Para una vez que la Negra Cabeza parece servir para algo, no nos hace falta. Desde que el Nonno está en coma, la subsahariana parece una viuda. Se ha vestido de negro de los pies a la cabeza y se ha puesto un gorro de la Cruz Roja en la cabeza. Dice que quiere cuidar a su amor hasta que se lo lleve la muerte.
—¡Una mierda! —le ha dicho el Toño, que le tiene un poco de rabia a la Negra—. El abuelo no se va a ninguna parte. Se va a recuperar como que me llamo Antonio. Y tú ni te acercas a su habitación.
Desde entonces, el Toño se queda toda la noche con el Nonno, echándole el humo de los canutos en la cara porque dice que el aroma lo despeja. Pusimos el grito en el cielo, pero se nos presentó con un folleto que dice que la marihuana es terapéutica.
—El abuelo ha fumado cannabis toda la vida estando sano, ¿y ahora justo que está enfermo y no es delito, ahora se lo vais a prohibir?
La criatura siempre tiene buenos argumentos.
Cada día come y cena con él. Y le habla, le habla… No para de contarle cosas. Lo lógico hubiera sido contratar una enfermera, pero estando el Toño no hace falta, porque al chico no lo podemos sacar de la habitación ni con un gancho. Él lo cuida, le cambia los pañales, le ajusta el suero y le trae cine porno para que esté al tanto de las novedades.
Por la tarde, según sus propias palabras, lo «saca a pasear». Es un recreo terapéutico que se ha inventado él mismo: sienta a don Américo muy erguido en la cama, con dos almohadones en la espalda, enciende la batidora para que haga ruido y le mete el secador de pelo en mitad de la cara. Dice el Toño que así el Nonno se piensa que va en moto por la carretera.
Ayer le ató de las muñecas una soga que iban a unas poleas empotradas en el techo y lo usó un buen rato de marioneta. Trajo a la función a la Sofi, al Pajabrava, a la Jésica y al Josu, que no paraban de aplaudir y mearse de la risa.
—Antonio —le dice el Zacarías—, tu abuelo no es un títere, a ver si te dejas de tocar los cojones, que está muy frágil.
—¿No ha dicho el médico que hay que ejercitarle las extremidades por si se despierta? —retruca el crío—. Pues le estoy ablandando las articulaciones. Y si lo hago con creatividad es cosa mía… El estado vegetal no tiene por qué ser aburrido.
No sé si sería por eso o por una recuperación natural, pero anoche el Nonno ha hablado. Estábamos cenando en la cocina (todos menos el Toño, que siempre hace guardia) y escuchamos un grito del niño.
—¡Venid, venid! —chillaba el Toño—. ¡Ha hablado el muerto!
Nos pusimos todos junto al marco de la puerta y, en un susurro muy débil, escuchamos las primeras palabras del Nonno:
—Otto… cuinze… dúeeee…
Nos quedamos en silencio. El Toño levantó una mano, para que siguiéramos escuchando. El Nonno, haciendo un grandísimo esfuerzo, dijo:
—cuarentaedó… vintichincue… chinquanta… lotto.
El Jeremías, como si entendiera, anotaba todo en una libreta. Nosotros no pescábamos nada.
—¿Qué dice? —pregunté, asustada.
El Toño nos miró, muy serio.
—Que juguemos a la bonoloto: 8, 15, 2, 42, 25 y 50 —desinflado y triste.
—¡Es vidente! —gritó el Jeremías—. ¡Mi padre se ha convertido en vidente! Ahora mismo salgo a jugar, a ver si por lo menos se paga los medicamentos…
El Toño se levantó cejijunto, resignado.
—No vayas a ninguna parte, tío, que eso ya ha salido ayer —dijo el niño.
—¡Qué dices! —exclamó la Sofi.
—Esa combinación —detalló el Toño sin ganas— es la que ha salido ayer en la bonoloto… El abuelo nos atrasa un día.
—¡Qué suerte de mierda! —dijo el Jeremías quitándose el abrigo.
Nos volvimos todos a la cocina desencantados. Siempre, por hache o por be, llegamos tarde a las grandes fortunas.
Antes de salir apagamos la luz del cuarto al Nonno, para que pudiera descansar. El Toño se quedó en la penumbra, dando la mano a su abuelo atrasado. Mientras nos íbamos, oí al nene que le decía:
—Tranquilo, Nonno, no te hagas mala sangre… Ya te saldrá… ya te saldrá.
No entendíamos por qué venían tantos amigos del Toño a visitar al Nonno a la habitación hasta que la Sofi, que duerme en el cuarto de al lado, le fue con el cuento al padre, llorando como una magdalena.
—¡Papá! Antonio ha hecho un agujero en el armario del abuelito y les cobra a los amigos para que me vean las tetas cuando me desvisto…
¡Ay, la que se armó!
Hacía más o menos dos semanas que el Zacarías no perseguía al hijo por toda la casa para matarlo. Yo los miraba desde la cocina, y me di un poco cuenta de que mi marido ya no es el mismo animal sanguinario de antes. Le cuesta trabajo saltar las sillas que el Toño le deja por el camino. Respira mucho por la boca. Corre apretándose los riñones… Le cuesta mucho, incluso, insultar al hijo y lanzarle cosas al mismo tiempo.
El crío, a su vez, está en una etapa muy ágil de su vida. Además, como es un poco enano (pobre), se escabulle fácilmente y conoce rincones de la casa que el Zacarías, que es un vago, nunca ha pisado. Habrán estado unos quince minutos dando vueltas como dos locos. Casi me hacen una zanja en el comedor, porque en una de esas se empezaron a perseguir alrededor de la mesa blanca.
El Zacarías se habría cansado pronto, pero el Toño tuvo la mala suerte de resbalar con la cola del Cantinflas y cayó de morros al suelo. Y el padre, viendo que era entonces o nunca, se tiró en plancha y lo cogió del cuello.
—¿Es verdad lo que dice tu hermana? —le decía mientras le sacudía patadas en el culo—. ¿Es verdad lo que dice la Sofi? ¿Eh, es verdad lo que dice la niña?
Mi marido tiene una discapacidad para decir frases distintas mientras le pega a los hijos. No sé por qué le pasa eso, pero repite ochenta veces lo mismo. Siempre la misma frase. Su coordinación es: frase, patada; frase, patada; frase, patada, patada. Una especie de código morse de la prehistoria o algo así.
—¡Sí, sí, papá! —dice por fin el Toño—. Pero deja de pegarme, que te he contestado mil veces.
Entonces el Zacarías se detiene en seco, respira un poco, bebe un trago de agua del florero y pasa directamente a la parte pedagógica. Porque él siempre dice que después de una paliza hay que explicar por qué se da, pues de lo contrario puedes caer en el vicio de pegar por pegar.
—Óyeme bien, pichón de proxeneta —le dice, todavía jadeando—: si no le das ahora mismo la mitad de la pasta a tu hermana, lo que estás haciendo está mal, es delito. ¿Me entiendes, chorizo?
—¿La mitad? —se queja el Toño, llorando y abriéndose la cabeza con las manos por inercia—. La mitad es mucho… El taladro para hacer el agujero en la pared me ha costado un dineral, y los panfletos que decían «mi hermana por cinco euros» no se han impreso solos, eh… Yo puse casi todo.
—¡Pero yo he puesto las tetas, tarado! —dice la Sofi—. ¡Las tetas son mucho más importantes que el taladro!
—¿Tú no te das cuenta de que si no le das la mitad de la ganancia es delito? —dice el Zacarías, cada vez más calmado.
—¿Y si le doy la mitad, qué es? —pregunta el Toño.
—Entonces la cosa ya cambia —dice el Zacarías, y le pregunta a la Sofi—: ¿Tú estás llorando porque los amigos de éste te han visto las tetas o porque tu hermano se ha beneficiado?
—Yo lloro porque el Toño ahora tiene pasta.
—¿Lo ves? —le dice el Zacarías al hijo—. La próxima le avisas a tu hermana antes de hacer esas cosas, tonto del culo…, y después le das la mitad de las ganancias para que no me venga con el cuento. Si tú sin ella no podrías hacer nada…
—¡Claro, y yo soy gilipollas! ¿Y si lo empieza a hacer ella sola y me deja sin el negocio? —dice el Toño.
—Si lo hiciera ella sola la mato por puta —explica el Zacarías—. ¿No entendéis que os necesitáis?
—¿Entonces si lo hacemos juntos ya no sería un delito? —pregunta el Toño, masajeándose la parte del culo donde recibió la patada más fuerte.
—Exacto… Así sería un negocio, que es un delito en el que todos están de acuerdo —dice el padre—. Y los negocios no están ni bien ni mal, mientras no se mate a nadie.
—¿Pero entonces sería legal? —pregunta la Sofi.
—Más o menos. Para que sea legal, así con todas las letras, entre los dos le tenéis que dar el quince por ciento a la autoridad competente.
—Que vendrías a ser tú… —adivina la Sofi, cada vez más interesada en la macroeconomía.
—En este caso sí. Pero no porque yo quiera, ¡cuidadín!, sino porque vosotros estáis en mi jurisdicción. Y la pared que ha roto el Toño la tengo que arreglar yo después…
Entonces ya no aguanto más y exploto:
—¡Zacarías! —le grito desde la cocina—. ¡Que te estoy oyendo! ¿Qué coño le estás explicando a las criaturas, infeliz?
Se quedan los tres callados un segundo.
—¿Y mamá quién sería? —pregunta el Toño.
—¿Tu madre? —dice el Zacarías, resignado—. Tu madre es la Conferencia Episcopal.
Nunca he visto a un hombre tan apagado, tan poquita cosa, como el Zacarías desde que llegó su hermano al barrio. No es que sean el agua y el aceite… Es que son el agua podrida y el aceite de oliva virgen. Lo mejor y lo peor de la raza. Y lo más triste es que el pobre se da cuenta. Se mira, en el espejo deforme de su hermano, y ve lo que pudo haber sido y no fue.
—¿Lo ves? —me dice, mientras desayunamos en la cocina—. Mira a la Sofi cómo se ríe, cómo le festeja las gracias al estúpido… A mí mi hija nunca me festeja las gracias…
—¿De qué gracias hablas, Zacarías? Si la última vez que le has hecho un chiste a la Sofi fue cuando nació, que la tiraste a la piscina desde el techo del polideportivo…
—Eso no fue un chiste, fue un experimento —me explica, y se queda, nostálgico, mirando hacia el patio, donde el Jeremías y sus sobrinos no paran de reírse y jugar.
Para más inri, el Nonno, desde que escuchó la voz de su hijo pródigo, ha empezado a pestañear. Según el Toño, nos quiere decir algo con el pestañeo, pero (siempre siguiendo la teoría del niño) «vosotros no lo entendéis porque parpadea en italiano». Pero el tema es que hasta don Américo parece más alegre desde que llegó el Jeremías. Y eso a mi marido le patea el hígado.
Me da un poco de pena, porque yo tampoco soy insensible; pero la verdad es que el Zacarías no es lo que se dice un padre alegre. El problema es que con el Jeremías en casa (tan parecidos como eran en la juventud) las diferencias se notan mucho. Son como un boli Parker y un boli Bic. Se puede escribir con los dos, pero te sale la letra más bonita con el de punta fina.
El hombre estuvo todo el domingo así, arrastrando los pies por la casa con cara de perro triste. Cada vez que levantaba la vista, veía a su hermano llevando en su coche descapotable al Toño, comprándole ropa de marca a la Sofi o conversando de filosofía con el Nacho.
—Estoy un poco fondón, ¿no es verdad? —me dice a la hora de la siesta mirándose en el espejo—. Y un poco calvo también.
—¿Comparado con quién? —le digo yo, hurgándole en la herida.
—Con quién va a ser… —me dice—. Con el innombrable. Tiene un año menos que yo, y parece mi hijo. Tiene pelo por todas partes, y la barriga como un Toblerone… Se le nota el costillar al hijo de puta.
—Pero ve, hombre, conversa con él un poco, no seas tan seco —le digo—. Pregúntale cómo hace para estar atlético, así por lo menos le das conversación. ¿No ves que está deseando que le hables? Es tu hermano, a fin de cuentas.
—¡Que le folle un pez! Yo me quedo aquí con mi barriga, y que él se quede ahí con su teléfono de última generación… Si en eso es en lo único que le puedo ganar.
—¿Tú, ganarle? —me sorprendo—. ¿En qué?
—En que yo tengo un hermano como Dios manda… Y él, en cambio, tiene un hermano hecho una mierda —se me queda mirando—. ¿En eso le gano, no?
—Visto así… —le digo, y me quedo mirando a los dos con un poco de pena.
De pena por mí.
El 2 de noviembre de 1999, a la corta edad de diecisiete años (que para un perro es como un siglo), dejó de existir nuestro amado Sumcutrule después de una corta dolencia, tras ser aplastado por un Citroën amarillo matrícula B-1384009, conducido por un hijo de puta que no se detuvo a socorrerlo. Desde entonces, cada 2 de noviembre, en nuestra casa reina el silencio, la congoja y la reflexión.
El más afectado, año tras año, es el Zacarías, que se levanta antes que nadie y va a buscar al garaje la maleta donde tenemos los restos del Sumcu. Es una especie de atáud móvil que mandamos hacer en la funeraria del Borja con una sentida inscripción en el frente y dos ruedecillas. Entonces el Zaca prepara el desayuno y empieza a despertar a toda la familia.
El Toño, que para cualquier otra cosa no se levanta ni con una grúa (menos en domingo), no opone nunca resistencia para dar este paseo, porque adoraba a su mascota. La Sofi viene a desayunar ya directamente llorando, porque también le afectó mucho la muerte del perro. Y yo, todo hay que decirlo, yo voy arrastrando los pies, con la cabeza gacha, porque los 2 de noviembre son todos grises y me traen recuerdos muy feos.
Desayunamos rapidito, y sin abrir la boca. ¿De qué vamos a hablar, si ya sabemos todo? Después nos vestimos más o menos decentemente y, ya en la puerta, vamos tirando hacia el parque a pie. Llevamos la maleta tres manzanas cada uno, procurando no ir nunca por aceras rotas sino por caminos lisos, para que el alma del Sumcutrule no sienta el traqueteo. De vez en cuando paramos en un árbol para que el chucho huela la tierra mojada y reconozca su territorio.
Cuando llegamos a la estación de servicio que está después de las vías, cogemos la calle larga, que está menos transitada. Antes íbamos por la avenida, pero pasaban muchos coches y nos gritaban cosas.
—¡Ahí va la familia Adams! —nos dijeron hace un par de años unos desaprensivos.
Y también una vez, un conocido del nene le gritó desde un Ford:
—¡Toño, deja de drogar a tu gente!
Insensibles que son; se ve que no han tenido perro.
La calle larga es más tranquila. Y aunque ya hay gente que sabe que los 2 de noviembre salimos con el perro en la maleta, son de esos vecinos tranquilos que lo único que hacen es salir a la acera y vernos pasar. Algunos nos saludan: «Adiooooos», con ese tono sentido de los pueblos pequeños. Otros, sabedores de que llevamos un gran dolor en el alma, se persignan en silencio y nos ven como lo que somos: un cortejo a pie.