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Authors: Marta Rivera De La Cruz

Tags: #prose_contemporary

Maldito amor (25 page)

BOOK: Maldito amor
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   Él estaba convencido de que iba a ser un niño. De hecho, le había comprado ya un balón de fútbol y todos los accesorios del equipo de sus amores. Aunque no se lo había dicho, Marga también quería un chico. Ni siquiera sabía por qué, pero le parecía más complicado criar a una hija. Cuando, en una revisión, les dijeron que era una niña, ella apenas pudo disimular el disgusto momentáneo. Luis, sin embargo, se lo tomó fenomenal, y esa misma tarde llegó con un espantoso tutú que, en su fuero interno, Marga esperó no llegar a poner nunca a su criatura.
   Luis tampoco intentó pasar más tiempo en casa cuando le recomendaron reposo absoluto para las últimas semanas de embarazo. Marga había recibido como un castigo el veredicto del médico: para una mujer como ella, activa, inquieta, pasarse tumbada tres meses seguidos suponía casi una condena a galeras. Luis, sin embargo, sólo parecía ver la parte positiva del asunto.
   —Podrás leer un montón. Y ver películas como una descosida. Casi me das envidia...
   Envidia. Eso había dicho, el muy desconsiderado. Le daba envidia una persona postrada en la cama, que tenía que pensarse cada movimiento y cuyas articulaciones se anquilosaban por la falta de ejercicio. Alguien que iba a tirarse doce semanas sin que le diese el aire. Alguien obligada a pasar sola la práctica totalidad del día. Luego, cuando él llegaba a casa, le acariciaba la barriga como si fuese un gato perezoso y le proponía jugar a imaginarse a la niña. Apuntaba nombres en una libreta, los tachaba, la animaba a sugerir nuevas posibilidades sin que Marga fuese capaz de decir que, encontrándose tan mal, le daba lo mismo que la niña se llamase Eulalia, Nicómaca o Tiburcia. Lo que quería era que naciese de una condenada vez.
   Así que allí estaba ella, con una barriga de espanto, las piernas hinchadas y sintiendo sobre su cabeza la espada de Damocles de la amenaza de un parto prematuro, mientras su marido seguía como si tal cosa, buscando nombres raros y comprando peluches de color rosa. Sus amigas le recomendaron que hablase con él, y así lo hizo, pero no sirvió para nada más que para iniciar un conato de pelea. Porque Luis no tenía conciencia de estar haciendo nada malo: si ella no podía salir, ¿de qué servía que él tampoco lo hiciese? Si ella tenía proscrito el jamón, o el gin-tonic, ¿iban a apetecerle menos porque él tampoco los tomara? Con que uno de los dos estuviese fastidiado era suficiente. Eso fue exactamente lo que le dijo. Y, ante aquella exhibición de lógica aplastante, Marga tuvo que cerrar el pico y tirar la toalla.
   Luego vino el asunto del veraneo. Marga daría a luz en marzo. En julio, cuando la niña tuviese ya cuatro meses, querían irse de vacaciones a algún sitio. Marga pensaba en un lugar tranquilo y fresquito, donde no hiciese mucho calor y uno pudiese dormir más o menos a salvo de temperaturas extremas y mosquitos enormes. Tal vez podrían alquilar una casa en Cantabria, o en algún pueblo de la costa gallega, para dar largos paseos cerca del mar y ponerse una chaqueta de lana por las noches. Y entonces fue cuando Luis empezó a hablar de Fuerteventura. A Marga le espantó la idea de meterse en un avión con la niña y toda la impedimenta: el carrito, el cuco, la cuna de viaje, la silla de bastones, el adaptador para la bañera... Se le heló la sangre sólo de pensar en un viaje en esas condiciones. Y además ¿por qué Fuerteventura?
   —Pues para poder salir a navegar. Llevo dos años sin hacerlo y ya tengo el mono.
   El mono. Pues vaya... Así que ahora su marido, el ilusionado futuro padre, se moría por subirse en una tabla de windsurf y pasarse el día buscando la ola perfecta y el viento a favor.
   —Ya. Pues mira, permite que te diga que la idea de pasarme el verano con la niña mientras tú sales al mar no es lo que más me emociona. Mira, quizá es demasiado pronto para decidir acerca del verano. Pero, para abreviar, ve quitándote de la cabeza la idea de ponerte un traje de neopreno y pegarte las vacaciones subido a una tabla.
   —Pero es que...
   —Pero es que nada. A ver si haces el favor de recordar que estás a punto de ser padre, y que cuando eso ocurre cambia la vida.
   Él frunció el ceño.
   —Ahora me vas a decir que la gente con hijos no hace surf...
   Marga suspiró y le dirigió una sonrisa.
   —No sé qué es lo que hace la gente con hijos. Pero te aseguro que el padre del mío no se va a dedicar a saltar sobre las olas mientras yo atiendo a una cría de cuatro meses en un hotel de Fuerteventura.
   Aquella discusión acabó allí, y por lo menos Luis reconoció a regañadientes que quizá el plan de las vacaciones náuticas no era el mejor para el primer verano que pasarían en familia. Harían algo distinto, le prometió. Algo tranquilo, para que todos pudiesen descansar y pasarlo bien por igual. Marga se quedó conforme, pero cuando a los dos días Luis llegó a casa hablando entusiasmado de un descapotable biplaza de segunda mano que vendía un compañero de trabajo, Marga se dio cuenta, alarmada, de que su marido parecía olvidar con demasiada frecuencia que iban a ser padres. Y mientras ella se decía que no era posible tanta insensatez, Luis le enseñaba las fotos del dichoso coche.
   —¿Qué te parece?
   —Precioso. ¿Y la silla de la niña, dónde la quieres poner? ¿Atada al capó o enganchada al guardabarros?
   —Ostras... claro, es verdad. Es que era tan barato que ni lo pensé.
   «Eso es lo malo —se dijo Marga—, que ni lo piensa. Pero ni esto ni nada.» Le dieron ganas de preguntarle a Luis para qué demonios había insistido tanto en tener hijos si luego sólo pensaba en deportivos para dos personas y en largas jornadas de windsurf. Pero no lo hizo. El médico le había recomendado tranquilidad y enfadarse sonoramente no debía de estar en la pobre lista de cosas que le estaban permitidas en su estado. A veces se daba cuenta de que quizá estaba siendo demasiado intransigente: Luis siempre había sido un poco cabeza de chorlito. Aquella majadería del descapotable —que, con bebé o sin él, era un capricho que no podían permitirse— era típica de él. Y, reconozcámoslo, antes a ella le hacían gracia sus bobadas. Pero ahora las cosas habían cambiado: iban a ser padres, y la falta de sentido común no era un lujo que pudieran permitirse. Y luego estaba aquella incapacidad que demostraba día a día para ponerse en su pellejo. Para entender por todo lo que estaba pasando...
   Sus amigas no daban mucha importancia a las muestras de egoísmo de su marido. «Les pasa a muchos hombres —le decían—, no se dan cuenta de lo que se les viene encima hasta que ven al niño.» Por lo visto, la desconsideración masculina previa al nacimiento era un mal endémico. Luego, aquellos seres desconsiderados se transmutaban en personas diferentes, que mimaban a sus mujeres y hasta las cubrían de regalos. Todas sus amigas habían recibido algún obsequio valioso tras el nacimiento de sus hijos. El marido de su hermana le había comprado un bolso carísimo con el que llevaba soñando toda su vida. A su amiga Alicia le habían regalado unos pendientes de perlas. En cuanto a Sonsoles, el padre de la criatura le había entregado un solitario con un diamante de dos quilates y medio (bien es verdad que la pobre Sonsoles las había pasado verdaderamente canutas hasta que consiguió quedarse embarazada) y el marido de Nuria la había sorprendido con unos zapatos de Louboutin. Marga tenía muy claro que Luis no haría nunca una cosa así. A ella no le interesaban las joyas, y su marido consideraba una barbaridad gastarse setecientos euros en un bolso de piel cuando en Zara los tenían parecidísimos y costaban diez veces menos. Además, Marga pensaba que eso del regalo tras dar a luz obedecía a un concepto algo anticuado. No, no esperaba diamantes ni nada por el estilo. Desde luego, ése no iba a ser un tema de confrontación.

 

   La siguiente vez que discutieron fue con motivo del parto. Marga estaba convencida de que Luis iba a estar con ella en el paritorio. Eso era lo que habían hecho el marido de su hermana y los de todas sus amigas, que le habían hablado de lo bonito de la experiencia compartida y de lo mucho que les había ayudado tener junto a ellas al padre del niño, aunque Raquel le había confesado que, durante las contracciones, se dirigía a su marido aullando con rabia: «¡Todo esto es culpa tuya!». Ahora, ambos se reían al recordarlo.
   Marga ni siquiera había preguntado a Luis si quería acompañarla: era algo que había dado por supuesto. Y un día —cuan do ella llevaba ya tres semanas como una ballena varada en la cama matrimonial— se le ocurrió comentar que tenían que preguntarle al ginecólogo si se requería una indumentaria especial para entrar en la sala de partos.
   —Hombre, no creo que haya... ¿cómo se llama eso? Ah, sí,
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. Pues no creo que haya
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para las parturientas...
   —Me refería a ti. Te darán una bata, pero no sé si puedes llevar lo que quieras debajo o...
   —¿A mí? —Se había quedado blanco—. Pero, Marga...
   —¿Qué pasa?
   —Pues mira, que prefiero no estar presente mientras nazca la niña. Me pondría muy nervioso y seguro que acabaría resultando un estorbo.
   Ella notó que se le hacía un nudo en la garganta.
   —Entonces... ¿no quieres estar a mi lado cuando la saquen... ni... ni cortarle el cordón umbilical?
   —¿Cortarle el cordón...? Bueno, ni loco. Tú sabes que soy aprensivo. Si me ponen unas tijeras en la mano y me dicen «corte por ahí», soy capaz de caerme redondo.
   Marga no dijo nada. Le daba terror el momento del parto, pero encontraba algo de consuelo en pensar que al menos no iba a estar sola. Luis la cogió de la mano.
   —A ver... Tú ya sabes cómo soy yo, ¿vale? Si me hacen un análisis de sangre y me flojean las piernas... Pero si es muy importante para ti, si crees que eso te va a hacer sentir mejor... pues nada, que entro y ya está...
   Sí, dijo Marga, sí que era importante. Pero no sólo porque estuviera asustada sino porque, en su fuero interno, quería hacer partícipe a Luis del sufrimiento extremo del instante final. Que se enterase de lo que era exactamente traer al mundo a un ser vivo. Que compartiese, al menos como testigo, aquellos momentos de dolor. Que viese lo que era, lo que ella estaba haciendo por él, para que no se le olvidase nunca.

 

   Lo cierto es que finalmente no hubo ocasión de que Luis estuviese presente en el nacimiento de la pequeña Emma: el parto se complicó y el ginecólogo decidió practicar una cesárea de urgencia, con lo cual la aterrada Marga tuvo que pasar por el quirófano. La anestesia, las prisas, el miedo a alguna lesión para el bebé, fueron el colofón a aquellos meses infernales.
   Le habían dicho que se le olvidarían los contratiempos de la gestación en cuanto tuviese a su hija en los brazos. Y fue verdad: cuando el médico le entregó a Marga aquella niña preciosa, el mundo entero se le volvió del revés y se preguntó cómo demonios se las había apañado sin ella durante más de treinta años. En aquel instante agradeció a Luis que hubiese insistido tanto en tener hijos.
   La estancia de Marga en el hospital se alargó un poco más de lo previsto: pensaba estar sólo dos días, pero el médico le dijo que una cesárea no era una tontería, e insistió en que estuviese ingresada casi una semana entera. Luis, que había pasado con ella la primera y segunda noche, dijo que no tenía mucho sentido dormir de cualquier forma en el sofá-cama de la habitación de la clínica y se fue a casa. Marga no puso objeciones: él tenía que levantarse temprano para ir a trabajar, y una cama plegable no era el mejor sitio para una buena noche de sueño. Pero, aunque intentó no pensar en ello, no habría estado mal que su marido se hubiese ofrecido al menos a quedarse con ella hasta que le dieran el alta. Era una cuestión de detalle, se dijo. Un símbolo, una prueba de que tenía la intención de compartir con ella lo que viniese a partir de ahora. Vale, aquel sillón convertido en catre no tenía pinta de ser muy confortable, pero ella tampoco estaba lo que se dice cómoda, con los puntos, el gotero y las enfermeras entrando a las siete de la mañana para asearla. Por no hablar de las tomas de la niña, que era tragona a más no poder, y reclamaba su ración de leche materna aparentemente cada diez minutos. Luis no parecía darse cuenta. Miraba embobado la carita de la niña, le sacaba parecidos y abrazaba a su mujer diciendo que estaba contentísimo y que no podía sentirse más feliz. Y que la quería muchísimo y que iba a ser el mejor padre del mundo.
   Marga soñaba con el regreso a casa. Y también, por qué no, con encontrar allí alguna sorpresa al entrar por la puerta. Desde el principio sabía que no iba a recibir ningún regalo tras ser madre y, desde luego, no se hacía ilusiones con respecto a las joyas ni a los complementos caros, pero la víspera de volver al hogar Luis le había preguntado de qué color eran sus rosas preferidas, y ella le había contestado que las blancas. «Así que era eso —pensó—, va a encargarme flores». Y se dio por satisfecha. Un ramo de rosas no era para tirar cohetes, pero podía considerarse un gesto, un símbolo. Una prueba de buena voluntad. Y ella necesitaba algo así.
   Por eso, cuando llegó a casa con Emma, lo hizo buscando las rosas. No estaban en el vestíbulo, no estaban en el salón, no estaban en el dormitorio. Por supuesto, habría sido absurdo buscarlas en el cuarto de baño o en la cocina. Así que dejó a Emma en brazos de su madre y se metió en la habitación dando un portazo. Estaba enfadada, sí. Enfadadísima. Se sentía sola, se sentía triste y se encontraba justamente indignada porque, en aquellos últimos meses, había descubierto que contaba para su marido mucho menos de lo que ella creía. Había querido aplazar su disgusto, dando una moratoria al buen sentido de su marido y esperando que, al final, se cayese del caballo y reparase en ella. Y aquellas flores invisibles habrían podido ser un clavo ardiendo al que agarrarse: una prueba de que no todo estaba perdido, de que Luis estaba dispuesto a reconocer todo el esfuerzo, el sufrimiento y el dolor que aquella nueva etapa de su vida en común le había costado a ella. Pero no había flores, ni gratitud, ni nada.
   Marga nunca supo el tiempo que estuvo encerrada en el dormitorio. Pero, en un momento dado, su madre llamó a la puerta suavemente para decirle que por favor, que saliese, que estaban allí los compañeros de oficina de Luis y que, además, le traían el ramo de rosas blancas más grande que había visto en toda su vida.
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