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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres

BOOK: Matahombres
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La esperada nueva aventura de Gotrek y Félix. Gotrek y Félix han vuelto, y su nueva aventura los lleva a encaminarse al norte para ayudar al Imperio en la guerra contra la inmunda invasión de las hordas del Caos. Al hacer escala en Nuln, se reencuentran con el ingeniero enano Malakai Makaisson, que contribuye al esfuerzo Imperial transportando cañones hasta el frente en su nave voladora, la Espíritu de Grungni. Sin embargo, se sucederán una serie de horrendos accidentes, que dejarán al descubierto una oscura trama de sabotaje. ¿Podrán nuestros héroes encontrar a los villanos a tiempo para salvar la situación?

Nathan Long

Matahombres

Las Aventuras De Gotrek Y Félix 9

ePUB v1.0

Arthur Paendragon
08.04.12

Título original:
Manslayer

Año de edición: 2007

Traducción: Diana Falcón

ISBN: 978-84-4803-654-6

Idioma: Español

Preámbulo

Esta es una época oscura, una época de demonios y de brujería. Es una época de batallas y muerte, y de fin del mundo. En medio de todo el luego, las llamas y la furia, también es una época de poderosos héroes, de osadas hazañas y de grandiosa valentía.

En el corazón del Viejo Mundo se extiende el Imperio, el más grande y poderoso de todos los reinos humanos. Conocido por sus ingenieros, hechiceros, comerciantes y soldados, es un territorio de grandes montañas, caudalosos ríos, oscuros bosques y enormes ciudades. Y desde su trono de Altdorf reina el emperador Karl Franz, sagrado descendiente del fundador de estos territorios, Sigmar, portador del martillo de guerra mágico.

Pero estos tiempos están lejos de ser civilizados. A todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde los caballerescos palacios de Bretonia hasta Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el estruendo de la guerra. En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo, las tribus de orcos se reúnen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos y renegados asuelan las salvajes tierras meridionales de los Reinos Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen de cloacas y pantanos por todo el territorio. Y, procedente de los salvajes territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los Dioses Oscuros. A medida que el momento de la batalla se aproxima, el Imperio necesita héroes como nunca antes.

«Continuamos hacia el norte, a través del paso del Fuego Negro, para pisar al fin el suelo del Imperio por primera vez en veinte años. Y aunque mi corazón cantaba por hallarse en la patria, la tierra que me había visto nacer vivía tiempos terribles, y me entristeció profundamente verla tan destrozada por el dolor y las privaciones.

Gotrek estaba ansioso por llegar a Middenheim y hallar su muerte en combate contra las grandes hordas del Caos, que, una vez más, habían descendido desde el norte para amenazar los territorios de los hombres. Sin embargo, este deseo suyo se vería frustrado porque, al pasar por Nuln, nos topamos con una vil y extensa conspiración destinada a destruir el latiente corazón del Imperio desde dentro, justo en el preciso momento en que su mayor enemigo lo atacaba desde fuera.

Mientras perseguíamos a estos inmundos villanos, ocurrió que Gotrek se encontró con un antiguo amigo, y yo con un antiguo amor, y nunca dos reuniones han podido ser más diferentes: la de Gotrek fue afectuosa y fortuita, mientras que la mía fue dulce a la vez que más dolorosa de lo que soy capaz de expresar.»

De "Mis viajes con Gotrek", vol. VII,

Por herr FÉLIX JAEGER (Altdorf Press, 2528)

Capítulo 1

—¡Por la dorada barba de Sigmar, hermano! —gritó Otto—. ¡No has envejecido ni un día!

—Eh… —dijo Félix, mientras el mayordomo de Otto le cogía la espada y la vieja capa roja, y cerraba la puerta delantera, dejando fuera los cálidos rayos del sol de una mañana de finales de verano.

A Félix le habría gustado corresponder al elogio de su hermano, pero, al mirarlo de arriba abajo, las palabras se le atascaron en la garganta. El cabello de Otto, en otros tiempos rubio, se había retirado de su cabeza, y el pelo que le cubría el mentón —o, mejor dicho, los mentones— se le había vuelto plateado. Y aunque iba exquisitamente vestido con ropa confeccionada a la perfección en terciopelos y brocados, el mejor sastre del mundo no podría haber ocultado la prodigiosa hinchazón de su vientre.

Otto avanzó cojeando, apoyado en un bastón con empuñadura de oro, y le sacudió a su hermano de los hombros una parte del polvo del camino. «¡Dioses!, ya camina con bastón», pensó Félix.

—Y veo que tampoco has madurado en lo más mínimo. —Otto rió entre dientes—. La misma capa harapienta. Los mismos calzones remendados. Las mismas botas agrietadas. Pedazo de vagabundo, pensaba que ibas a encontrar la fortuna.

—La he encontrado —replicó Félix—. Varias veces.

Otto no lo escuchaba. Le hizo un gesto al mayordomo, que arrugaba la nariz con desagrado mientras colgaba la capa de Félix a un lado del vestíbulo de entrada.

—¡Fritz! —lo llamó—. ¡Lleva vino y carne fría al estudio!

Le hizo un gesto a Félix con una regordeta mano, y echó a andar pesadamente por el corredor revestido de paneles de madera de cerezo, hacia el fondo de la casa.

—Ven, hermano. Esto requiere una celebración. ¿Te quedarás a almorzar? Annabella… Recuerdas a mi esposa, ¿verdad? Estará interesada en volver a verte.

Félix lo siguió. El estómago le gruñó ante la sola mención de comida.

—¿Almorzar? Gracias, hermano. Eres muy generoso.

Había sido un viaje regido por la escasez el que habían realizado desde Karak-Hirn, subiendo por los salvajes territorios de los Reinos Fronterizos para atravesar luego el paso del Fuego Negro, continuar por el Antiguo Camino de los Enanos, adentrarse en Averland y seguir hasta Nuln. En esos tiempos de guerra, incluso la panera del Imperio había sido completamente despojada, ya que todo el trigo, la lana y el vino habían sido enviados al norte para aprovisionar al ejército que luchaba para detener a las invasoras hordas de Archaon. También los hombres se habían marchado al norte, a veces a regañadientes. Cuando él y Gotrek habían subido a bordo del barco fluvial Leopold, en los muelles de Loningbruck, para realizar el largo descenso por el Reik Superior hasta Nuln, Félix había visto compañías de miserables muchachos de granja, con la cara chupada, que esperaban sentados sobre las mochilas, todos pertrechados con lanzas, arcos y uniformes baratos que lucían los colores de sus señores. Fornidos sargentos con petos muy gastados los vigilaban como si fueran prisioneros, para asegurarse de que ninguno se escabullía antes de que llegaran las gabarras que los llevarían al norte. Ante ese espectáculo, Félix había sacudido la cabeza. ¿Cómo era posible que aquellos muchachos carentes de entrenamiento, la mayoría de los cuales no habían salido nunca de su pueblo, pudieran rechazar al poder sobrenatural de los innumerables ejércitos de los Desiertos del Caos? Y sin embargo, lo habían hecho durante siglos.

—Bueno, hermano —dijo Otto, que se sentó ruidosamente en un sillón de cuero de respaldo alto que se hallaba junto a la ventana abierta del opulento estudio, por la que entraba el sol; desde el jardín les llegaba el alegre zumbido de las abejas—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Félix suspiró al sentarse en el sillón de enfrente. Se sintió como si se hundiera en una nube de cuero. ¡Por Sigmar! Había olvidado que existían lujos semejantes. Sonrió torcidamente para sí. Podía ser que estuvieran en plena guerra y rodeados de privaciones, pero uno siempre podía confiar en que Otto sacaría beneficios. En ese aspecto era exactamente igual al padre.

—No he llevado la cuenta —dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que los hombres rata atacaron Nuln?

—¿Hombres rata? —dijo Otto, que alzó la vista hacia el mayordomo que depositaba vino, carne y caprichosos pasteles sobre la mesa que había entre ellos—. Hombres bestia, querrás decir. Eso fue hace veinte años.

Félix frunció el entrecejo.

—¿Los que salieron de las cloacas, destruyeron el Colegio de Ingeniería y propagaron la plaga y la destrucción? Ésos eran hombres rata.

Otto rió entre dientes.

—Sí, sí. Leí tu libro cuando llegó de la imprenta. Muy entretenido. Pero lo cierto es que no era necesario adornar la verdad. Los hombres bestia ya eran bastante malos. —Bebió un sorbo de vino—. Se vendió muy bien durante un tiempo, por cierto, igual que los otros.

Félix se quedó boquiabierto, olvidada la absurda insistencia de Otto en que los hombres rata eran hombres bestia.

—¿Tú…, tú publicaste mis diarios? Pero…

Otto sonrió, y sus ojos casi desaparecieron tras los redondos mofletes.

—Bueno, no querías aceptar mi dinero, y yo tenía la estúpida idea de que no ganarías mucho por tu cuenta. —Le dirigió otra mirada divertida a la desgastada ropa de Félix—. Así que asumí la responsabilidad de proporcionarte dinero para la vejez. Annabella los leyó a medida que nos los enviabas, y pensó que eran bastante buenos. Mentiras absolutas, por supuesto, demonios, dragones, vampiros y yo qué sé qué más, pero son justo el tipo de historia de taberna que se vende en estos tiempos. Ciertamente, tuvo mucho más éxito del que jamás ha tenido tu poesía. —Cogió un pastel—. Guardé los beneficios obtenidos, por si regresabas algún día. Por supuesto, tuve que deducir los costes de Imprenta y demás.

—Por supuesto —murmuró Félix.

—Pero creo que, a pesar de todo, ha quedado una buena suma, suficiente para que un hombre de tu…, eh…, naturaleza frugal pueda mantenerse durante un tiempo, diría yo.

Félix sintió que la sangre le inundaba las mejillas. Una parte de él tenía ganas de levantarse del sillón de un salto y estrangular a Otto por su presuntuosidad y condescendencia. ¿Cómo se había atrevido? A menudo, Félix había pensado en publicar los diarios —convertirlos en libros—, pero quería hacerlo cuando se hubiera establecido, cuando tuviera tiempo para releerlos adecuadamente, verificar los hechos, comparar notas con otros hombres de cultura. Había pensado en convertirlos en tratados eruditos sobre los territorios, las culturas y los monstruos con que se habían encontrado él y el Matador, no en una serie de horrendos melodramas baratos. ¡La gente pensaría que él era un escritorzuelo! Por otro lado…, ¿una buena suma? Ciertamente, era algo digno de ser considerado. Enrolló una loncha de jamón y se la metió en la boca. ¡Por Sigmar, qué bueno era! Sorbió vino. ¡Cielos!

—¿Cuánto es, exactamente, una «buena suma»?

Otto agitó una mano.

—¡Ah!, no lo sé. Hace años que no miro esos libros. Pásate por la oficina esta semana, y veremos…

—¿Padre? —dijo una voz desde el corredor.

Félix volvió la cabeza. En la puerta del estudio había un alto joven rubio, de cara delgada y seria. Llevaba una pila de libros bajo un brazo, y vestía el ropón y el casquete de los estudiantes universitarios.

—¿Sí, Gustav? —preguntó Otto.

—Esta noche iré a la reunión de la sociedad de debate de Verena. Puede que vuelva tarde.

—Muy bien. Enviaré a Manni con el carruaje para que te espere.

Gustav hizo una mueca. Parecía tener unos diecisiete años, tal vez dieciocho.

—No necesito el carruaje. Puedo volver muy bien a casa por mi propia cuenta.

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