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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

Manalive (14 page)

BOOK: Manalive
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—Mejor no lo puede decir —admitió el más joven— y ahora le diré esto para entonarlo: Si usted fuera realmente lo que profesa ser, a nadie le importaría, ni al caracol ni al serafín, que usted se rompiera la nuca impía, o desparramara por ahí los sesos reblandecidos, adoradores del diablo. Pero en estricta realidad biográfica, usted es un tipo muy simpático, aficionado a proferir disparates infectos, y yo lo quiero como a un hermano. Así que dispararé todos los cartuchos alrededor de su cabeza, de tal manera que no lo hiera (le será grato saber que soy buen tirador), y, después, entraremos y nos desayunaremos.

Soltó dos balas al aire, que el profesor soportó con firmeza singular, diciendo luego, —Pero no las dispare todas.

—¿Por qué no? —preguntó alegremente él otro—

—Guárdelas —contestó su compañero— para el próximo que encuentre por ahí hablando como estuvimos hablando nosotros.

Este fue el momento en que Smith, mirando hacia abajo, advirtió él terror apopléctico de la cara del vicerregente que llegaba, y oyó el refinado alarido con que convocó al portero y la escalera.

Tardó algún tiempo él doctor Eames en desenredarse de la escalera, y algo más en desenredarse del vicerregente. Pero en cuanto pudo hacerlo discretamente, volvió al encuentro del que había sido su compañero en la reciente escena extraordinaria. Se sorprendió de encontrar al gigantesco Smith profundamente conmovido, sentado con la despeinada cabeza en las manos. Al sentir que le hablaban, alzó un rostro muy pálido.

—Pero, ¿qué le pasa? —preguntó Eames cuyos propios nervios ya a estas horas se habían apaciguado a sí mismos chirriando, lo mismo que los pájaros matinales.

—Debo pedirle que tenga indulgencia —dijo Smith en tono algo entrecortado—. Le pido que tenga en cuenta que acabo de escapar a la muerte.

—Usted ha escapado a la muerte? —repitió el profesor con irritación bien perdonable, por cierto—. Pues ¿ habrá atrevimiento … ?

—Oh, ¿no comprende?, ¿no comprende? —exclamó impaciente el pálido joven—. Tenía que hacerlo, Eames; tenía que probar que usted estaba en error, o, si no, morir— Cuando un hombre es joven, casi siempre hay alguien que él considera como el nivel más alto de la mente humana, alguien que sabe bien la cosa, si es que alguien la sabe—

Bueno, usted era eso para mí: usted hablaba con autoridad, y no como los escribas. Nadie me podía consolar mientras usted dijera que no había consuelo, Si usted creía de veras que no había nada, en ninguna parte, era porque había estado allí a cerciorarse. ¿No ve que tenía que probarle que usted no lo quería decir de veras … o, si no, ahogarme en el canal?

—Bueno —dijo Eames titubeando—, creo que usted quizá confunde.

—¡Oh, no me diga eso! —gritó Smith con la clarividencia del dolor mental—; no me diga que confundo el gozo de la existencia con la Voluntad de Vivir. Eso es alemán, y el alemán es alto holandés, y el alto holandés es doble Holandés
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. La cosa que yo vi brillar en sus ojos cuando colgaba de ese puente, era gozo de la vida y no la Voluntad de Vivir. Lo que usted sabía sentado en aquella maldita gárgola era que el mundo, bien visto y pesado todo, es un sitio maravilloso y hermoso; lo sé porque lo supe yo también en el mismo instante. Vi ponerse rosadas las nubecitas grises, y vi el relojito dorado en el hueco entre las casas. Ésas eran las cosas que usted por nada quería dejar, no la Vida, sea ella lo que fuere. Eames, hemos ido juntos hasta el borde de la muerte; ¿no quiere admitir que tengo razón?

—Sí —dijo Eames muy pausadamente— creo que usted tiene razón. Le pongo sobresaliente—

—¡Bravo! —exclamó Smith reanimado e incorporándose de un salto. Pasé con buena nota, y ahora permita que me vaya y me ocupe de mi expulsión.

—No habrá que expulsarlo —dijo Eames con la tranquila confianza que dan doce años de intrigas—. Entre nosotros, todo se trasmite del hombre que está arriba a los que lo rodean inmediatamente. Yo soy el hombre que está arriba, y a los que me rodean les diré la verdad.

El macizo señor Smith se levantó y fue lentamente hacia la ventana pero habló con igual firmeza. —Yo tengo que ser expulsado —dijo—; y a la gente no hay que decirle la verdad.

—Y ¿por qué no? —preguntó el otro.

—Porque me propongo seguir su consejo —contestó el macizo joven hondamente meditabundo—. Me propongo guardar los tiros que me quedan para la gente que yo vea en el estado vergonzoso en que nos encontrábamos anoche usted y yo. Ojalá pudiéramos alegar que estábamos borrachos. Me propongo guardar esas balas para los pesimistas… píldoras para la gente pálida. Y de esta manera quiero recorrer el mundo como una maravillosa sorpresa, flotar tan ociosamente como las pelusas de los cardos, y llegar tan silencioso como el sol naciente; no ser más esperado que él trueno, no ser más recordado que la brisa moribunda. No quiero que la gente se anticipe a mí como a una broma conocida— Quiero que mis dos dones lleguen vírgenes y violentos: la muerte y la vida después de la muerte. Voy a apuntar mi pistola a la cabeza del Hombre Moderno. Pero no la usaré para matarlo, sólo para traerlo a la vida. Empiezo a encontrar un nuevo sentido a aquello de ser el esqueleto en la fiesta.

—Difícilmente se le podrá llamar esqueleto —dijo sonriendo el doctor Eames.

—Eso viene de estar tanto en la fiesta —contestó el macizo joven—No hay esqueleto que pueda conservar la silueta si se lo pasa comiendo fuera. Pero eso no es precisamente lo que quería decir: lo que quiero decir es que atisbé algo del sentido de la muerte y todo eso: la calavera y los huesos cruzados, el memento mori. No tiene tan sólo el fin de recordarnos una vida futura, sino de recordarnos también una vida presente. Con nuestros espíritus débiles nos envejeceríamos en la eternidad, si la muerte no nos conservara jóvenes. La Providencia tiene que recortarnos en tiras la inmortalidad como las niñeras cortan él pan con manteca en rebanadas angostitas.

Luego agregó de repente con tono de un realista ultranatural:

—Pero ahora sé una cosa, Eames, lo supe cuando las nubes se pusieron rosadas.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Eames—, ¿qué es lo que supo?

—Supe, por primera vez, que el asesino es realmente malo.

Apretó la mano del doctor Eames y tanteó hacia la puerta, un poco inseguro. Antes de desaparecer por ella, añadió: —Es muy peligroso, sin embargo, que un hombre, por un instante indivisible, crea comprender la muerte.

El doctor Eames quedó reposando y rumiando durante unas horas después que se hubo alejado su ex asaltante. Luego se levantó, tomó el sombrero y el paraguas, y fue a dar una vuelta con paso vigoroso. Varias veces, sin embargo, se detuvo delante de la casa-quinta de las persianas pintadas a lunares, estudiándolas intensamente con la cabeza algo inclinada hacia un costado. Algunos lo tomaron por loco, y otros por un posible comprador. Él todavía no está seguro de que haya gran diferencia entre uno y otro.

La narración precedente ha sido construida sobre un principio que, en la opinión de los abajo firmantes, es nuevo en el arte literario. Cada uno de los dos actores está descrito tal como lo vio el otro. Pero los abajo firmantes garantizan en absoluto la exactitud de la historia; y si la versión de la cosa se discute, ellos, los abajo firmantes, preguntan quiénes diablos pueden saber algo al respecto si no son ellos.

Los abajo firmantes se trasladarán ahora, a El Perro Barcino para echar un trago de cerveza.

Firmado: Jame Emerson Eames, Regente del Colegio Brakespeare, Cambridge. — Innocent Smith.

CAPÍTULO SEGUNDO: Los dos curas o la acusación de robo con violación de domicilio

Arthur Inglewood entregó a los fiscales de la demanda el documento que acababa de leer, y éstos, con las cabezas juntas, lo examinaron. Tanto el judío como el norteamericano eran de tipo sensible y excitable, y revelaron, por saltos y choques de la cabeza negra y de la amarilla, que no había nada que hacer en lo que a la admisión del documento se refería. La carta del regente era tan auténtica como la carta del vicerregente, por más lamentablemente diferente que fuese en cuanto a dignidad y tono social.

—Muy pocas palabras —dijo Inglewood— se requieren para poner fin a nuestro alegato en esta materia. Seguramente ya está demostrado que nuestro cliente llevaba consigo el revólver con el propósito excéntrico, pero inocente, de dar un susto saludable a los que él consideraba blasfemos. En cada caso, el susto ha sido tan saludable que la misma víctima lo ha considerado como fecha de un nuevo nacimiento. Smith, lejos de ser un loco, es más bien un médico de locos; anda por el mundo curando delirios, no repartiéndolos. Esa es la respuesta a las dos preguntas sin respuesta que yo propuse a los demandantes. Ese es el motivo por el cual ellos no se atrevieron a presentar una sola línea de nadie que se hubiese enfrentado con la pistola. Todos los que de hecho se enfrentaron con la pistola confesaron que les había aprovechado. Por eso Smith, aunque buen tirador, jamás hirió a nadie. A nadie hirió jamás, porque era buen tirador. Su mente estaba tan limpia de asesinatos como de sangre sus manos. Esta, digo yo, es la única explicación posible de tales hechos y de todos los otros hechos. A nadie le es posible explicar la conducta del regente, si no es dando fe a la narración del regente. Ni siquiera el doctor Pym, que es positivamente una fábrica de teorías ingeniosas, podría encontrar otra teoría que cuadre a este caso.

—Hay perspectivas promisoras en el hipnotismo y en la doble personalidad —dijo el doctor Pym con aire soñador—; la ciencia de la criminología está en su infancia, y…

—¡Infancia! —exclamó Moon, alzando de golpe en el aire su lápiz rojo con un gesto de iluminación—; ¡pues entonces eso lo explica!

—Repito —prosiguió Inglewood— que ni el doctor Pym ni nadie puede dar razón, dentro de teoría alguna que no sea la nuestra, de la firma del regente, ni de los tiros errados, ni de la falta de testigos.

El yanqui diminuto se había deslizado de su asiento con cierta renacida frescura de gallito de riña. —La defensa —dijo— omite un hecho fríamente colosal. Dicen que no presentamos las víctimas mismas. Pues bien, he aquí una víctima: el damnificado Warner, el célebre Warner de Inglaterra. Me parece que está bastante presentado. Y sugieren que todos los ultrajes van seguidos de reconciliaciones. Bueno, con Warner de Inglaterra no se va a embromar; y no está muy reconciliado que digamos.

—Mi sabio amigo —dijo Moon, poniéndose de pie con toda prosopopeya—, debe recordar que la ciencia de dispararle tiros al doctor Warner está en la infancia. El ojo más negligente no podrá dejar de percibir que el doctor Warner es un tipo en quien se tropieza con especial dificultad para hacerle reconocer, a sobresaltos, la gloria de Dios. Admitimos que nuestro cliente, en este solo caso, ha fracasado y que la operación no tuvo éxito. Pero estoy autorizado para proponer al doctor Warner, en nombre de mi cliente, una nueva operación, en el momento en que más le convenga, y sin recargo de honorarios.

—¡Déjese de jorobar, Michael! —exclamó Gould, completamente serio por primera vez en su vida—, ¡podría, por variar, decir alguna cosa con sentido!

—¿De qué estaba hablando el doctor Warner en el instante anterior al primer tiro? —preguntó bruscamente Moon.

—La criatura esa —dijo desdeñosamente el doctor Warner —me preguntó, con características racionales, si era mi cumpleaños.

—Y usted contestó, con característico alarde —exclamó Moon, apuntándole un dedo largo y descarnado, tan rígido y cautivante como la pistola de Smith—, que usted no festejaba su cumpleaños.

—Algo por el estilo —asintió el doctor.

—Entonces —continuó Moon—él le preguntó por qué no, y usted dijo que porque no veía que el hecho de haber nacido fuese cosa de la cual hubiera que alegrarse. ¿Concedido? Ahora, ¿hay alguien que dude de la veracidad de nuestra historia?

Se sintió un frío crujido de silencio en el cuarto; y Moon dijo: —
Paz populi vox Dei
: el silencio de la gente es la voz de Dios. O, en el lenguaje más civilizado del doctor Pym, a él corresponde entablar la próxima demanda. Para el primer caso reclamamos: absolución de culpa y cargo.

Había transcurrido, aproximadamente una hora. El doctor Cyrus Pym había permanecido, por un espacio de tiempo sin precedentes, con los ojos cerrados y el índice y pulgar en el aire. Casi parecía haber sido fulminado así, como dicen las enfermeras; y en el silencio mortal Michael Moon se sintió obligado a aliviar la tensión con algún comentario. Durante media hora más o menos el eminente criminalista había estado explicando que la ciencia encaraba en la misma forma los delitos contra la propiedad que los delitos contra la vida. “Casi todos los asesinatos —había dicho— son variaciones de la manía de homicidio, y, de la misma manera, casi todos los robos son versiones de cleptomanía. No puedo albergar duda alguna de que mis sabios amigos de enfrente han de darse cuenta exacta de que esto traerá, en consecuencia, un método de represión más tolerante y más humano que los crueles sistemas de los antiguos códigos. Sin duda, manifestarán tener conciencia de un abismo tan eminentemente vasto, tan absorbente para el pensamiento, tan…” Aquí precisamente se detuvo y halló expansión en aquel delicado gesto a que se ha aludido; Michael ya no lo pudo aguantar.

—Sí, sí —dijo con impaciencia—, admitimos el abismo. Los viejos códigos crueles acusaban a un hombre de robo, y lo mandaban a la cárcel por diez años. El fallo tolerante y humano no lo acusa de nada, y lo manda a la cárcel para toda la vida. Salvamos el abismo.

Era característico del eminente Pym, en sus arrebatos de meticulosidad verbal, el hecho de proseguir, ajeno no sólo a la interrupción de su contrario sino aun a su propia pausa.

—Tan en beneficio de la especie —continuó el doctor Cyrus Pym— tan preñado de verdaderas esperanzas para el porvenir. La ciencia, pues, considera a los ladrones, en abstracto, lo mismo que considera a los asesinos. Los considera, no como a pecadores a quienes hay que castigar durante un período arbitrario, sino como a pacientes, a quienes hay que internar y cuidar (sus dos primeros dedos se apretaron de nuevo mientras titubeaba…) —en una palabra: durante el período requerido. Pero algo especial se da en el caso que aquí investigamos. La cleptomanía por lo general se asocia…

—Perdón —dijo Miguel—; no lo pregunté poco antes porque, a decir verdad, creí realmente que el doctor Pym, aunque aparentemente vertical, estaba gozando de un bien merecido sueño con una narigada de delicado polvo inodoro entre los dedos. Pero ahora que el debate se va moviendo un poco más, hay algo que de veras querría saber. He estado pendiente de los labios del doctor Pym, por supuesto, con un interés que pálidamente describiría llamándolo arrobamiento, pero hasta aquí me ha sido imposible formar la menor conjetura acerca de lo que supone que el acusado, en el caso actual, ha sido, o posiblemente ha hecho.

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