Read Mamá, ¿por qué las mujeres son tan complicadas? Online
Authors: Jovanka Vaccari Barba
Tags: #Relato
Pues no sé: quizás, unas veces recomendarles el Penthouse del mes y morirse de risa; otras, quizás, hacerles un altruista servicio... y morirse de risa; y otras, por qué no, dejarse encender por el deseo de tu compañero: no hay nada más hermoso que una brasa que se aviva con aliento ajeno. Y morirse de risa.
¿Recuerdan cómo son los mandriles? Son esos monos feos, con colores tan insistentes en la cara y en el trasero que no sabe una si rechazar elegantemente la teoría de la evolución o tragar saliva y dedicarse a explorar las infinitas posibilidades de la inteligencia artificial.
Estos parientes lejanos se autonomizaron de nuestro linaje genético hace unos diecinueve millones de años. Sus comportamientos y los nuestros debieran, por tanto, estar igual de alejados, ¿verdad?. Pues... profunda desdicha: no. Puede que los mandriles no hayan llegado a desarrollar las habilidades cognitivas y lingüísticas de los humanos, pero, a la hora de mojar, todos los animales somos inquietantemente parecidos: dicen los etólogos que, antes de copular, durante el flirteo, la pareja de estos genuinos ejemplos de la selección sexual darwiniana pasan largo rato mirándose a los ojos. ¿Para qué?
«En primer lugar, la mujer sonríe a su admirador y levanta las cejas con una sacudida súbita mientras abre bien los ojos para observarlo. Luego baja los párpados, ladea y baja la cabeza y mira hacia otro lado. Con frecuencia también se cubre el rostro con las manos, riendo nerviosamente mientras se oculta tras las palmas». Ésta es una secuencia gestual que describió, en los años sesenta, Eibl-Eibesfeldt, un etólogo alemán que creyó descubrir patrones del comportamiento visual de flirteo gracias a una cámara trucada que, en lugar de fotografiar a quien enfocaba, plasmaba las expresiones faciales espontáneas de quienes tenía a los lados.
La mirada es la primera, y puede que más potente, técnica de flirteo y cortejo. Bueno, no sólo de flirteo, ya saben: hay quien puede «matar» con la mirada, por lo que se colige que, en ésta, el devenir evolutivo ha troquelado un sistema protolingüístico crucial para la supervivencia.
Hace unos 245 millones de años, al final del período pérmico, desapareció la mayoría de los reptiles similares a mamíferos, los sinápsidos. Hasta entonces, la visión de estos animales, como la de algunos reptiles y anfibios actuales, era puramente reactiva; esto es, reaccionaban con la misma pauta instintiva de comportamiento cada vez que un estímulo exterior tenía lugar porque la representación espacial, en ellos, no se codificaba en el cerebro, sino en la retina: no había, pues, interpretaciones.
Pero acechados por otros feroces y hambrientos animales, los pocos sinápsidos que quedaron tuvieron que refugiarse en la noche y la oscuridad para alimentarse, inaugurando las primeras modificaciones cerebrales que están en el origen de la conciencia, del lenguaje y, por tanto, de los contenidos psico-emocionales que los humanos conseguimos transmitir a través de nuestros ojos, porque uno de los cambios más importantes que se produjeron fue la incorporación de la capacidad auditiva por parte de los primeros mamíferos.
Así, un sentido que era tremendamente útil para calcular la distancia y posición de potenciales enemigos en la penumbra o a la luz, se sinergizó con otro que ofrecía la misma información durante la oscuridad, provocando una red perceptiva que permitió cazar, luchar o reproducirse con mayor eficacia, debido a que ahora ya se podía vincular sonidos con visiones para elaborar, abstractamente, mapas más precisos del espacio.
Pero también del tiempo: para que el oído nocturno pudiera sustituir a la visión diurna, los circuitos neuronales tuvieron que «traducir» los impulsos nerviosos auditivos a un código que no fuera el territorial, más adecuado para la vista. Así, el nuevo oído produjo una «representación neural de la dimensión del tiempo» que, al permitir vincular acontecimientos dispares, aseguró respuestas unificadas de acción pero, sobre todo, concibió una «construcción del sistema nervioso diseñada para explicar la información sensorial y motora procesada por el cerebro».
¿Y por qué tiene tanta importancia la mirada para el flirteo y el cortejo?
Pues ustedes mismos, que es Semana de Vacaciones: seguro que cualquiera ha salido alguna vez «de cacería» y conoce muy bien qué papel juegan las miradas en esta situación: el contacto visual tiene un efecto inmediato que dispara la parte más primitiva de nuestro cerebro, provocando interés o rechazo. Es, pues, la mejor manera de «saber» si una aproximación mayor tendrá éxito o no. Una mirada es una invitación a pronunciarse, sea verbal o corporalmente. Y tal vez por eso se diga que los idilios comienzan por la vista más que por el cerebro. Aunque después de haber mirado profundamente a los ojos a algún pretendiente, una preferiría que el idilio hubiera empezado y acabado exclusivamente en los genitales.
«El albatros tuerce la cabeza y hace crujir el pico. Los bacalaos agrandan la cabeza y avanzan las aletas pelvianas. Las víboras y los sapos insuflan sus cuerpos. Los antílopes y camaleones se ponen de costado para parecer de mayor tamaño. Los cariacús miran de reojo para mostrar la cornamenta. Los gatos se erizan. Las langostas se elevan sobre las puntas de sus patas y extienden las pinzas bien abiertas. Los gorilas se golpean el pecho»: son, todos, gestos animales recogidos por los etólogos.
Desde que Darwin sugiriera una «evidente correlación» entre los gestos de seducción animal y los humanos, hasta la aceptación actual de tremenda intuición, han pasado muchos, muchos estudios... y unas cuantas humillaciones.
«Los hombres tienden a establecer un territorio (un asiento, la barra, el tocadiscos) desde el que llamar la atención, avanzan y mueven los hombros ostensiblemente, se estiran, se yerguen hasta alcanzar su máxima estatura, exageran los movimientos del cuerpo, elevan el volumen de la voz, se ríen con todo el cuerpo, sobreactúan los gestos más simples, se acomodan el cabello, se frotan el mentón, se acicalan».
«Las mujeres también establecen un territorio desde el que sonríen, miran fijamente, se balancean, cambian de pie, están al acecho, cruzan y descruzan las piernas, enredan los dedos entre el cabello, tuercen la cabeza, alzan los ojos con timidez, ríen nerviosamente, levantan las cejas, hacen chasquear la lengua, se lamen los labios, se sonrojan y ocultan la cara para enviar la señal de aquí estoy»: son comportamientos humanos de seducción observados por Givens y Perper, antropólogo y biólogo, en los bares y lugares que frecuentan hombres y mujeres solos.
¿Están locos estos norteamericanos?
No parece. Cualquiera que haya estado cazando en una «disco» deberá admitir con buen ánimo las conclusiones del voyeurismo científico. Porque, además, hay más: ellos afirman que, aquéllos, son sólo los gestos de un primer estadio de lenguaje corporal, tan heredado como evolucionado, mediante el cual machos y hembras manifiestan, inicial e irracionalmente, su disponibilidad sexual.
El segundo estadio suele ser el de «reconocimiento»: dominada por la mirada, esta fase comienza cuando una u otra víctima toma conciencia de las maniobras de seducción. Una mirada es una poderosa invitación a responder de alguna manera, bien sea por interés o por rechazo. La etología denomina a este gesto «mirada copulatoria» porque, como podrán vaticinar, es el preludio de lo que ocurrirá si se superan los estadios posteriores. Se reconoce porque una sonrisa o un leve cambio de postura da a entender que se puede iniciar una conversación.
Éste, dicen, es el paso más arriesgado: el palique. Según Desmond Morris, esta etapa se distingue porque «las voces se vuelven más agudas, más suaves y acariciantes» y porque no importa tanto lo que se dice —que suelen ser memeces— sino cómo se dice. Ya saben: «¿Estudias o trabajas?» o «¿Está buena tu comida?». Bajo estas inocentes palabras, muchas veces se esconde un «¡La madre, el repaso que te podría dar!». La voz humana —sus tonos— es una máquina de la verdad: descubre toditas las intenciones ocultas, por lo que, si se consigue entrar en conversación, ¡premio!: la humedad está más cerca.
Cuarto: el sobeteo intencionado. Reconozcámoslo: ¡Qué ratos más buenos nos ha dado esta etapa!: la piel humana es, además del órgano más grande de nuestro cuerpo, el más sensible. Por tanto, «inclinarse hacia delante, apoyar un brazo muy próximo al de la otra persona, acercar un pie si ambos están de pie» son los gestos de la aproximación de vanguardia. Si la piel, que es como una antena parabólica, no lo rechaza, entonces pasaremos a «tocar al otro con el hombro, la muñeca o cualquier otra parte del cuerpo socialmente aceptable».
Dicen mis investigadores que «por regla general, la mujer toca primero, rozando con la mano el cuerpo de su festejante de modo casual pero perfectamente calculado». Y a pesar de las tuertas leyendas sobre la pasividad femenina, no es de extrañar por dos razones: a) porque casi todos los mamíferos se acarician, golpetean o restriegan durante la pre-cópula; y b) porque las hembras siempre mandan. ¡Ah!
El último estadio es uno que, con total seguridad, nos trae buenos recuerdos a todos: el baile. ¿Quién no ha sufrido febriles incontinencias, al son de Barry White, mientras los entrelazados y mamiferitos cuerpos se hinchaban a darse mensajes? ... Venga, no se me pongan puritanos, hagan memoria, verán qué rico. Mientras yo voy preparando una explicación. _¡Que disfruteeen!_
¿Han visto alguna vez el ritual de apareamiento de los calamares? ¡¿No?! Pues no se lo pierdan si tienen oportunidad. ¡Es de bonito! A ver si consigo describirlo sin cometer injusticias:
Para empezar, cuando un calamar y una calamara presienten que pueden hacer puntillitas juntos... cambian mágicamente de colores. Sí, sí, en plural: como una aurora boreal. Hay quien dice que estas modificaciones cromáticas son, en realidad, un desarrollado lenguaje que refleja los diferentes estados emocionales de estos animales, pero no sé, no sé. En fin, a lo nuestro: que, inmediatamente antes de la cópula, el macho se exhibe ante la hembra en un alado baile al que finalmente se unirá ésta, trazando en el agua unos pasos que ya quisieran los campeones europeos de patinaje sobre hielo. Quién podría vaticinar que, después de tan elaborado cortejo, la entrega de espermatóforos se produce durante un fugacíííísimo «picotazo» que dura juro que nada. Entonces la hembra examina concienzudamente el esperma: si le parece a su altura, se fecundará; si no, lo devolverá al mar tan agradecida.
¿Se imaginan que el sexo humano fueran así?: después de bailar, el macho te entrega una bolsita con su esperma, tú lo sometes a control de calidad... y al útero o al olvido, sin más rollo. Aunque, la verdad, a juzgar por lo que se ve en las discotecas...
El baile —o los movimientos sincronizados que entendemos por «baile»; por cierto, gran fallo del Creador no haber previsto una banda sonora «natural»—, en fin, es un recurso que, en algún momento de la seducción, practican todas las parejas animales: desde los cisnes a las ballenas; desde los cangrejos violinistas a los basiliscos (esos lagartos tan graciosos que corren por encima del agua); desde las luciérnagas a los humanos. ¿Por qué? Y, sobre todo, ¿por qué está estrechamente vinculado a la reproducción?
De hecho, no es que esté «estrechamente vinculado» a la reproducción, sino que el baile
es,
en sí, un ritual reproductivo: los
leks
son territorios en los que miles de machos de algunas especies avícolas (la chachalaca americana, el gallo de las praderas) se reúnen en la época de apareamiento; allí, cada uno se adueña de una pequeña parcela en la que exhiben sus cualidades genéticas, durante semanas si hace falta, para atraer a las hembras. Algunos de los comportamientos más llamativos son los de danzar en círculo, emitir sonidos armoniosos y patear el suelo con fuerza, comportamientos que, al decir de los estudiosos, fue copiado por los indios americanos para sus danzas rituales. Pero lo que no pueden haber «copiado», ni los indios ni ninguna otra comunidad humana, es el impulso a bailar, porque la reproducción exige, para que pueda llegar a ser, una sincronía física total. Así, las danzas que ejecutamos los animales no son más que —en última instancia, y por sincrónicas— una representación, cuando no una constatación, de la
simultánea predisposición reproductiva
de los danzantes.
Los medlpa de Nueva Guinea, que celebran fiestas en las que el baile es crucial en la seducción y la elección de pareja, dicen que sincronía es armonía y que, mientras mejor mantenga una pareja el ritmo, más probabilidades tienen de llevar bien su vida en común. Y no es «primitiva» la observación: se sabe hace tiempo que desde el segundo día de nacimiento los bebés empiezan a sincronizar sus movimientos corporales con los esquemas rítmicos de la voz, y actualmente hay constataciones gráficas (fotos, filmaciones, encefalogramas) de la sincronía en el movimiento corporal que se establece, a modo de baile, entre amigos que conversan, entre infantes que juegan distraídamente o entre familiares que comen juntos.
"La danza es alto natural", escribe Helen Fisher, antropóloga: "En la medida en que nos sentimos atraídos por otro, comenzamos a compartir un ritmo". Y podemos terminar compartiendo los churrumbeles, diría yo menos poéticamente. ¿Recuerdan las penumbrosas
reuniones
de los setenta —modalidad de los guateques de los sesenta o de los bailes de los casinos en los cincuenta—?: aquellas miradas, aquellas risitas nerviosas, aquellos cuchicheos hasta que por fin salías a bailar con quien te gustaba y, entonces, desplegabas un universo no calculado de señales corporales... que ponían del hígado a tu padre.
«¡¡¿Y por qué?!!», recuerdo haber protestado cuando quería prohibírmelos, «¡Si es un inocente baile!» «¡¿Acaso tú nunca bailaste?!
—
Pos
precisamente...
En el magnífico libro «El zoo erótico de Gaia», preciosistamente ilustrado por Eduardo Castro, Checho Bacallado, biólogo canario, escribe: ‹‹Una de las cuestiones más oscuras —por insuficientemente estudiada— es el papel desempeñado por las hembras de los simios durante el periodo reproductivo. Christiane Mignault, profesora de antropología de Montreal, al hablar de las iniciativas sexuales de dichas «féminas», no duda en titular: «Homosexuales o lascivas, las hembras no esperan el deseo de los machos»; las hembras participan activamente en la búsqueda de una pareja y manifiestan una sexualidad elaborada y plural. Según parece, son ellas las que eligen a sus compañeros, pero los criterios que aplican siguen siendo desconocidos para los humanos››.