al caballero Cory, esta vez en el Salón de los Suspiros, encima de la armería. El caballero vestía ahora decentemente y no llevaba cadenas.

El rey Casmir ocupó su sitio habitual, con la jarra de madera de haya y el pichel de madera de haya al lado. Indicó a Cory que se sentara.

—He realizado ciertos preparativos —dijo Casmir—. En la mesa hay una bolsa con veinte florines de plata. Hazte pasar por mercader de ungüentos medicinales, con un caballo, un animal de carga y las mercancías apropiadas. Viaja al norte por el Sfer Arct hasta Dazleby, continúa hasta Nolsby Sevan y luego hasta el Pasaje del Ulf. Atravesarás las Puertas de Cerbero y la fortaleza Kaul Bocach; continúa hasta una posada que muestra el emblema del Cerdo Bailarín. Allí te aguardarán cuatro hombres… canallas tan desalmados como tú, o peores. Estaban destinados a la banda de Torqual, pero primero te asistirán en tu empresa. Utilízalos como consideres más conveniente.

Casmir miró una lista, luego habló con disgusto.

—¡Qué grupo tan insólito! Cada cual supera a los demás en infamia. Primero, te citaré a Izmael el Huno, de los bosques de Tartaria. Luego está Kegan el Celta, flaco como un hurón e igualmente sanguinario. Luego, Este el Dulce, de cabello áureo y rizado y diáfana sonrisa. Es romano y afirma estar emparentado con la casa del poeta Ovidio. Lleva un arco frágil como un juguete, y dispara flechas que parecen pequeños dardos, pero puede arrancarle el ojo a un hombre a gran distancia. El último es Galgus el Negro, que lleva cuatro cuchillos en el cinto. Éstos son tus cuatro paladines.

—Parecen criaturas de pesadilla —dijo Cory—. ¿Obedecerán mis órdenes?

Casmir sonrió.

—Eso espero. Temen a Torqual al menos. Quizá sea el único hombre al que respetan. Por esta razón, debes actuar en nombre de Torqual. Hay una ventaja añadida: cuando triunfes, como espero, Torqual cargará con la culpa, no yo.

—¿Cómo verá Torqual este proyecto?

—No hará objeciones. Repito: nunca menciones mi nombre. ¿Está todo claro?

—Excepto un detalle: ¿es necesario que trabaje por encargo de Torqual?

—Sólo si eso te facilita la tarea.

Cory se acarició la larga barbilla.

—¿Puedo hablar con toda franqueza? —preguntó.

—Así hemos hablado hasta ahora. ¡Venga!

—He oído rumores de que tus agentes secretos rara vez sobreviven para gozar de los frutos de su labor. ¿Cómo se me garantiza que viviré para disfrutar de mi éxito?

—Sólo puedo responderte de esta manera: si me sirves bien una vez, quizá desee que me sirvas de nuevo, cosa que no podrás hacer si estás muerto. Además, si recelas del plan, tienes la opción de regresar al Peinhador.

Cory sonrió y se puso de pie.

—Tus argumentos son convincentes.

VII
1

En el prado de Lally, en el corazón del Bosque de Tantrevalles, se alzaba Trilda, una estructura de madera y piedra situada donde el Lillery salía del bosque para desembocar en el río Yallow.

Trilda, que ya tenía casi cien años, había sido construida por orden del mago Hilario, quien antes habitaba la Torre Sheur, en un islote frente a la costa norte de Dahaut: un lugar demasiado tosco, frío y estrecho para Hilario, persona de gustos selectos. Trazó sus planos con sumo cuidado, especificando cada detalle con precisión y revisando con escrúpulo la relación entre cada parte y el todo. Para realizar la construcción contrató a una cuadrilla de duendes carpinteros, que afirmaron ser artesanos calificados. Hilario comenzó a discutir los planes con Shylick, el maestro carpintero, pero Shylick cogió los planos, les echó una ojeada y los asimiló de un solo vistazo. Hilario quedó muy impresionado por su habilidad.

Los carpinteros pusieron manos a la obra; con gran empeño cavaron, sondearon, hacharon, aserraron, martillearon, golpearon, pulieron y ensamblaron, mientras sus ingeniosos tornos escupían volutas de serrín. Para asombro de Hilario, la obra quedó concluida de la mañana a la noche, incluyendo una veleta de hierro negro en la chimenea.

Cuando los primeros rayos del sol bañaron el prado, Shylick el maestro carpintero se enjugó el sudor de la frente. Con gesto pomposo presentó las cuentas a Hilario, exigiendo un pago inmediato, pues la cuadrilla tenía ocupaciones urgentes en otra parte.

Sin embargo, Hilario era hombre de temperamento cauto y no se dejó enredar por la cháchara de Shylick. Felicitó a éste por su empeño y eficacia, pero insistió en inspeccionar el lugar antes de pagar. Shylick protestó, pero en vano, y de mala gana acompañó a Hilario mientras el mago realizaba la inspección.

Pronto descubrió Hilario varios errores en el trabajo, y evidencia de métodos apresurados o chapuceros. El contrato establecía una mampostería de «sólidos y sustanciales bloques de piedra»; los bloques inspeccionados por Hilario resultaron ser simulacros preparados con excrementos de vaca hechizados. Tras nuevas observaciones, Hilario descubrió que los «fuertes tablones de roble bien curado» eran en realidad tallos secos de vencetósigo, disfrazados mediante taimados sortilegios.

Hilario señaló estos defectos con indignación, exigiendo a Shylick que realizara bien el trabajo y cumpliera con el contrato. Shylick, ofuscado y malhumorado, hizo todo lo posible por evadir la nueva faena. Razonó que la precisión total era imposible y desconocida en el cosmos. Argumentó que una persona razonable y realista aceptaba un grado de laxitud en la interpretación del contrato, pues dicha amplitud era inherente al proceso de comunicación.

Hilario no cedió y el enfado de Shylick crecía por momentos, al tiempo que golpeaba el piso con el alto sombrero verde y presentaba argumentos cada vez más abstrusos. Declaró que, como la distinción entre «apariencia» y «sustancia» era a lo sumo una exquisitez filosófica, casi nada era equivalente a nada.

—En tal caso —dijo gravemente Hilario—, pagaré mi cuenta con esta brizna de paja.

—No —dijo Shylick—. Eso no es lo mismo —afirmó que, en bien de la simplicidad, Hilario debía pagar la cuenta y establecerse gustosamente en su nueva residencia.

Hilario se mantuvo en sus trece. Declaró que los argumentos de Shylick eran meros sofismas, de cabo a rabo.

—Admito que la mansión tiene un bonito aspecto —dijo—, pero los encantamientos de este tipo son fugaces y propensos a la erosión.

—¡No siempre!

—¡Pero a menudo! Con la primera lluvia, esta improvisada estructura se derrumbará sobre mí, quizás en medio de la noche mientras duermo. Debes reiniciar el trabajo, desde el principio hasta el fin, usando materiales adecuados y métodos aprobados de construcción.

Los carpinteros protestaron pero Hilario se salió con la suya y el trabajo se reanudó. Los duendes se afanaron durante tres días con sus noches, y esta vez —quizá por petulancia, o por mera perversidad— hicieron una tarea mucho mejor que la requerida usando palo de rosa y castaño para los paneles, y pórfido rosado y malaquita en vez de mármol. Entretanto, miraban de soslayo a Hilario, como desafiándolo a hallar defectos.

Al fin la obra quedó concluida e Hilario pagó la cuenta con doscientas doce conchas de coquina y un festín de pescado en salmuera, pan recién horneado, queso fresco, nueces y miel, una bacía de fuerte sidra de pera y otra de vino de morera; la transacción culminó con una nota de camaradería y mutua estima.

Hilario se alojó en Trilda, donde vivió muchos años, hasta que murió por causas inexplicables en el prado de Lally, quizá víctima de un rayo. Sin embargo, corrió el rumor de que había provocado el resentimiento del brujo Tamurello. En todo caso, nada pudo probarse. La mansión permaneció vacía durante muchos años, hasta que un día Shimrod, durante uno de sus vagabundeos, se topó con la solitaria estructura y decidió convertirla en su hogar. Añadió un ala para su taller, plantó flores en el frente y un huerto detrás y Trilda pronto recobró su encanto.

Para mantener Trilda —para asear, fregar y pulir, bruñir los vidrios, encerar la madera, desbrozar el jardín y cuidar el fuego—, Shimrod contrató a una familia de tonoalegres (a veces llamados duendes arbóreos) recién llegados al vecindario. Eran criaturillas tímidas que trabajaban sólo cuando Shimrod les daba la espalda, de modo que él rara vez reparaba en ellos, salvo por un aleteo en el rabillo del ojo.

Pasaron los años, según el ciclo establecido. Shimrod vivía en Trilda prácticamente en soledad, por completo dedicado a su labor. Pocas gentes iban al prado, a veces un leñador o un recolector de setas, y Shimrod raramente recibía visitas. En el otro extremo del prado estaba Tuddifot Shee, una cresta de basalto negro para el ojo poco atento, manchada de liquen en su parte norte. De cuando en cuando Shimrod observaba las juergas de las hadas, pero siempre desde lejos. Ya había aprendido que la compañía de las hadas podía conducir a torbellinos de dolorosa frustración.

Recientemente, a petición de Murgen, había emprendido una tarea monumental: el análisis y clasificación del material confiscado al brujo Tamurello y llevado a Trilda en un desordenado batiburrillo. Tamurello había sido un brujo de gran versatilidad y eléctrica experiencia; había recogido por doquier gran cantidad de objetos y artilugios mágicos, algunos triviales, otros vibrantes de poder.

La primera tarea de Shimrod consistió en realizar una somera inspección de documentos, tratados, formularios y registros. Éstos figuraban en muchas formas, tamaños y condiciones. Había libros antiguos y recientes, rollos de tiempos inmemoriales, pergaminos iluminados, carpetas con dibujos, planos, mapas y cartas; lienzos estampados con grandes caracteres, papeles escritos con tintas de colores extraños y en idiomas arcanos.

Shimrod ordenó estos artículos en pilas, para estudiarlos después, y se puso a examinar las máquinas, herramientas, utensilios, amplificadores y otros artefactos. Muchos no revelaban una utilidad manifiesta, y Shimrod a menudo se preguntaba cuál era su propósito o falta de propósito. Durante un mes había estudiado uno de esos artefactos: un ensamblaje de siete discos de material transparente que giraban alrededor de una tablilla circular de ónix negro. Los discos irradiaban colores tenues y de modo intermitente aparecían unos puntos negros de vacío, que al parecer se formaban y morían al azar.

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