Se me dirá que exagero, pero siempre es tal cual, y así también fue como ayer el imbécil le arruinó la fiesta a la Sofi y espantó a todos los invitados.
En mi matrimonio no ha habido un solo casamiento, ni un bautismo, ni un mísero cumpleaños en el que el Zacarías no me haya hecho sentir una desgraciada, propiamente una mierda de mujer. Pero sigo soñando que algún día va a cambiar.
Porque ¿qué es el amor sino tener a mano una mínima esperanza y un frasco de calmantes en la cartera? Ésa es la verdad, así que haremos de tripas corazón y vamos a ver qué pasa cuando el Toño cumpla los dieciocho.
Mi hijo estuvo tres días en casa, y durante ellos fuimos de nuevo una familia. Volvió a su cuarto, en el que no se ha cambiado nada desde que se fue. Durmió con las sábanas de siempre y cada día lo desperté con el desayuno. Conversamos de cualquier cosa.
—¿Estás bien, mamá?
—Ya ves… Tú ya me conoces…
—No tienes que bajar los brazos, ¿me oyes?
—Venga, ponte más mermelada, que hay de sobra.
Con él no hace falta más que eso. Nosotros decimos el principio sólo de las frases: el resto lo entendemos. El Nacho es el único de la familia con el que vale la pena hablar de cosas profundas. Los demás están en sus cosas. Pero él siempre ha tenido tiempo para preguntarme cómo estaba o qué me estaba pasando por la cabeza. Por eso lo echo de menos un rato cada día. Pero no con rabia ni nada. Incluso si estoy ocupada con algo y es la hora de pensar en él, me tomo cinco minutos para echarle de menos más relajada.
Ahora, cuando lo miro, me siento vieja. Lo veo enorme, independiente, alejado, enamorado. Todas las cosas que más yuyu me daban, las cosas que en secreto odiaba que un día pudieran pasar. Todo lo que siempre quise para él.
—A veces no puedo creer que estés tan lejos.
—No es tan lejos, mamá, es la capital.
—Abro la puerta de tu cuarto y me imagino que estás ahí, escuchando a Elton John.
—Tú lo odiabas. Decías que la gente que usa peluca no puede cantar bien.
—Ahora no sabes cómo me gusta el gordito, lo oigo y hace que me acuerde de ti.
Hace mucho que no sueño esa pesadilla donde el Nacho y yo nos besábamos y yo era su novia. Ahora que ya no está conmigo, solamente tengo su voz al teléfono los sábados, el messenger puntual de las nueve de la noche y estas visitas de tres días que me dejan con la boca pastosa, con ganas de seguir conversando y que los relojes no den la hora.
Hace un rato llegamos de la terminal. Fuimos a despedirle, su padre y yo, porque se volvió a la capital después de darle a la Sofi la sorpresa de estar en su fiesta, y después de darme, a mí, un poco más de él.
—No me llores.
—Si no lloro, es que he venido en la moto y me lagrimea un ojo.
—Pórtate bien, mamá.
—Dale un beso en la barriga a la Marilú de mi parte.
—Nos vemos en agosto.
—Nacho…
—Dime, mamá.
—¿Por qué miras así al chófer?
—Yo no he mirado a nadie.
—Nacho, que soy tu madre… Has mirado al chófer y te han brillado los ojos. No me lo niegues.
—Tú estás loca.
—Feo no es.
—¿Quién, mamá?
—El chófer.
—No, es guapo. Es cierto.
—¿Todavía te gustan los hombres, cariño? ¡Vas a tener un hijo!
—Y a ti, ¿todavía te gusta Douglas, mamá?
—Abrígate, mi niño, que en la capital refresca mucho por la noche.
—Vale. Cuídate.
No sé de dónde viene el gesto de sacar un pañuelo y agitarlo en el aire para despedirse. Pero como sale en todas las películas románticas yo siempre lo hago: me quedo saludando como una idiota, incluso sabiendo que el Nacho ya no me mira.
Me quedo sacudiendo el pañuelito hasta que el autocar es un puntito negro en la carretera, hasta que dobla en la estación de Repsol y desaparece del mapa. Y entonces me seco las lágrimas o me sueno la nariz con el pañuelito, y cojo del brazo al Zacarías como si hiciera frío. Como si me temblaran las rodillas. Como si él fuera más fuerte que yo, como si él no estuviera perdiendo también a su hijo.
Me cojo del brazo de mi marido bien fuerte, creo yo, para no salir corriendo por el arcén y hacer volver el autocar a patadas, para no poner patas arriba el mundo y hacer que el tiempo vuelva atrás… Yo querría hacer cualquier cosa, lo que sea. Cualquier cosa que provoque que el Nachito se baje y regrese, o que sea otra vez un crío de siete años y yo sea de nuevo su mamá y que nadie más me crezca en esta casa.
Todo empezó ayer domingo, temprano, pero no le dimos importancia. El Nonno se sentó a la mesa para desayunar con nosotros pero estaba como ido, como en otro mundo. Pensamos que podía ser por un canuto, pero el Toño nos juró que ni él ni el abuelo habían fumado nada. Más tarde tuvo los primeros temblores de frío, y poco a poco el mundo se nos vino abajo.
Ahora son las diez y media de la noche. Me escapo un rato del hospital para escribir esto en el cuaderno. Estoy en el bar de enfrente, tratando de calmarme, pero ni siquiera escribiendo me relajo. Estoy asustada; como si estuvieran a punto de amputarme un brazo. Me ha costado dejar al Zacarías en el pasillo con los ojos vidriosos, abrazando a la Sofi.
Justamente fue la Sofi la primera que notó algo raro al mediodía, y vino enseguida a la cocina a contármelo.
—Mamá —me dice, casi llorando—, el Nonno me pregunta quién soy.
Me quedé un segundo con la taza enjabonada en la mano, como si de repente el tiempo se me hubiese caído encima. Nos miramos.
—¿Cómo que te pregunta quién eres? —le pregunto por decir algo.
—Parece otra persona —susurra la nena—. Parece un viejo.
Cuando el Zacarías y yo entramos en su habitación, nos dio la impresión de que a mi suegro le hubieran pasado diez años por encima. Fue imposible entenderlo: hablaba en un italiano tan cerrado, tan primitivo, que ni el Toño pudo descifrar una frase. A mí me miró con los ojos llorosos, y me dijo:
—Antonia, he tornato…
—Soy Lola, Américo —le dije, mirándolo a los ojos, que eran los ojos de otro—. Su nuera. Lola…
Y entonces mi marido lo abrazó (fue la primera vez que vi al Zacarías tocar a su padre) y le acarició la cabeza mientras me decía:
—Llama a un médico, date prisa.
Entonces he salido como disparada al comedor a coger el teléfono. Alcancé a oír a mi suegro separarse del abrazo de mi marido, decirle «usted no me toque», pero no tuve fuerzas para seguir oyendo.
Después la camilla, los vecinos, todas esas cosas que siempre pasan en otra casa, nunca en la tuya. Los médicos que pasan de largo sin decirte nada, las enfermeras que te miran de reojo y por fin las noticias. Te palmean la espalda, te dicen que es ley de vida…
Al Toño no hay forma de hacerlo entrar en razón. Está metido con su abuelo en la UCI, lo tiene cogido de la mano, y le habla. Los médicos le dijeron mil veces que el Nonno no escucha, que ya no oye a nadie, pero al Toño no le entra en la cabeza. Le habla, le habla… No sé qué le dice.
El Nacho está en camino; pobre: dos viajes en menos de quince días. Me cuesta mucho escribir esto, pero ya nos dijeron que nos hagamos a la idea. El cerebro de don Américo se puso viejo de golpe; no tiene ninguna enfermedad, y por eso tampoco hay ningún remedio. Nos dicen que si pasa del martes lo podemos llevar a casa, pero que va a ser un abuelo mudo, un hombre en la frontera de su edad, que no volverá a ser el que era. Nos dicen que su cabeza está en otro mundo y que su corazón es débil.
—Se me ha muerto —se quejaba el Zacarías, y el doctor le decía que no, que el viejo aún podía vivir, pero él se empecinaba—: Si no me conoce, si no se acuerda de quién soy, si no sabe quién es ni dónde coño está…, es que se me ha muerto. Qué me importa si respira…
Yo quiero pensar que don Américo es de goma, que es interminable, que mañana se va a despertar como si nada y se va a poner otra vez a tocar la batería, se va con el Toño a trasnochar. Como siempre fue un tipo tan raro, tan fuera de lo normal, no me extrañaría que volviera de donde está con un chiste en la boca, con su dialecto de feria y su mascarilla. Pero ahora es de noche y lo vi tan vencido, pobrecito, que no puedo ni quiero pensar…
Y ahora, para colmo, no sé si puedo entrar en casa… La culpa es de él, del Nonno, que nos quiso convencer a todos de que era el más joven de la familia. Yo debería estar llorando por él, o por el Zacarías que es su hijo y que siente una culpa horrible por no haberle dicho nunca te quiero, pero en realidad es el Toño, sobre todo, el que me parte el corazón. Arrastrando los pies por los pasillos parece un fantasma. Dice que no va a fumar hachís hasta que no vuelva su abuelo. Cuando lo subieron a la ambulancia, se me aferró a la cintura.
—El miércoles nos íbamos a ir de putas —me decía, como si yo tuviera la culpa de algo—. ¿Con quién mierda hablo yo ahora?
El Nonno dormía, ya en su habitación, su sueño sin memoria, y nosotros tratábamos de no hacer ruido para no molestarlo; íbamos silenciosos por los pasillos, entre la alegría y la angustia de tenerlo otra vez en casa. Aunque sigue muy desmejorado, estábamos todos juntos y en familia. O eso nos parecía… Porque hace un rato ha aparecido un fantasma del pasado.
A las tres de la mañana, cuando ya nos habíamos acostado para quitarnos de encima las malas horas del hospital, sonó el timbre con furia, y yo supe que no podía ser nada bueno. Me puse el albornoz y salí sin zapatillas, sin hacer ruido, porque el Zacarías dormía a pierna suelta en la cama y había pasado unos días horribles. ¿Quién puede ser, pensé, un miércoles a las tres de la mañana? Alguien que no se entera, un amigo del Toño, un testigo de Jehová madrugador… Puse un ojo en la mirilla y vi la silueta de un hombre a punto de encender un cigarrillo.
—¿Quién es? —pregunté con mala espina.
El corazón me latía como un galope, y no sabía por qué.
Del otro lado el desconocido encendió la cerilla y le vi, como en una foto del pasado, la cara inconfundible. Los labios finos, los ojos vacíos. Me dieron ganas de llorar, pero me aferré al picaporte.
—Jeremías… —me parece que le dije—. ¿Qué haces aquí?
Me intuye por la mirilla, clavándome los ojos.
—¿Ha muerto mi padre, verdad? —me dice, sin saludar, con la voz seca—. Y nadie pensaba avisarme, como siempre.
La última vez que mi cuñado el Jeremías había asomado la nariz por el barrio fue cuando se enteró de la muerte de su madre, doña Antonia. Venía a buscar su parte de la herencia, y ahora lo mismo. Lo he visto pocas veces en la vida, y siempre fue como ver un ave de rapiña; siempre, cada vez que se marchaba su hermano, el Zacarías se pasaba un mes entero mudo, inmóvil, en otra parte, desinflándose.
Le abrí la puerta con rabia y con miedo; nos dimos un beso seco en el recibidor, a oscuras, y lo llevé a la cocina, rezando para que su hermano no se despertase.
—¿Cómo tienes la cara…? —le dije, mientras encendía la luz, pero me quedé sin palabras.
Jeremías estaba, como siempre, guapísimo, aunque los años lo habían mejorado todavía más. Lo habían plantado en el mundo. A mí me da un yuyu este hombre, porque es idéntico a su hermano, pero sin sus defectos. La versión Sean Connery del Zacarías; es como si el pánfilo de mi marido se hubiera pasado la vida en un gimnasio, viajando todas las mañanas en descapotables y tomando el sol en las playas del mundo.
—¿Cuándo falleció? —me pregunta.
—Tu padre está aquí, en casa —le digo—. Ha tenido una embolia, pero no se ha muerto, gracias a Dios. Esta vez te has adelantado, mal bicho…, si vienes a buscar pasta te vas a tener que ir por la misma puerta que has entrado.
Lo que pasó después me descolocó. En lugar de ponerse soberbio, como es su costumbre, el Jeremías hundió la cabeza entre sus brazos y se me puso a llorar como un crío. Yo me quedé paralizada, con los pies descalzos sobre el mosaico, mirándolo.
—¿Quieres una infusión? —le digo—. ¿Qué te ocurre?
Levanta la vista y me mira de frente. Los ojos enrojecidos, pero entero. Mi cuñado sufre sin taparse la cara, como los héroes de las películas. «Cuando llora es todavía más guapo», pienso, mordiéndome el labio, y me da rabia pensar así, porque lo odio, o debería odiarlo.
—Estoy cansado, Lola —me dice, secándose la cara con una servilleta de papel—. No soy el mismo… He cambiado, te lo juro por la memoria de mi padre…
—¡Que no se ha muerto!
—Da igual… Necesito que mi hermano me perdone, que todos me perdonéis… Quiero regresar a esta ciudad, tener una familia después de tantos años. Estoy acabado, la buena vida es muy mala.
Conversamos un rato largo, hasta que empezó a clarear. Después se fue, sin hacer ruido, al Hotel Avenida. Ahora mismo, mientras escribo esto, él está allí, agazapado. Me dijo que está solo, que quiere conocer a la Sofi y al Toño (que no los ha visto en su perra vida), volver a tener un hermano y una vida decente. Y yo a veces le creo y a veces no. A veces lo entiendo y a veces pienso que nos está engañando otra vez.
Nos habíamos despedido en la puerta; volví a la cama temblando como una hoja. El Zacarías, cuando me ha notado cerca, me pregunta medio dormido:
—¿Quién era?
—Nadie —le digo, con los ojos abiertos en la oscuridad—. Tú duerme.
—No sé por qué —me dice— pero me ha entrado acidez.
«No es para menos, pobre santo», pienso, y cierro los ojos para no dormir.
A la mañana siguiente (más bien por la tarde, porque el Zacarías no se despierta con el alba) he buscado el momento de darle a mi marido la noticia. Siempre me cuesta encontrar los momentos, porque el Zacarías se empeña en estar todo el tiempo ausente. Pero esta vez no fue tan difícil.
—Zacarías —le digo, mientras le preparo un café con leche—, tengo que decirte algo.
Me mira muy serio.
—¿Ha llegado el Jeremías, verdad, Lola? —me suelta, y yo me quedo de piedra.
—¿Cómo lo sabes?
—Por el olor —responde—. Ese hombre es como el Diablo, que despide azufre. ¿No sientes el olor a mierda? Este hombre ha estado en la cocina.
A veces el Zacarías parece tener un quinto sentido. No digo un sexto porque siempre le ha faltado el tacto. A la noche, cuando por fin se ha encontrado con su hermano, lo saludó como si se tratara de un conocido, como si fuese un perro conocido del barrio, y se encerró en la habitación. Me dieron un poco de pena los dos. Tan cerca y tan lejos el uno del otro.