Expedición Alpine Ascents Inter a Tonal
Todd Burleson | EE.UU., jefe y guía |
Pete Athans | EE.UU., guía |
Jim Williams | Ídem |
Dr. Ken Kamler | EE.UU., cliente y médico del equipo |
Charles Corfield | EE.UU., cliente |
Becky Johnston | EE.UU., senderista y guionista |
Expedición comercial internacional
Mal Duff | Reino Unido, jefe |
Mike Trueman | Hong Kong, subjefe |
Michael Burns | Reino Unido, responsable del campamento base |
Dr. Henrik Jessen Hansen | Dinamarca, médico de la expedición |
Veikka Gustafsson | Finlandia, escalador |
Kim Sejberg | Dinamarca, escalador |
Ginge Fullen | Reino Unido, escalador |
Jaakko Kurvinen | Finlandia, escalador |
Euan Duncan | Reino Unido, escalador |
Expedición comercial de Himalayan Guides
Henry Todd | Reino Unido, jefe |
Mark Pfetzer | EEUU, escalador |
Ray Door | Ídem |
Expedición sueca en solitario
Göran Kropp | Suecia, escalador |
Frederic Bloomquist | Suecia, realizador |
Ang Rita | Nepal, sherpa y miembro del equipo de filmación |
Expedición noruega en solitario
Petter Neby | Noruega, escalador |
Expedición malayo-neozelandesa al Pumori
Guy Cotter | Nueva Zelanda, jefe y guía |
Dave Hiddleston | Nueva Zelanda, guía |
Chris Jillet | Ídem |
Expedición comercial estadounidense al Pumori/Lhotse
Dan Mazur | EE.UU., jefe |
Jonathan Pratt | Reino Unido, jefe |
Scout Darnssey | EE.UU., escalador y fotógrafo |
Chantal Mauduit | Francia, escaladora |
Stephen Koch | EE.UU., escalador y snowboardista |
Brent Bishop | EE.UU., escalador |
Diane Taliaferro | EE.UU., escaladora |
Dave Sharman | EE.UU., escalador |
Tim Horvath | Ídem |
Dana Lynge | Ídem |
Martha Lynge | EE.UU., escaladora |
Expedición nepalí de limpieza al Everest
Sonam Gyalchhen | Nepal, jefe |
Clínica de la Himalayan Rescue Association (en Pheriche)
Dr. Jim Litch | EE.UU., medico |
Dr. Larry Silver | Ídem |
Dra. Cecile Bouvray | Francia, doctora |
Laura Ziemer | EE.UU., enfermera |
Expedición de la Policía Fronteriza Indotibetana (ascensión por la vertiente tibetana del Everest)
Mohindor Singh | India, jefe |
Harbhajan Singh | India, subjefe y escalador |
Tsewang Smanla | India, escalador |
Tsewang Paljor | Ídem |
Dorje Morup | Ídem |
Hira Ram | Ídem |
Tashi Ram | Ídem |
Sange | India, sherpa escalador |
Nadra | Ídem |
Koshing | Ídem |
Expedición Fukuoka (ascensión desde la vertiente tibetana del Everest)
Koji Yada | Japón, jefe |
Hiroshi Hanada | Japón, escalador |
Eisuke Shigekawa | Ídem |
Pasang Tshering | Nepal, sherpa escalador |
Pasang Karni | Ídem |
Any Gyalzen | Ídem |
Es casi como si hubiera un cordón alrededor de estos grandes picos, más allá del cual nadie puede ir. La verdad, por supuesto, radica en el hecho de que a partir de los 7.500 metros los efectos de la baja presión atmosférica sobre el cuerpo humano son tan graves que resulta imposible superar los tramos realmente difíciles, y las consecuencias de una tormenta, incluso benigna, pueden ser letales; que nada salvo las más perfectas condiciones climatológicas brinda la menor posibilidad de éxito, y que en el último trecho de la escalada ningún grupo está en situación de escoger día… No, no es extraordinario que el Everest se resistiera a los primeros intentos de conquista; en efecto, lo contrario habría sido sorprendente y no poco triste, pues no es ése el estilo de las grandes montañas. Quizás; en esta era de conquistas mecánicas nos habíamos vuelto un poco arrogantes con la flamante tecnología de ganchos para hielo y zapatillas de goma. Habíamos olvidado que la montaña sigue reservándose la carta definitiva, y que sólo concede el éxito cuando así le conviene. ¿Por qué, si no, sigue siendo fascinante el montañismo?
Eric Shipton, en 1938
Upon that Mountain
Encaramado a la cima del mundo, con un pie en China y el otro en Nepal, limpié de hielo mi máscara de oxígeno, encorvé la espalda al viento y contemplé, abstraído, la enorme extensión de Tíbet. De un modo difuso, con cierto distanciamiento, comprendí que el paisaje que se extendía debajo de mí presentaba una vista espectacular. Había fantaseado mucho sobre ese momento y la oleada de emociones que lo acompañaría. Pero ahora que por fin estaba allí, literalmente de pie en la cima del Everest, no tenía fuerzas para pensar en ello.
Era el 10 de mayo de 1996, a primera hora de la tarde. Hacía cincuenta y siete horas que no dormía. La única comida que había sido capaz de tragar en los tres días precedentes era un bol de sopa de ramen y un puñado de cacahuetes. Semanas tosiendo con violencia me habían dejado dos costillas separadas que convertían en un tormento el mero hecho de respirar. A 8.848 metros, en la troposfera, me llegaba tan poco oxígeno al cerebro que mi capacidad mental era como la de un niño retrasado. En aquellas circunstancias, poca cosa podía sentir a excepción de frío y cansancio.
Había coronado pocos minutos después de Anatoli Boukreev, un guía de montaña ruso que trabajaba para una expedición comercial estadounidense, y justo antes de Andy Harris, un guía neozelandés del equipo al que yo pertenecía. Aunque apenas conocía a Boukreev, a Harris sí había tenido oportunidad de tratarlo en las seis semanas anteriores. Saqué cuatro instantáneas de Harris y Boukreev haciendo poses en la cumbre, di media vuelta y empecé a bajar. Mi reloj marcaba las 13:17. En total, había estado menos de cinco minutos en la cima del mundo.
Pocos momentos después me detuve a hacer otra fotografía, esta vez mirando hacia la arista Sureste, la ruta por la que habíamos ascendido. Mientras enfocaba a dos escaladores que se aproximaban a la cima, advertí algo que hasta entonces me había pasado por alto. Hacia el sur, allá donde una hora antes el cielo había estado absolutamente despejado, un manto de nubes ocultaba ahora el Pumori, el Ama Dablam y los otros picos menores que rodean el Everest.
Tiempo después —después de haber localizado seis cuerpos, después de que los cirujanos amputaran la mano derecha gangrenada de mi compañero Beck Weathers— la gente se preguntaba por qué, si el tiempo había empezado a empeorar, los alpinistas no habían hecho el menor caso. ¿Por qué unos guías avezados siguieron ascendiendo, empujando a una manada de deportistas relativamente inexpertos (cada uno de los cuales había pagado hasta 65.000 dólares para que lo llevaran sano y salvo hasta el Everest) hacia una trampa mortal?
Nadie puede hablar por los dos jefes de las expediciones implicadas en el episodio, porque ambos están muertos, pero estoy en condiciones de asegurar que en la tarde del 10 de mayo nada sugería que se avecinara una brutal tempestad. Mi mente, escasa de oxígeno, registró las nubes que sobrevolaban el gran valle de hielo del Cwm Occidental
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como inocuas, tenues, insustanciales. Bajo el brillante sol del mediodía, se asemejaban a los inofensivos vapores de condensación por convección que casi cada tarde se formaban en el valle.
Inicié el descenso muy nervioso, pero mi preocupación poco tenía que ver con el tiempo, sino con el hecho de que al mirar el indicador de mi botella de oxígeno había descubierto que estaba casi vacía. Era preciso bajar, y rápido.
El tramo superior de la arista Sureste forma una estrecha aleta de roca y nieve azotada por el viento que serpentea durante medio kilómetro entre la cumbre y un pico secundario conocido como Antecima o cima Sur. Salvar ese picacho en forma de arista no presenta grandes obstáculos técnicos, pero la ruta es terriblemente peligrosa. Tras abandonar la cumbre, tardé quince minutos de cautelosa andadura al borde del abismo hasta llegar al famoso escalón Hillary, una lisa pared de roca de unos doce metros que requiere cierto dominio técnico. Mientras me sujetaba a la cuerda fija y me disponía a rapelar sobre el borde del escalón, me percaté de un alarmante espectáculo. Nueve metros más abajo, en la base del escalón, había una cola de más de una docena de personas. Tres escaladores habían empezado ya a subir por la cuerda que yo me disponía a utilizar para el descenso. Sólo me quedaba una opción: desengancharme de la vía de seguridad y hacerme a un lado.
El atasco lo formaban alpinistas de tres expediciones: el equipo al que pertenecía yo, clientes de pago dirigidos por el consagrado guía neozelandés Rob Hall; otro grupo, encabezado por el guía estadounidense Scott Fischer y un equipo taiwanés no comercial. Al paso de tortuga que es de rigor por encima de los 7.900 metros la comitiva fue ascendiendo en fila por el escalón, un alpinista detrás de otro, mientras yo me angustiaba, viendo pasar el tiempo.
Harris, que había dejado la cima poco después de hacerlo yo, llegó enseguida a mi altura. Como mi intención era conservar el poco oxígeno que me quedaba en la botella, le pedí que metiese la mano en la mochila y cerrara la válvula de mi regulador. Así lo hizo. En los diez minutos que siguieron me encontré sorprendentemente bien, con la cabeza despejada y la sensación de estar menos cansado que con la válvula abierta. Entonces, sin previo aviso, noté que me asfixiaba. Empecé a ver borroso, la cabeza me daba vueltas. Estaba a un paso de perder el conocimiento.
En lugar de cerrar el oxígeno, Harris, afectado por la hipoxia, había abierto la válvula al máximo, agotando así el contenido de la botella. Sin moverme del sitio, había consumido el oxígeno que me quedaba. En la cima Sur, setenta y cinco metros más abajo, me esperaba otra botella, pero para llegar allí tendría que descender por el terreno más expuesto de toda la ruta sin el beneficio del oxígeno adicional.
Y primero debería esperar a que pasase aquella turba. Me quité la ya inservible máscara, clavé el piolet en el helado pellejo de la montaña y me agaché a la espera. Mientras cambiaba triviales felicitaciones con los que iban pasando, por dentro pensaba, exasperado: «¡Daos prisa, joder, daos prisa! ¡Mi cerebro está perdiendo millones de células!».
El grueso de los montañeros pertenecía al grupo de Fischer, pero hacia el final de la cola vi llegar a dos compañeros míos, Rob Hall y Yasuko Namba. Recatada y tímida, Namba estaba a cuarenta minutos de convertirse, a sus cuarenta y siete años, en la mujer de más edad en conquistar el Everest y la segunda japonesa en escalar el pico más alto de cada continente, las llamadas Siete Cimas. Aunque sólo pesaba cuarenta kilos, su figura de gorrión disimulaba una firmeza formidable; en gran medida, lo que impulsaba a Yasuko montaña arriba era la inquebrantable intensidad de su afán.
Más rezagado, apareció Hansen. Miembro también de nuestra expedición, Doug Hansen era un empleado de Correos de Seattle con el que había establecido una gran amistad durante la ascensión. «¡Está chupado!», grité al viento procurando darle unos ánimos que yo no tenía. Doug murmuró detrás de su máscara de oxígeno algo que no llegué a entender, me estrechó débilmente la mano y continuó su penosa ascensión.
Cerraba la fila Scott Fischer, a quien yo conocía casualmente de Seattle, ciudad en la que ambos residíamos. La fortaleza y el empuje de Fischer eran legendarios (en 1994 había subido al Everest sin oxígeno), así que me extrañó verlo avanzar tan despacio y su aspecto tan agotado cuando por un instante se quitó la máscara para saludar. «¡Bruuce!», jadeó con forzada alegría, empleando su típico saludo fraterno juvenil. Le pregunté cómo estaba y Fischer fingió que bien: «Parece que hoy me cuesta arrastrar el culo, no sé por qué; pero no es nada». Despejado por fin el escalón Hillary, me enganché a la cuerda anaranjada, dejé a Fischer agachado sobre su piolet y bajé repelando por el paso.
Eran más de las tres cuando llegué a la Antecima. Unos girones de niebla se desplazaban ya sobre la cumbre del Lhotse, a 8.501 metros, lamiendo la pirámide final del Everest. El tiempo había dejado de ser benigno. Conseguí una nueva botella de oxígeno, la conecté a mi regulador y empecé a bajar por entre las nubes. Poco después de abandonar la cima Sur empezó a nevar y la visibilidad se redujo a cero.
Ciento veinte metros más arriba, donde la cumbre seguía bañada por el sol bajo un impoluto cielo azul cobalto, mis colegas perdían el tiempo posando para la posteridad en el ápice del planeta, desplegando banderas, sacando fotos, demorándose. Ninguno de ellos imaginaba la terrible experiencia que estaban a punto de vivir. Nadie sospechaba que hacia el fin de aquel largo día, cada minuto iba a ser decisivo.
Lejos de las montañas, en invierno, descubrí la borrosa fotografía del Everest en el Libro de las maravillas, de Richard Halliburton. Era una reproducción malísima donde los serrados picos emergían blancos contra un cielo grotescamente renegrido. El Everest, al fondo de los primeros picos, ni siquiera parecía más alto, pero daba igual. Lo era: así lo decía la leyenda. Los sueños eran la clave que permitía al muchacho acceder a la fotografía, pisar la ventosa cresta, subir hacia la cumbre, cada vez más cercana… Se trataba de uno de esos sueños desinhibidos que se emancipan al llegar a la madurez. Estaba seguro de que el mío era un sueño compartido; el punto más alto de la tierra, el inalcanzable Everest, ajeno a toda experiencia, estaba allí para que chicos y grandes codiciaran escalarlo.
Thomas E. Hornbein
Everest: The West Ridge