173
No odiamos mientras nuestra estima es aún pequeña, sino sólo cuando es igual o mayor a la que tenemos por nosotros mismos.
174
Utilitaristas, Les que también vosotros amáis todo
utile
[cosa útil] tan sólo como un
vehículo
de nuestras inclinaciones, —es que también vosotros encontráis propiamente insoportable el ruido de sus ruedas?
175
En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado.
176
La vanidad de los demás repugna a nuestro gusto tan sólo cuando repugna a nuestra vanidad.
177
Quizá nadie haya sido aún suficientemente veraz acerca de lo que es la «veracidad».
178
A los hombres listos no les creemos sus tonterías: ¡qué pérdida de derechos humanos!
179
Las consecuencias de nuestros actos nos agarran por los cabellos, harto indiferentes a que entretanto nosotros nos hayamos «mejorado».
180
Hay una inocencia en la mentira que es señal de que se cree con buena fe en una cosa.
181
Es inhumano bendecir cuando nos han maldecido.
182
La familiaridad del superior resulta amarga porque no es lícito corresponder a ella. –
183
«No el que tú me hayas mentido, sino el que yo ya no te crea a ti, eso es lo que me ha hecho estremecer.» —
184
Hay una petulancia de la bondad que se presenta como maldad. «Me desagrada.» —¿Por qué? —«No estoy a su altura.» —¿Ha respondido así alguna vez alguien?
186
El sentimiento moral es ahora en Europa tan sutil, tardío, multiforme, excitable, refinado, como todavía joven, incipiente, torpe y groseramente desmañada es la «ciencia de la moral» que a él corresponde: —atractiva antítesis que a veces se encarna y hace visible en la propia persona de un moralista. Ya la expresión «ciencia de la moral» resulta, con respecto a lo designado por ella, demasiado presuntuosa y contraria al
buen
gusto: el cual suele ser siempre un gusto previo por las palabras más modestas. Deberíamos confesarnos, con todo rigor, qué es lo
que
aquí necesitamos todavía por mucho tiempo, qué es lo único
que
provisionalmente está justificado, a saber: recogida de material, formulación y clasificación conceptuales de un inmenso reino de delicados sentimientos y diferenciaciones de valor, que viven, crecen, engendran y perecen, —y, acaso, ensayos de mostrar con claridad las configuraciones más frecuentes y que más se repiten de esa viviente cristalización, —como preparación de una
tipología
de la moral. Desde luego: hasta ahora no hemos sido tan modestos. Con una envarada seriedad que hace reír, los filósofos en su totalidad han exigido de sí mismos, desde el momento en que se ocuparon de la moral como ciencia, algo mucho más elevado, más pretencioso, más solemne: han querido la
fundamentación
de la moral, —y todo filósofo ha creído hasta ahora haber fundamentado la moral; la moral misma, sin embargo, era considerada como «dada». ¡Qué lejos quedaba del torpe orgullo de tales filósofos la tarea aparentemente insignificante, y abandonada en el polvo y en el moho, de una descripción, aunque para realizarla es difícil que pudieran resultar bastante finos ni siquiera las manos y los sentidos más finos de todos! Justo porque los filósofos de la moral no conocían los
facta
[hechos] morales más que de un modo grosero, en forma de un extracto arbitrario o de un compendio fortuito, por ejemplo como moralidad de su ambiente, de su estamento, de su Iglesia, de su espíritu de época, de su clima y de su región, —justo porque estaban mal informados e incluso sentían poca curiosidad por conocer pueblos, épocas, tiempos pretéritos, no llegaron a ver en absoluto los auténticos problemas de la moral: —los cuales no emergen más que cuando se realiza una comparación de
muchas
morales. Aunque esto suene muy extraño, en toda «ciencia de la moral» ha venido
faltando
el problema mismo de la moral: ha faltado suspicacia para percibir que ahí hay algo problemático. Lo que los filósofos llama—ban «fundamentación de la moral», exigiéndose a sí mismos realizarla, era tan sólo, si se lo mira a su verdadera luz, una forma docta de la candorosa
creencia
en la moral dominante, un nuevo medio de
expresión
de ésta, y, por lo tanto, una realidad de hecho dentro de una moralidad determinada, incluso, en última instancia, una especie de negación de que
fuera lícito
concebir esa moral como problema: —y en todo caso lo contrario de un examen, análisis, cuestionamiento, vivisección precisamente de esa creencia. Escúchese, por ejemplo, con qué inocencia casi venerable plantea Schopenhauer mismo su tarea propia, y sáquense conclusiones sobre la cientificidad de una «ciencia» cuyos últimos maestros continúan hablando como los niños y las viejecillas: —«el principio, dice Schopenhauer (pág. 136 de los
Problemas fundamentales de la
moral)
, la tesis fundamental, sobre cuyo contenido todos los éticos están
propiamente
de acuerdo:
neminem
laede, immo omnes, quantum potes, juva
[no dañes a nadie, antes bien ayuda a todos en lo que puedas] —ésta es
propiamente
la tesis que todos los maestros de la ética se esfuerzan en fundamentar..., el
auténtico
fundamento de la ética, que desde hace milenios se viene buscando como la piedra filosofal». —La dificultad de fundamentar la mencionada tesis es, desde luego, grande —como es sabido, tampoco Schopenhauer lo consiguió —; y quien alguna vez haya percibido a fondo la falta de gusto, la falsedad y el sentimentalismo de esa tesis en un mundo cuya esencia es voluntad de poder —, permítanos recordarle que Schopenhauer, aunque pesimista,
propiamente —
tocaba la flauta... Cada día, después de la comida: léase sobre este punto a su biógrafo. Y una pregunta de pasada: un pesimista, un negador de Dios y del mundo, que se
detiene
ante la moral, —que dice sí a la moral y toca la flauta, a la moral del
laede neminem
[no dañes a nadie]: ¿cómo?, ¿es propiamente —un pesimista?
187
Incluso prescindiendo del valor de afirmaciones tales como «dentro de nosotros hay un imperativo categórico», siempre es posible preguntar todavía: una afirmación asi, ¿qué dice acerca de quien la hace? Hay morales que deben justificar a su autor delante de otros; otras morales deben tranquilizarlo y ponerlo en paz consigo mismo; con otras su autor quiere crucificarse y humillarse a sí mismo; con otras quiere vengarse, con otras, esconderse, con otras, transfigurarse y colocarse más allá, en la altura y en la lejanía; esta moral le sirve a su autor para olvidar, aquélla, para hacer que se lo olvide a él o que se olvide alguna cosa; más de un moralista quisiera ejercer sobre la humanidad su poder y su capricho de creador; otros, acaso precisamente también Kant, dan a entender con su moral: «lo que en mí es respetable es el hecho de que yo puedo obedecer, —¡y en vosotros las cosas no
deben
ser diferentes que en mí!» —en una palabra, las morales no son más que una
semiótica de los afectos.
188
En contraposición al
laisser aller
[dejar ir], toda moral es una tiranía contra la «naturaleza», también contra la «razón»: esto no constituye todavía, sin embargo, una objeción contra ella, pues para esto habría que volver a decretar, sobre la base de alguna moral, que no está permitida ninguna especie de tiranía ni de sin—razón. Lo esencial e inestimable en toda moral consiste en que es una coacción prolongada: para comprender el estoicismo o Port—Royal o el puritanismo recuérdese bajo qué coacción ha adquirido toda lengua hasta ahoravigor ylibertad, —bajo la coacción métrica, bajo la tiranía de la rima y del ritmo. ¡Cuántos esfuerzos han realizado en cada pueblo los poetas y los oradores! —sin exceptuar a algunos prosistas de hoy, en cuyo oído mora una conciencia implacable —«por amor a una tontería», como dicen los cretinos utilitaristas, que así se imaginan ser inteligentes, —«por sumisión a leyes arbitrarias», como dicen los anarquistas, que así creen ser «libres», incluso espíritus libres. Pero la asombrosa realidad de hecho es que toda la libertad, sutileza, audacia, baile y seguridad magistral que en la tierra hay o ha habido, bien en el pensar mismo, bien en el gobernar o en el hablar y persuadir, en las artes como en las buenas costumbres, se han desarrollado gracias tan sólo a la «tiranía de tales leyes arbitrarias»; y hablando con toda seriedad, no es poca la probabilidad de que precisamente esto sea «naturaleza» y «natural» —¡y
no
aquel
laisser aller
[dejar ir]! Todo artista sabe que su estado «más natural», esto es, su libertad para ordenar, establecer, disponer, configurar en los instantes de «inspiración», está muy lejos del sentimiento del dejarse—ir, —y que justo en tales instantes él obedece de modo muy riguroso y sutil a mil leyes diferentes, las cuales se burlan de toda formulación realizada mediante conceptos, basándose para ello cabalmente en su dureza y en su precisión (comparado con éstas, incluso el concepto más estable tiene algo de fluctuante, multiforme, equívoco —). Lo esencial «en el cielo y en la tierra» es, según parece, repitámoslo, el
obedecer''
durante mucho tiempo y en
una única
dirección: con esto se obtiene y se ha obtenido siempre, a la larga, algo por lo cual merece la pena vivir en la tierra, por ejemplo virtud, arte, música, baile, razón, espiritualidad, —algo transfigurador, refinado, loco y divino. La prolongada falta de libertad del espíritu, la desconfiada coacción en la comunicabilidad de los pensamientos, la disciplina que el pensador se imponía de pensar dentro de una regla eclesiástica o cortesa—na o bajo presupuestos aristotélicos, la prolongada voluntad espiritual de interpretar todo acontecimiento de acuerdo con un esquema cristiano y de volver a descubrir y justificar al Dios cristiano incluso en todo azar, todo ese esfuerzo violento, arbitrario, duro, horrible, antirracional ha mostrado ser el medio a través del cual fueron desarrollándose en el espíritu europeo su fortaleza, su despiadada curiosidad y su sutil movili—dad: aunque admitimos que aquí tuvo asimismo que quedar oprimida, ahogada y corrompida una cantidad grande e irreemplazable de fuerza y de espíritu (pues aquí, como en todas partes, «la naturaleza» se muestra tal cual es, con toda su magnificencia pródiga e
indiferente
, la cual nos subleva, pero es aristocrática). El que durante milenios los pensadores europeos pensasen únicamente para demostrar algo —hoy resulta sos—pechoso, por el contrario, todo pensador que «quiere demostrar algo» —, el que para ellos estuviera fijo desde siempre aquello que
debía
salir como resultado de su reflexión más rigurosa, de modo parecido a como ocurría antiguamente, por ejemplo, en la astrología asiática, o a como sigue ocurriendo hoy en la candorosa interpretación moral—cristiana de los acontecimientos más próximos y personales, «para gloria de Dios» y «para la salvación del alma»: —esta tiranía, esta arbitrariedad, esta rigurosa y grandiosa estupidez son las que han
educado
el espíritu; al parecer, es la esclavitud, entendida en sentido bastante grosero y asimismo en sentido bastante sutil, el medio indispensable también de la disciplina y la selección espirituales. Examínese toda moral en este aspecto: la «naturaleza» que hay en ella es lo que enseña a odiar el
laisser aller
, la libertad excesiva, y lo que implanta la necesidad de horizontes limitados, de tareas próximas, —lo que enseña el
estrechamiento
de la
perspectiva y
por lo tanto, en cierto sentido, la estupidez como condición de vida y de crecimiento. «Tú debes obedecer, a quien sea, y durante largo tiempo:
de lo contrario
perecerás y perderás tu última estima de ti mismo» —éste me parece ser el imperativo moral de la naturaleza, el cual, desde luego, ni es «categórico», como exigía de él el viejo Kant (de ahí el «de lo contrario» —), ni se dirige al individuo (¡qué le importa a ella el individuo!), sino a pueblos, razas, épocas, estamentos y, ante todo, al entero animal «hombre», a
el
hombre.
189
Las razas laboriosas encuentran una gran molestia en soportar la ociosidad: fue una obra maestra del instinto
inglés
el santificar y volver aburrido el domingo hasta tal punto que el inglés vuelve a anhelar, sin darse cuenta, sus días de semana y de trabajo: —como una especie de
ayuno
inteligentemente inventado, inteligentemente intercalado, del cual pueden verse numerosos ejemplos también en el mundo antiguo (si bien no precisamente con vistas al trabajo, como es obvio en pueblos meridionales —). Es necesario que haya ayunos de múltiples especies; y en todas partes donde dominan instintos y hábitos poderosos, los legislado—res deben procurar intercalar días en los que tal instinto quede encadenado y aprenda a sentir hambre de nuevo. Vistas las cosas desde un lugar superior, generaciones y épocas enteras, cuando se presentan afecta—das de algún fanatismo moral, parecen ser esos tiempos intercalados de coacción y de ayuno durante los cuales un instinto aprende a agacharse y someterse, pero asimismo a
purificarse y aguzarse;
también algunas sectas filosóficas (por ejemplo, la Estoa en medio de la cultura helenística y de su atmósfera, una at—mósfera que estaba sobrecargada de perfumes afrodisíacos y que se había vuelto voluptuosa) permiten semejante interpretación. —Esto nos proporciona asimismo una indicación para explicar la paradoja de por qué precisamente en el período más cristiano de Europa, y, en general, sólo bajo la presión de juicios de valor cristianos, el instinto sexual se ha sublimado hasta convertirse en amor
(amour—passion
[amorpa—sión]).
190
Hay en la moral de Platón algo que en propiedad no pertenece a Platón, sino que simplemente se encuentra en su filosofía, a pesar de Platón, podríamos decir, a saber: el socratismo, para el cual Platón era en realidad demasiado aristocrático. «Nadie quiere causarse daño a sí mismo, de ahí que todo lo malo
(schlecht)
acon—tezca de manera involuntaria. Pues el hombre malo se causa daño a sí mismo: no lo haría si supiese que lo malo es malo. Según esto, el hombre malo es malo sólo por error; si alguien le quita su error, necesariamente lo vuelve —bueno.» —Este modo de razonar huele a
plebe
, la cual no ve en el obrar—mal más que las consecuencias penosas, y propiamente juzga que «es
estúpido
obrar mal»; mientras que considera sin más que las palabras «bueno» y «útil y agradable» tienen un significado idéntico. En todo utilitarismo de la moral es licito conjeturar de antemano ese mismo origen y hacer caso a nuestra nariz: rara vez nos equivo—caremos. —Platón hizo todo lo posible por introducir algo sutil y aristocrático en la interpretación de la tesis de su maestro, introducirse sobre todo a sí mismo —, él, el más temerario de todos los intérpretes, que tomó de la calle a Sócrates entero tan sólo como un tema popular y una canción del pueblo, con el fin de hacer sobre él variaciones infinitas e imposibles, a saber: prestándole todas sus máscaras y complejidades propias. Hablando en broma, y, además, a la manera homérica: ¿qué otra cosa es el Sócrates platónico sino πρόσνε Πλάτων όπινέν τε Пλάτων µέσση τε Χίµαιρα [Platón por delante, Platón por detrás, y en medio la Quimera]?