Más allá del bien y del mal (7 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Más allá del bien y del mal
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Un nuevo género de filósofos está apareciendo en el horizonte: yo me atrevo a bautizarlos con un nombre no exento de peligros. Tal como yo los adivino, tal como ellos se dejan adivinar —pues forma parte de su naturaleza el
querer
seguir siendo enigmas en algún punto —, esos filósofos del futuro podrían ser llamados con razón, acaso también sin razón,
tentadores.
Este nombre mismo es, en última instancia, sólo una tentativa y, si se quiere, una tentación.

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¿Son, esos filósofos venideros, nuevos amigos de la «verdad»? Es bastante probable: pues todos los filósofos han amado hasta ahora sus verdades. Mas con toda seguridad no serán dogmáticos. A su orgullo, también a su gusto, tiene que repugnarles el que su verdad deba seguir siendo una verdad para cualquiera: cosa que ha constituido hasta ahora ~el oculto deseo y el sentido recóndito de todas las aspiraciones dogmáticas. «Mi juicio es mi juicio: no es fácil que también otro tenga derecho a él» —dice. tal vez ese filósofo del futuro. Hay que apartar de nosotros el mal gusto de querer coincidir con muchos. «Bueno» no es ya bueno cuando el ve,emo toma esa palabra en su boca. ¡Y cómo podría existir un «bien común»! La expresión se contradice así misma: lo que puede ser común tiene siempre poco valor`. En última instancia, las cosas tienen que ser tal como son y tal como han sido siempre: las grandes cosas están reservadas a los grandes, los abismos, a los profundos, las delicadezas y estremecimientos, a los sutiles, y, en general, y dicho brevemente, todo lo raro, a los raros. —

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¿Necesito decir expresamente, después de todo esto, que esos filósofos del futuro serán también espíritus libres,
muy
libres, —con la misma seguridad con que no serán tampoco meros espíritus libres, sino algo más, algo más elevado, más grande y más radicalmente distinto, que no quiere que se lo malentienda ni confunda con otras cosas? Pero al decir esto siento para con ellos, casi con igual fuerza con que lo siento para con nosotros, ¡nosotros que somos sus heraldos y precursores, nosotros los espíritus libres! —el
deber
de disipar y alejar conjuntamente de nosotros un viejo y estúpido prejuicio y malentendido que, cual una niebla, ha vuelto impenetrable durante demasiado tiempo el concepto de «espíritu libre». En todos los países de Europa, y asimismo en América, hay ahora gente que abusa de ese nombre, una especie de espíritus muy estrecha, muy prisionera, muy encadenada, que quieren aproximadamente lo contrario de lo que está en nuestras intenciones e instintos, —para no hablar de que, por lo que respecta a esos filósofos
nuevos
que están emer—giendo en el horizonte, ellos tienen que ser ventanas cerradas y puertas con el cerrojo corrido. Para decirlo pronto y mal,
niveladores
es lo que son esos falsamente llamados «espíritus libres» —como esclavos elocuentes y plumíferos que son del gusto democrático y de sus «ideas modernas»: todos ellos son hombres carentes de soledad, de soledad propia, torpes y bravos mozos a los que no se les debe negar ni valor ni cos—nbres respetables, sólo que son, cabalmente, gente no libre y ridículamente superficial, sobre todo en su tendencia básica a considerar que las formas de la vieja sociedad existente hasta hoy son más o menos la causa de
toda
miseria y lrracaso humanos: ¡con lo cual la verdad viene a quedar felizinente cabeza abajo! A lo que ellos querrían aspirar con todas sus fuerzas es a la universal y verde felicidad—prado del rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y de facilidad de vivir para todo el mundo: sus dos can—ciones yi doctrinas más repetidamente canturreadas se llaman «,igualdad de derechos» y «compasión con todo lo que sufre» —y el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo que hay que
eliminar.
Nosotros los opuestos a ellos, que hemos abierto nuestros ojos y nuestra conciencia al problema de en qué lugar y de qué modo ha venido hasta hoy la planta «hombre» creciendo de la manera más vigorosa hacia la altura, opinamos que esto ha ocurrido siempre en condiciones opuestas, opinamos que, para que esto se realizase, la peligrosidad de su situación tuvo que aumentar antes de manera gigantesca, que su energía de invención y de simulación (su «espíritu» —) tuvo que desarrollarse, bajo una presión y una coacción prolongadas, hasta convertirse en algo sutil y temerario, que su voluntad de vivir tuvo que intensificarse hasta llegar a la voluntad incondicional de poder: —nosotros opinamos que dureza, violencia, esclavitud, peligro en la calle y en los corazones, ocultación, estoicismo, arte de tentador y diabluras de toda especie, que todo lo malvado, terrible, tiránico, todo lo que de animal rapaz y de serpiente hay en el hombre sirve a la elevación de la especie «hombre» tanto como su contrario: —y cuando decimos tan sólo eso no decimos siquiera bastante, y, en todo caso, con nuestro hablar y nuestro callar en este lugar nos encontramos en el
otro
extremo de toda ideología moderna y de todos los deseos gregarios: ¿siendo sus antípodas acaso? ¿Cómo puede extrañar que nosotros los «espíritus libres» no seamos precisamente los espíritus más comunicativos?, ¿que no deseemos delatar en todos los aspectos de qué es
de lo que
un espíritu puede liberarse y cuál es el lugar
hacia el que
quizá se vea empujado entonces? Y en lo que se refiere a la peligrosa fórmula «más allá del bien y del mal», con la cual evitamos al menos ser confundidos con otros: nosotros somos algo distinto de los
libres—penseurs, liberi pensatori, Freidenker
[librepensadores], o como les guste denominarse a todos esos bravos abogados de las «ideas modernas». Hemos tenido nuestra casa, o al menos nuestra hospedería, en muchos países del espíritu; hemos escapado una y otra vez de los enmohecidos y agradables rincones en que el amor y el odio preconcebidos, la juventud, la ascendencia, el azar de hombres y libros, e incluso las fatigas de la peregrinación parecían confinarnos; estamos llenos de malicia frente a los halagos de la dependencia que yacen escondidos en los honores, o en el dinero, o en los cargos, o en los arrebatos de los sentidos; incluso estamos agradecidos a la pobreza y a la variable enfermedad, porque siempre nos desasie—ron de una regla cualquiera y de su «prejuicio», agradecidos a Dios, al diablo, a la oveja y gusano que hay en nosotros, curiosos hasta el vicio, investigadores hasta la crueldad, dotados de dedos sin escrúpulos para asir lo inasible, de dientes y estómagos para digerir lo indigerible, dispuestos a todo oficio que exija perspicacia y sentidos agudos, prontos a toda osadía, gracias a una sobreabundancia de «voluntad libre», dotados de prealmas y post—almas en cuyas intenciones últimas no le es fácil penetrar a nadie con su mirada, cargados de pre—razones y post—razones que a ningún pie le es lícito recorrer hasta el final, ocultos bajo los mantos de la luz, conquistadores aunque parezcamos herederos y derrochadores, clasificadores y coleccionado—res desde la mañana a la tarde, avaros de nuestras riquezas y de nuestros cajones completamente llenos, parcos en el aprender y olvidar, hábiles en inventar esquemas, orgullosos a veces de tablas de categorías, a veces pedantes, a veces búhos del trabajo, incluso en pleno día; y, si es preciso, incluso espantapájaros, —y hoy es preciso, a saber: en la medida en que nosotros somos los amigos natos, jurados y celosos de la
soledad
, de nuestra propia soledad, la más honda, la más de media noche, la más de medio día: —¡esa especie de hombres somos nosotros, nosotros los espíritus libres!, ¿y tal vez también vosotros sois algo de eso, —
vosotros los
que estáis viniendo?, ¿vosotros los
nuevos
filósofos? —

Sección tercera: El ser religioso

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El alma humana y sus confines, el ámbito de las experiencias humanas internas alcanzado en general hasta ahora, las alturas, profundidades y lejanías de esas experiencias, la historia entera del alma
hasta este momento
y sus posibilidades no apuradas aún: ése es, para un psicólogo nato y amigo de la «caza mayor», el terreno de caza predestinado. Mas con cuánta frecuencia tiene que decirse desesperado: «¡uno solo!, ¡ay, nada más que uno!, ¡y este gran bosque, esta selva virgen!» Y por ello desea tener unos centenares de mon—teros y sabuesos finos y doctos que poder lanzar tras la historia del alma humana y cobrar en ella su pieza. En vano: una y otra vez hace la comprobación radical y amarga de que es difícil encontrar auxiliares y perros para todas las cosas que precisamente excitan su curiosidad. El inconveniente con que se tropieza al enviar doctos a terrenos de caza nuevos y peligrosos, en los cuales se precisan valor, inteligencia, sutileza en todos los sentidos, consiste en que aquéllos dejan de ser utilizables precisamente allí donde comienza la «caza
mayor»
, pero también el peligro mayor: —cabalmente allí pierden ellos sus ojos y su hocico de sabuesos. Para adivinar y averiguar, por ejemplo, cuál es la historia que el problema de la
ciencia y de la conciencia
ha tenido hasta ahora en el alma de los
homines religiosi
[hombres religiosos] sería necesario tal vez ser uno mismo tan profundo, estar tan herido, ser tan inmenso como lo fue y estuvo la conciencia intelectual de Pascal: —y luego continuaría haciendo falta siempre aquel cielo desplegado de espiritualidad luminosa, maliciosa, capaz de dominar, ordenar, reducir a fórmulas desde arriba ese hervidero de vivencias peligrosas y dolorosas. —¡Pero quién me prestaría a mí ese servicio! ¡Y quién tendría tiempo de aguardar a tales servidores! —¡Es evidente que brotan demasiado raramente, son muy improbables en todas las épocas! En última instancia, uno tiene que hacerlo todo
por sí mismo
para saber algunas cosas: es decir, ¡uno tiene
mucho
que hacer! —Pero una curiosidad como la mía (no deja de ser el más agradable de todos los vicios, —¡perdón!, he querido decir: el amor a la verdad tiene su recomlpensa en el cielo y ya en la tierra. –

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Esa fe que el primer cristianismo exigió y no raras veces alcanzó, en medio de un mundo de escépticos y librepgnsados meridionales que tenía detrás de sí y dentro de sí una lucha secular de escuelas filosóficas, a lo que hay que añadir la educación para la tolerancia que daba el
Imperium Romam
[Imperio Romano], —esa fe
no
es aquella cándida y ceñuda fe de súbditos con la cual se apegaron a su Dios y a su cristianismo, por ejemplo, un Lutero o un Cromwell o cual otro nórdico bárbaro del espíritu; antes bien, era ya aquella fe de Pascal, que se parece de manera horrible a un continuo suicidio de la razón, —de una razón tenaz, longe—va, parecida a un gusano, que no se deja matar de
una sola
vez y con
un solo
golpe. La fe cristiana es, desde el principio, sacrificio: sacrificio de toda libertad, de todo orgullo, de toda autocerteza del espíritu; a la vez, sometimiento y escarnio de sí mismo, mutilación de sí mismo. Hay crueldad y hay fenicismo 45 religioso en esa fe, exigida a una conciencia reblandecida, compleja y muy mimada: su presupuesto es que la sumisión del espíritu
causa un dolor
indescriptible, que el pasado entero y los hábitos todos de semejante espíritu se oponen a ese
absurdissimum
[cosa totalmente absurda] que se le presenta como «fe». Los hombres modernos, con su embotamiento para toda la nomenclatura cristiana, no sienten ya la horrorosa super—latividad que había para un gusto antiguo en la paradoja de la fórmula «Dios en la cruz». Nunca ni en ningún lugar había existido hasta ese momento una audacia igual en invertir las cosas, nunca ni en ningún lugar se había dado algo tan terrible, interrogativo y problemático como esa fórmula: ella prometía una trans—valoración de todos los valores antiguos. —El Oriente, el Oriente
profundo
, el esclavo oriental fueron los que de esa manera se vengaron de Roma y de su aristocrática y frívola tolerancia, del «catolicismo» 46 romano de la fe: —y no fue nunca la fe, sino la libertad frente a la fe, aquella semiestoica y sonriente despreocupación frente a la seriedad de la fe lo que sublevaba a los esclavos en sus señores, contra sus señores. La «ilustración» subleva: en efecto, el esclavo quiere lo incondicional, comprende sólo lo tiránico, también en la moral, ama igual que odia, sin
nuance
[matiz], a fondo, hasta el dolor, hasta la enfermedad, —su mucho
y
escondido
sufrimiento se subleva contra el gusto aristocrático, que parece
negar
el sufrimiento. El escepticismo con respecto al sufrimiento, que en el fondo es tan sólo un rasgo afectado de la moral aristocrática, ha contribuido no poco a la génesis de la última gran rebelión de esclavos, comenzada con la Revolución francesa.

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Dondequiera que ha aparecido hasta ahora en la tierra la neurosis religiosa, la encontramos ligada a tres peligrosas prescripciones dietéticas: soledad, ayuno y abstinencia sexual, —pero sin que aquí sea posible decidir con seguridad cuál es la causa y cuál es el efecto, y si en absoluto hay aquí una relación de causa y efecto. Lo que autoriza esta última duda es el hecho de que cabalmente uno de los síntomas más regulares de esa neurosis, tanto en los pueblos salvajes como en los domesticados, es también la lascivia más súbita y desenfrenada, la cual se transforma luego, de modo igualmente súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación del mundo y de la voluntad: ¿ambas cosas serían interpretables acaso como epilepsia enmascarada? Pero en ningún otro lugar deberíamos abstenernos tanto de las interpretaciones como aquí: no hay ningún tipo en torno al cual haya proliferado hasta ahora tal multitud de absurdos y supersticiones, ningún otro tipo parece haber interesado más, hasta este momento, a los hombres, incluso a los filósofos, —sería hora de mostrarse un poco frío precisamente aquí, de aprender cautela o, mejor todavía, de apartar los ojos, de
alejarse
de aquí. —En el trasfondo de la última filosofía que ha aparecido, la schopenhaueriana, encuéntrase aún, constituyendo casi el problema en sí, ese espantoso signo de interrogación que son la crisis y el despertar religiosos. ¿Cómo es
posible
la negación de la voluntad?, ¿cómo es posible el santo? —ésta parece haber sido realmente la pregunta gracias a la cual se hizo filósofo Schopenhauer y por la que comenzó. Y de este modo fue una consecuencia genuinamente schopenhaueriana que su secuaz más convencido (acaso también el último, en lo que a Alemania se refiere —), es decir, Richard Wagner, finalizase justamente ahí la obra de toda su vida y acabase sacando a escena, en la figura de Kundry, ese tipo terrible y eterno,
tipe vécu
[tipo vivido], en carne y hueso; en la misma época en que los médicos alienistas de casi todos los países de Europa tenían ocasión de estudiarlo de cerca, en todos los lugares en que la neurosis religiosa —o, según lo llamo yo, «el ser religioso» —tuvo en el «Ejército de Salvación» su última irrupción y aparición epidémicas. — Si se pregunta, sin embargo, qué es en realidad lo que en el fenómeno entero del santo ha resultado tan irresistiblemente interesante a los hombres de toda índole y de todo tiempo, también a los filósofos: eso es, sin ninguna duda, la apariencia de milagro que lleva consigo, es decir, la apariencia de una inmediata
sucesión
de
antítesis
, de estados psíquicos de valoración moral antitética: se creía aferrar aquí con las manos el hecho de que de un «hombre malo» surgía de repente un «santo», un hombre bueno. La psicología habida hasta ahora ha naufragado en este punto: ¿y no habrá ocurrido esto principalmente porque ella se había colocado bajo el dominio de la moral, porque ella misma
creía
en las antítesis morales de los valores, y proyectaba tales antítesis sobre la visión, sobre la lectura, sobre la
interpretación
del texto y del hecho? —¿Cómo? ¿Sería el «milagro» tan sólo un error de interpretación? ¿Una carencia de filología? —

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