Matadero Cinco (19 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Y cosas así.

Billy empezó a subir las escaleras interiores de su bella y blanca mansión.

Trout le hubiera seguido de buen grado, si su anfitrión se lo hubiera pedido. Billy se dirigió al cuarto de baño del piso superior. Estaba a oscuras. Entró y cerró la puerta con el pestillo. Palpó en la oscuridad y gradualmente, se fue dando cuenta de que no estaba solo. Su hijo también estaba allí.

—¿Papi…? —le llamó en la oscuridad.

Robert, el futuro Boina Verde, tenía entonces diecisiete años. A Billy le gustaba el muchacho pero no le conocía muy a fondo. Tenía la sospecha de que no había nada que conocer en Robert.

Billy encendió la luz. Su hijo estaba sentado en la taza del water, con los pantalones del pijama por debajo de las rodillas. Llevaba una guitarra que aquel mismo día le habían regalado. Todavía no sabía tocarla, y de hecho no llegaría a aprender nunca. Era de nácar rosado.

—Hola, hijo —dijo Billy Pilgrim.

Entonces se dirigió a su habitación, a pesar de que todavía quedaban invitados que atender en el piso de abajo. Se echó sobre la cama y enchufó los dedos mágicos. El colchón empezó a temblar, lo cual hizo salir a toda prisa de debajo de la cama a un perro. Era «Spot». Por aquel entonces, el viejo «Spot» todavía estaba vivo. El perro volvió a tumbarse en un rincón.

Billy pensó en el efecto que el cuarteto había ejercido sobre él y lo asoció con una experiencia que había vivido hacía ya mucho tiempo. No necesitó viajar por el tiempo hasta la experiencia pues la recordaba claramente. Sucedió de la siguiente forma:

Se encontraba en el almacén de carne, la noche en que Dresde fue destruida. Procedentes del exterior se oían unos ruidos parecidos a los pasos de un gigante. Era el estruendo que producían las bombas al estallar. Los gigantes caminaban y caminaban pero como el almacén de carne era un refugio muy seguro todo lo que lograban allí era provocar, de vez en cuando, una lluvia de cal. Con Billy sólo estaban los demás americanos, cuatro de los guardas se habían marchado en busca del calor de sus hogares, antes de que empezara el bombardeo. Todos morirían con sus familias.

Así fue.

Las muchachas que Billy había visto desnudas también morirían todas, dentro de un refugio mucho menos seguro situado en la otra parte de los establos.

Así fue.

De vez en cuando un guarda subía hasta el principio de las escaleras para observar lo que sucedía en el exterior. Después volvía a bajar y murmuraba algo a los demás guardas. Fuera caía una tormenta de fuego. Dresde se había convertido en una gran llama, una llama única que consumía todo lo combustible.

No pudieron salir del refugio hasta media mañana del día siguiente. Cuando los americanos y sus guardas aparecieron, el cielo estaba negro de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un paraje lunar. No quedaba nada, excepto lo mineral. Las piedras estaban calientes. Todos habían muerto.

Así fue.

Los guardas se apretujaron entre sí instintivamente, recorriendo el terreno con sus ojos. Iban mudando continuamente de expresión sin decir palabra, a pesar de que de vez en cuando abrían la boca. Parecían un cuarteto vocal en una película muda.

—Hasta siempre —podrían haber cantado—, mis viejos camaradas y compañeros; hasta siempre viejos amigos míos… Dios os bendiga…

—Cuéntame una historia —le pidió en cierta ocasión Montana Wildhack a Billy Pilgrim, en el zoo de Tralfamadore.

Estaban en la cama uno junto al otro y disfrutaban de intimidad, pues la lona cubría la cúpula. Montana llevaba seis meses embarazada y estaba gorda y rolliza. De vez en cuando exigía perezosamente algunos pequeños favores a Billy. No podía pedirle helados o fresas, claro, ya que la atmósfera exterior de la cúpula era cianhídrica y además los helados o fresas más cercanos estaban a millones de años luz. Pero si podía mandarle a la nevera, que estaba decorada con una pareja montada en una bicicleta, o bien, como ahora, le podía rogar:

—Cuéntame una historia, Billy, muchacho.

—Dresde fue destruida la noche del 13 de febrero de 1945 —empezó Billy Pilgrim—. Salimos de nuestro refugio al día siguiente…

Le habló a Montana de los cuatro guardas que, en su aturdimiento y dolor, se habían parecido tanto al cuarteto de cantantes. Le contó cómo habían quedado los establos, totalmente destrozados, sin tejados ni ventanas. Y también le explicó cómo encontraron por doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta de fuego. Y así sucesivamente.

Luego Billy le habló de lo que había sucedido con los edificios que se reflejaban en el horizonte como peñascos. Se habían derrumbado, la madera se había consumido y las piedras, al chocar unas contra otras, se habían partido hasta quedar convertidas en montones de ruinas.

—Parecía la Luna —dijo Billy Pilgrim.

Los guardas ordenaron a los americanos que formaran en fila de a cuatro y ellos obedecieron. Después les hicieron regresar a lo que había sido su hogar. El edificio estaba todavía en pie, pero no tenía ni ventanas ni tejado y en su interior no había otra cosa que cenizas y pequeños charcos de cristal fundido. Fue entonces cuando tuvieron conciencia de que no había ni agua ni comida, y de que los supervivientes, si querían continuar siéndolo, deberían recorrer una tras otra todas las colinas de aquella superficie lunar.

Y así lo hicieron.

Vistas a cierta distancia, las colinas eran bajas. Pero las personas que tuvieron que subirlas no tardaron en darse cuenta del error. El suelo se movía, estaba caliente, era poco estable. Debieron remover muchas ruinas para formar con ellas otras colinas más sólidas, pequeñas, sobre las que poder andar.

Durante el transcurso de la expedición que cruzó aquella luna, nadie dijo ni una palabra. No había nada que decir. Una cosa estaba bien clara: aparentemente todos, absolutamente todos los habitantes de la ciudad, habían muerto, y cualquier objeto que se moviera no representaba otra cosa que un defecto en el paisaje. En la Luna no había hombres.

Algunos aviones americanos atravesaron el espeso velo de humo para comprobar si algo se movía. Vieron a Billy y al resto del pelotón y les dispararon unas cuantas ráfagas. Pero no acertaron. Luego vieron a otras personas, en la orilla del río, y también les dispararon. Alguna bala dio en el blanco. Así fue.

Su idea era anticipar el fin de la guerra.

La narración de Billy terminaba a las afueras de Dresde, lejos del fuego y las explosiones. Al atardecer, los americanos y los guardas llegaron a una posada lista para recibir clientes. En la planta baja había una vela encendida, tres hogares que calentaban la estancia y mesas y sillas que esperaban a que alguien llegara. En el piso de arriba había camas, arregladas con su correspondiente cubrecama.

En el albergue sólo vivían un hombre ciego, su esposa, que era la cocinera, y sus dos jóvenes hijas, que trabajaban de camareras y doncellas. Toda la familia sabía que Dresde había desaparecido. Lo habían visto con sus propios ojos, todo fuego y más fuego, y comprendían que ahora se hallaban al borde de un desierto. Aun así habían abierto el albergue, lavado los pisos, dado cuerda a los relojes, encendido los hogares y esperado a que alguien llegara.

Pasaban muy pocos refugiados procedentes de Dresde. Pero los relojes cantaban su tic-tac, el fuego chisporroteaba y las velas goteaban cera indiferentes. De pronto alguien llamó a la puerta, y entraron cuatro guardas y un centenar de americanos prisioneros de guerra.

El hombre del albergue preguntó a los soldados si venían de la ciudad.

—Sí.

—¿Viene alguien más?

Entonces los soldados contestaron que por la difícil ruta que habían seguido no habían visto ni un alma viviente.

El posadero ciego
dijo
que los americanos podían pasar la noche en el establo, y que además les daría sopa, un poco de café y cerveza. Después les acompañó al lugar para oír cómo se acostaban en la paja.

—Buenas noches, americanos —les dijo en alemán—. Que duerman bien.

9

He aquí cómo Billy Pilgrim perdió a su esposa, Valencia.

Cuando estaba inconsciente en el hospital de Vermont, después del accidente de aviación en el monte Sugarbush, Valencia, enterada del accidente, fue de Ilium al hospital conduciendo el Cadillac familiar, modelo «El Dorado Coupé de Ville». Valencia había sufrido una fuerte crisis de histerismo cuando, con toda franqueza, le notificaron que Billy podía morir y que, si se salvaba, su vida podía quedar reducida a un estado puramente vegetativo.

Adoraba a su esposo. Mientras conducía lloraba y gemía tan desesperadamente que perdió la dirección en plena calle. Pisó los potentes frenos de su coche y un Mercedes se le echó encima. A Dios gracias nadie se hizo daño, puesto que ambos conductores llevaban abrochado el cinturón de seguridad. A Dios gracias. El Mercedes sólo perdió una luz de situación. Pero la parte trasera del Cadillac parecía el aparato reproductor masculino después de una noche ajetreada. Su chasis se asemejaba a la boca de un tonto de pueblo explicando que no sabe nada de nada. Los guardabarros se habían encogido. El parachoques tenía los extremos izados, como brazos levantados clamando «¡Hurra por el presidente!». Y el cristal retrovisor estaba hecho añicos.

El conductor del Mercedes salió y se dirigió hacia Valencia para ver si se había hecho daño. Ella, histérica, solamente balbuceaba cosas sobre Billy y el accidente de aviación. Luego volvió a poner su coche en marcha y reemprendió el camino, dejando tras de sí un montón de chatarra.

Cuando llegó al hospital la gente se apresuró a salir a las ventanas para ver de dónde procedía tal ruido. El Cadillac, con ambos tubos de escape rotos, parecía un bombardero aterrizando sobre un ala. Valencia paró el motor y entonces, auténticamente deshecha, se desplomó sobre el volante. El claxon empezó a sonar con insistencia. Un médico y una enfermera salieron corriendo para ver lo que sucedía. La pobre Valencia estaba inconsciente a causa del monóxido de carbono. Su tez era ya de color azul celeste.

Murió una hora después. Así fue.

Billy no lo supo hasta más tarde. Soñaba, viajaba por el tiempo, y cosas así, en aquel hospital tan lleno de enfermos que no le fue posible tener una habitación para él solo. Compartía su habitación con un profesor de historia de Harvard, llamado Bertram Copeland Rumfoord, al que no veía, ya que éste estaba rodeado de biombos de lino blanco sobre ruedas de goma, pero al que sí oía hablar consigo mismo continuamente.

Rumfoord tenía la pierna izquierda en tracción. Se la había roto esquiando. Ya había cumplido setenta años pero su cuerpo y su espíritu eran los de un hombre de mediana edad. Estaba en plena luna de miel con su quinta esposa cuando se fracturó la pierna. Ella se llamaba Lily. Lily tenía veintitrés años.

Más o menos a la misma hora en que se certificaba la muerte de Valencia, Lily entró en la habitación de Billy y de Rumfoord con los brazos cargados de libros. Rumfoord se los había hecho traer desde Boston. Estaba escribiendo un volumen sobre la historia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Todos los libros hablaban de bombardeos y batallas campales ocurridas antes de que Lilly
viniera al mundo
.

—Sigan sin mí, muchachos —decía Billy Pilgrim, en su delirio, en el momento de entrar la bella Lily en la habitación.

Ella era
go-go girl
cuando Rumfoord la conoció y resolvió hacerla suya. No había pasado de la escuela superior. Su coeficiente de inteligencia era 13.

—Me asusta —murmuró al oído de su esposo, refiriéndose a Billy Pilgrim.

—A mí me saca de quicio —dijo enojado Rumfoord—. Entre sueños no hace más que abandonar, rendirse, pedir excusas y rogar que le dejen solo.

Rumfoord era general de brigada retirado de la Reserva de las Fuerzas Aéreas, oficial historiador de las Fuerzas Aéreas, un verdadero profesor, autor de veintiséis libros, multimillonario de nacimiento y uno de los más grandes campeones de regatas de todos los tiempos. Sus libros más populares trataban del sexo o de hazañas deportivas de hombres de más de sesenta y cinco años. Ahora citaba a Theodore Roosevelt, a quien se parecía mucho:

—Me atrevería a crear un hombre mejor esculpiendo un plátano.

Una de las cosas que Rumfoord había pedido a Lily que le trajera de Boston era una copia del discurso del presidente Harry S. Truman anunciando al mundo que se había lanzado una bomba atómica sobre Hiroshima. Cuando ella le entregó el comunicado, Rumfoord le preguntó si lo había leído.

—No.

Lily no leía bien, y ésta fue una de las razones por las que abandonó los estudios antes de terminar en la escuela superior.

Rumfoord la hizo sentar inmediatamente y leer el escrito de Truman. Ignoraba que ella leyese tan mal. En realidad, sabía muy poco de ella, a excepción de que le serviría para demostrar públicamente que era un superhombre.

Así pues, Lily se sentó e intentó leer lo de Truman:

«Hace dieciséis horas, un avión americano lanzó una bomba en Hiroshima, importante base del Ejército japonés. Dicha bomba era más potente que veinte mil toneladas de TNT, y dos mil veces más fuerte que el "Grand Slam" británico, que era la mayor bomba utilizada en la historia de la guerra.

»Los japoneses empezaron la guerra desde el aire en Pearl Harbour. Ahora han sido doblegados con aviones. Y el final aún no ha llegado. Esta bomba representa un nuevo y revolucionario sistema de destrucción que elevará el creciente poder de nuestros ejércitos. Estamos produciendo gran cantidad de este tipo de bombas y preparamos otras aún más potentes.

»Es una bomba atómica. El máximo exponente del poder básico universal. El principio mismo que produce la energía. Y ha sido utilizado contra aquellos que osaron empezar la guerra en el Lejano Oriente.

»Antes de 1939 ya era aceptada por los científicos la posibilidad teórica de aislar la energía atómica. Pero nadie sabía la forma de llevarla a la práctica. Sin embargo, en 1942 supimos que los alemanes estaban trabajando denodadamente para encontrar la forma de aplicar la energía atómica a todas las máquinas de guerra. Esperaban, con ello, esclavizar totalmente el mundo. Pero fracasaron. Debemos agradecer a la Providencia el que los alemanes consiguieran las V-1 y V-2 con retraso y en cantidades limitadas, pero debemos agradecerle mucho más el que no consiguieran la bomba atómica.

»La batalla científica es, para nosotros, tan arriesgada como las batallas terrestres, marinas o aéreas. Y esta vez hemos ganado en el laboratorio, al igual que lo hicimos en los demás campos.

»Estamos preparados para arrasar de una forma rápida y completa la totalidad de las industrias japonesas, se encuentren donde se encuentren. Destruiremos sus muelles, sus fábricas y sus medios de comunicación. No habrá error alguno; destruiremos totalmente el potencial bélico japonés. Eso evitará…»

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