Más Allá de las Sombras (30 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
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Apenas se dio cuenta cuando sus susurrantes compañeras de clase se callaron de repente. Una hermana rechoncha chasqueó la lengua contrariada y la pared reverberó y en cuestión de segundos se volvió blanca y opaca como las demás. Sin más preliminares, la hermana Gizadin comenzó:

—Hay tres motivos por los que conviene usar los hechizos de seducción con mesura. ¿Quién los conoce? —Ninguna chica hizo el menor ademán—. Primero, no son predecibles. Segundo, no son naturales. Tercero, no son apreciados.

—Impredecibles. En primer lugar, puede que un hechizo de seducción afecte solo a hombres, solo a mujeres o solo a niños. Segundo, puede que afecte a unas personas mucho más que a otras. Tercero, un hechizo atraerá a las personas en función de sus propias predisposiciones. Puede infundir, sobre todo en los hombres, un deseo sexual abrumador hacia la hechicera. O puede infundir una servidumbre de esclavo en virtud de la cual la persona vea en vosotras todo lo bueno que pueda imaginarse. O quizá transmita simple atractivo y persuasión.

—Antinaturales. Primero, un hechizo puede actuar exagerando una cualidad que ya tengáis. Podría exagerar vuestro atractivo inherente, la percepción que tiene la gente de vuestro coraje, honor o fuerza o un lazo como podría ser la amistad que compartáis con el blanco del hechizo. Segundo, podría fingir los rasgos atractivos de otra persona. Tercero y más poderoso, un hechizo podría penetrar en el pensamiento del sujeto para hallar lo que este considera más atractivo. Un hombre podría decir que la hechicera era rubia y de ojos azules mientras que el de al lado juraría que era exuberante y de ojos verdes. Sin embargo, este tipo de hechizo es inusual y complicado de utilizar. Además, como es obvio, si los dos hombres hablan cuando la maga se ha ido, descubrirán la discrepancia.

—Eso nos lleva al tercer motivo por el que los hechizos deberían usarse muy de tanto en cuando: nadie aprecia los hechizos de seducción. Primero... —Se interrumpió, irritada—. Viridiana, deja de revolverte. ¿Tienes una pregunta?

—¿Y si puedes controlar todo eso? —preguntó Vi, que se puso en pie y colocó las manos a la espalda, sintiéndose como una niña—. No es tan difícil.

Todas las chicas de la clase la miraron como si no pudieran creer que se hubiese atrevido a hablar.

—¿De verdad quieres que creamos que tienes un dominio natural de uno de los conjuros relacionales más difíciles?

—Yo no he dicho
dominio
—protestó Vi, a la defensiva. La verdad era que seguía alterada, pues la idea de ir a hablar con Elene colgaba sobre ella como una condena a muerte; algo que, bien pensado, podría ser en realidad.

—A menos que hayas lanzado de verdad ese hechizo, siéntate y calla.

Vi guardó silencio durante un instante y luego frunció el entrecejo.

—Lo he lanzado.

—¿Ah, sí? Cuéntanos, ten la bondad. —La hermana Gizadin le dedicó una sonrisilla condescendiente.

Tú lo has querido, zorra.

—Me estaba follando a un tío que tenía problemas para despertar a la serpiente —dijo Vi. La hermana Gizadin puso unos ojos como platos—. O sea que puse en marcha un hechizo de seducción sexual. Es algo que suele hacer efecto en unos cinco segundos. Vamos, que es embarazoso. Si me paso, acaban antes de desnudarse. Con este, el hechizo no sirvió de nada. En vuestros términos, supongo que estaba exagerando mi atractivo natural. De modo que fui tanteando hasta que noté que algo cedía. Al tipo se le pusieron los ojos vidriosos y empezó a hablar de mi figura de muchachito, y eso que no le cabían mis tetas en las manos.

La hermana Gizadin tenía la boca abierta, pero no salió ninguna palabra.

—En fin —prosiguió Vi—, que no fue difícil. Bueno, yo con lo que más experiencia tengo es con los hechizos para el sexo, que fui improvisando con un consejillo o dos de una cortesana, de manera que, si me enseñan las hermanas, los demás hechizos de seducción no serán muy difíciles, digo yo.

Durante un buen rato, nadie dijo nada. Vi, con retraso, cayó en la cuenta de que todas la miraban boquiabiertas. La hermana Gizadin cerró la boca. Empezó a hablar, y luego se detuvo. Por fin miró más allá de Vi a una niña de doce años con los dientes de conejo que había levantado la mano.

—¿Sí, Hana? —preguntó.

Hana se puso en pie con las manos a la espalda.

—Por favor, hermana, ¿qué clase de maga es una cortesana?

Vi se rió.

Eso sacó a la hermana Gizadin de su estupor.

—¡Sentaos, las dos!

Se sentaron.

—Nadie los aprecia —dijo la hermana Gizadin—. Aunque no se alteren las percepciones que la gente tiene de la hechicera, sigue existiendo una sensación de irrealidad después de un hechizo. Durante el conjuro, no se darán cuenta de que están siendo manipulados, pero después, sobre todo si la manipulación es muy flagrante, se darán cuenta de que sus reacciones han sido desproporcionadas. El uso irresponsable de estos hechizos es uno de los motivos por los que la gente históricamente ha desconfiado de las magas. Nadie quiere que lo manipulen y, en esencia, los hechizos de seducción son manipulación de principio a fin. Eso es todo. La clase ha terminado.

Fue como si Vi no hubiese hablado nunca. La hermana Gizadin no respondió a su pregunta, ni a la de Hana. A decir verdad, no parecía afectada en lo más mínimo, salvo por el hecho de que, como pensó Vi más tarde, se había olvidado de enseñar la última porción de su clase en tríadas.

* * *

Mama K ajustó los topacios que colgaban de su larga melena y se examinó con ojo crítico en el espejo del maestro Piccun. Había encontrado una nota en su mesilla de noche al despertar. Estaba escrita con la apretujada caligrafía de Durzo:
Vivo. Vendré por ti
. Eso era todo. Qué incordio de hombre. Se había levantado y se había teñido el pelo por última vez: un gris natural. No, plateado, decidió.

Después había acudido allí. No había resultado fácil ordenarle al maestro Piccun que hiciese su vestido azul para la coronación más discreto y recatado que cualquiera que hubiese llevado nunca, pero al menos al sastre se le habían ido las manos mientras le tomaba las medidas, como siempre. Cuando las manos de Piccun dejaran de extraviarse, sabría que era vieja.

—Eres extraordinaria —dijo el maestro Piccun—. Paso por este trance con todas mis clientas hermosas. Las mujeres normales establecen nuevos compromisos con la edad a diario, de modo que no las pilla tan desprevenidas. Las bellezas parecen topar con ella de sopetón, y sucede aquí. Desoyen mis consejos y encargan la última moda una vez más, y entonces se ven. Algunas me acusan de ponerlas feas adrede. Otras contemplan a la vieja desconocida del espejo, horrorizadas. Siempre hay lágrimas.

—Nunca he sido mucho de llorar.

—Sabes cuándo hablo solo para piropear, Gwinvere. El cuerpo es mi lienzo y, créeme, tu cuerpo está a años de ese día de lágrimas. Tú tienes algo inefable. Caminas por la vida como una bailarina, toda fuerza, belleza y gracia. Tengo una clienta, un chica despampanante, un poco musculosa para ser elegante (le aconsejé que se pasara el día sentada comiendo bombones) pero que se salva de parecer masculina por unas caderas y unas tetas que pondrían verde de envidia a una diosa. Por Príapo, la chica puede llevar cualquier cosa, y la lleva. Le haría la ropa gratis, solo para ver cómo le queda.

—Empiezas a ponerme celosa —dijo Gwinvere. Él sabía que estaba de broma, aunque una parte de ella lo dijera en serio. Aemil Piccun estaba hablando de Vi Sovari.

—Lo que quiero decir es que, si colgara un retrato de ella y de ti a su edad, un hombre se vería en apuros para elegir entre las dos, pero, en persona, no hay color. Su belleza es un desperdicio en ella. Está divorciada de su carne, no le da alegrías. Tú, en cambio, tienes la habilidad de disfrutar de un hombre que está disfrutando de ti en cualquiera de una docena de niveles. Si pudiera imbuir un vestido de eso que tienes, no sería un sastre, sino un dios. De todas mis clientas, siempre serás mi favorita, Gwinvere.

Ella sonrió, extrañamente conmovida. Con el maestro Piccun, una siempre esperaba lascivia, pero nunca que él le atribuyera un significado. Sin embargo, en ese caso había dicho en serio hasta la última palabra.

—Gracias, Aemil. Me llegas al corazón.

El sastre sonrió.

—¿Supongo que ni hablar de llegar a otras partes de tu cuerpo, eh?

Mama K se rió.

—Me tientas, pero habrá tantas mujeres que necesiten un descuento en sus vestidos para la coronación... Se llevarían una gran decepción si te dejara agotado.

—Es cruel destrozar a un hombre mostrándole lo que puede hacer una artista de la alcoba para después negarle tus talentos durante catorce años seguidos.

—¿Catorce? —preguntó ella.

—Catorce largos, largos años.

—Hum —musitó Mama K, que se relajó de manera casi imperceptible—. Ha pasado mucho tiempo.

El maestro Piccun se acercó un paso.

Mama K se escabulló de él, abrió la puerta y le hizo una seña a la grácil noble que esperaba en la habitación de delante.

—Cuidado, cariño, me parece que querrá empezar por el descuento.

La noble puso cara de escandalizada. El maestro Piccun tosió.

—Cruel, Gwinvere. Cruel.

Capítulo 41

Jenine había dedicado sus días a intentar decidir si las mujeres y concubinas de Garoth Ursuul morirían. Dorian la esperaba en los pasillos de roca negra que por lo general ella iluminaba con su presencia. Sin embargo, ese día, como en todos los transcurridos desde que le planteó el interrogante, esa presencia radiante se había nublado.

—Amor mío —dijo Dorian con dulzura—, tenemos que decidirnos hoy.

—Una parte de mí te odia por hacerme decidir, pero en esto consiste ser reina, ¿no? Eres sabio, mi señor. Si decidieras por mí, dudaría de ti en ambos casos.

Dorian respiró. Cuando Jenine había dicho
una parte de mí te odia
, se le había parado el corazón. Todo rey dios, durante siglos, había sido incinerado con sus mujeres y concubinas, salvo por un puñado de estas últimas que el rey dios siguiente deseaba para sí. Si Dorian era fiel a su primera promesa a Jenine, todas las mujeres de los harenes se verían obligadas a arrojarse, o ser arrojadas, a la pira de Garoth Ursuul, a cambio de la única y dudosa recompensa de pasar toda la eternidad como sus esclavas. La alternativa era reclamarlas a todas, un gesto que los khalidoranos considerarían egoísta y desconsiderado con el muerto, aunque no se esperaba que un rey dios fuera altruista.

Existía una tercera opción, por supuesto. Dorian podía prohibir directamente la práctica de lanzar a las vivas a las piras funerarias. Con el paso de unos años, eso mismo era lo que pretendía hacer, pero ya lo estaban tachando de sureño blandengue. Los vürdmeisters eran tiburones, y la piedad engendraría una docena de complots para matarlo. ¿Qué le habría aconsejado Solon que hiciera? Dorian dejó de lado la pregunta: Solon le habría dicho que saliese pitando de Khalidor.

—En cierta manera —dijo—, si queremos cambiar lo que el matrimonio debe significar en estas tierras, tiene sentido dejarlas morir. A partir de ahí, borrón y cuenta nueva.

—¿O sea que tiramos la vida de ochenta y seis mujeres para demostrar que las mujeres tienen valor?

Dorian no dijo nada. Le tendió la mano y ella la cogió. Empezaron a caminar hacia sus aposentos.

—No sé cómo eliminar la crueldad de la decisión.

—No sé si funcionará, mi señor. —Jenine siempre lo llamaba
mi señor
. No podía llamarle Dorian, claro está.
Majestad
era demasiado distante.
Santidad
ni se planteaba, y ella sabía lo que Langor significaba: se negaba a llamar
abatimiento
a su prometido—. Estas chicas no están bien. ¿Sabías que se las quitan a sus familias cuando tienen nueve años? Las educan para ser única y exactamente lo que quiera el rey dios. La única moneda que conocen es su favor. No les permiten aprender a leer. Nunca van a ninguna parte. Nunca se ven con nadie que no sean las otras y los eunucos. Eso las retuerce. Y aun así, no son inocentes. Chismorrean y se apuñalan como cualquiera. Quizá más, porque no tienen otra cosa con la que entretenerse. De todas formas, tampoco son animales, aunque las hayan tratado como tales. Y la mayoría no son más que niñas. No puedo pedirles a todas que mueran por mí. Debes reclamarlas, mi señor, pero una cosa te pido: que le des a cada una a elegir. Estas mujeres no han escogido nunca nada por ellas mismas. Que elijan ahora.

—¿Crees...? ¿Crees que algunas elegirán la muerte?

—He oído a mujeres describir noches con Garoth que les dejaron literalmente cicatrices... y se enorgullecían de ellas. Creen de verdad que tu padre era un dios. Algunas quieren servirle para siempre.

Dorian se sentía como un extraño en su propia tierra. No dijo nada mientras se cruzaban con un grupo de infantes que se habían parado en el pasillo y se habían postrado a su paso. Ante la puerta de los aposentos de Dorian, este se detuvo y dijo:

—Jenine, te juro que esas mujeres serán mis concubinas solo de nombre. No compartirán mi cama.

Ella llevó un dedo a sus labios.

—Chis, mi amor. No jures algo que no puedes controlar.

Dorian tuvo la repentina sensación de que había hecho antes aquello. Lo había soñado, la noche anterior misma, y había olvidado el sueño hasta ese momento. Pero en el sueño había un olor, una intensa peste a... ¿qué?

—Aunque sea lo único, puedo controlarme a mí mismo, mi reina.

Ella esbozó una triste sonrisa, demasiado sabia para sus años.

—Gracias, pero no te exigiré que lo cumplas.

—Me lo exigiré yo mismo.

Jenine le apretó la mano, y entonces una intensa vaharada de vir le golpeó la nariz. Se volvió hacia los infantes postrados demasiado tarde. Dos chicos que juntos no sumaban un bigote estaban de pie, y unas bolas gemelas de fuego verde avanzaban volando hacia Dorian y Jenine. Estaban apenas a cinco pasos.

Dorian observó, esperando que los proyectiles verdes atravesaran su carne. Estaba invocando el vir, pero era demasiado tarde para montar un escudo. Sin embargo, de repente el vir estaba allí, ya formándose, ya actuando para protegerlo, subiendo con fuerza desde abajo, pidiendo solo su consentimiento.

Sí.

Los proyectiles verdes se encontraban a un palmo cuando el vir saltó. Las bolas de fuego verde se desviaron a un lado, dieron un rodeo en torno a Dorian mientras envolvía a Jenine con sus brazos y regresaron a toda velocidad hacia los dos muchachos. Se oyó un ruido como de huevos rompiéndose y después un chisporroteo de carne cuando las bolas verdes alcanzaron a ambos infantes en la frente, les resquebrajaron las cabezas y les chamuscaron los cerebros, de los que surgieron sendas volutas de humo por unos agujeros perfectamente redondos antes de que cayeran al suelo, muertos.

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