Matahombres (14 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matahombres
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—¡Despierta, Félix!

Un agudo dolor en una mejilla le hizo abrir los ojos. Media docena de lanzas y espadas avanzaban para clavársele. El gritó, dio un desesperado salto atrás, chocó contra uno de los postes de madera que daban soporte al altillo, y el golpe lo dejó sin aliento.

A su izquierda, Ulrika le gritó mientras atravesaba a un atacante y derribaba a otro al suelo de un codazo.

—¡Cuidado! —le advirtió—. El mago intenta hechizarnos.

Félix gruñó, furioso ante aquella violación. ¡Su mente era sólo suya! Renovó los ataques, mientras le lanzaba miradas feroces al hechicero enmascarado.

En lo alto se oyó un redoble de detonaciones. Los hombres gritaron. Félix sintió que un dolor caliente le laceraba el cuello. Miró hacia arriba. Los fusileros del altillo les habían disparado. Habían herido a algunos de sus propios compañeros, pero también Gotrek y Ulrika habían resultado tocados. Gotrek tenía una rozadura que sangraba justo encima de una oreja, y Ulrika se llevaba las manos al pecho.

—¡Cobardes! —rugió Gotrek—. ¡Bajad aquí y pelead!

Dirigió un tajo hacia uno de los postes de apoyo del altillo, y lo cortó en dos a la primera. La plataforma crujió y se hundió en el centro. Un saco de harina se deslizó de una pila y fue a caer en medio de la refriega, donde golpeó a uno de los agitadores en la cabeza. Gotrek se encaminó hacia el otro poste, abriendo un surco entre los atacantes con el hacha.

—¡Gotrek, no! —le gritó Félix.

Pero ya era demasiado tarde. Con un feroz tajo de revés, Gotrek partió el segundo poste.

—¡Corred! —rugió Félix, y embistió a los enemigos que tenía delante para intentar apartarse.

Los hombres gritaron y recularon, tropezando unos con otros mientras los tablones y las vigas del altillo se curvaban y partían por encima de ellos. Ulrika se movía con gracilidad entre la masa de enemigos. Gotrek reía como un maníaco, apartando a los hombres a empujones y sonriendo por encima del hombro.

Con un estruendo de madera partida, el altillo cedió de repente. La parte frontal cayó con fuerza en medio de una lluvia de hombres, fusiles, barriletes, toneles de agua y sacos de harina; atravesó el viejo suelo del almacén, cuyos soportes derribó, y el cañón, las balas de cañón y los cajones de balas de fusil se precipitaron al piso de abajo. Los tablones del suelo se inclinaron pronunciadamente bajo los pies de Félix, que intentaba escapar, y de pronto él, Gotrek, Ulrika y todos los hombres que los rodeaban resbalaron hacia atrás a través del agujero y aterrizaron sobre los montones de escombros de abajo. Félix cayó con un hombro —otra vez el mismo— contra una esquina de una caja de madera que contenía fusiles y estaba enterrada bajo una gimiente pila de cuerpos que se agitaban y tosían. En torno a él, por todas partes, los hombres gritaban órdenes y preguntas. Por las proximidades, Gotrek reía para sí mismo como un demente.

Con manos y codos, Félix se abrió camino hasta la superficie. No veía nada. Una sofocante nube de polvo lo ocultaba todo.

Ulrika salió de un montículo y empujó un cuerpo a un lado. Estaba cubierta de polvo, cosa que hacía que sus ropas negras pareciesen tan blancas como su piel. Escupió.

—Bien hecho, Matador. Bien hecho.

—¡Acabad con ellos! —sonó, en lo alto, la voz del hechicero—. Matadlos. —Comenzó a salmodiar otro hechizo. Félix maldijo e intentó fortalecer la mente.

En torno a él, los hombres empezaban a alzarse sobre las rodillas y buscaban a tientas las armas, y la capa de polvo les confería la apariencia de una extraña tribu de nieve que marchara a la guerra. Se volvieron, vacilantes, hacia Gotrek, Félix y Ulrika, y gimieron al atacarlos. La mujer vampiro asestó tajos a su alrededor y mató a todos los que se pusieron a su alcance, para luego ayudar a Félix a levantarse. Él barrió el aire con la espada a derecha e izquierda. Sentía cada parte del cuerpo vapuleado y contuso. La espada le pesaba como si fuera un cañón. ¡Por Sigmar, qué pesada era! Apenas podía alzarla del suelo, y mucho menos bloquear con ella. Junto a él, Ulrika estaba teniendo los mismos problemas y perdía el equilibrio con cada barrido del estoque. Los oponentes no tenían las mismas dificultades.

—¡Brujería! —maldijo Ulrika, e intentó trepar por el suelo inclinado hacia el hechicero. Una lanza se adelantó para hacerla tropezar, y la mujer kislevita resbaló de vuelta al piso inferior.

Un hombre quedó partido en dos delante de Félix, y Gotrek pasó entre los dos pedazos, con una mirada feroz fija en el brujo enmascarado.

—¡Ya basta de alborotar! —le gritó; recogió de entre los escombros una bala de cañón del tamaño de un melón y se la lanzó al mago.

El hechicero chilló y se agachó, pero no con la rapidez suficiente. La bala de cañón le rajó un costado de la cabeza como si fuera una cáscara de huevo, y el hombre cayó al agujero, tan laxo como una muñeca rellena de serrín.

De inmediato, la espada de Félix volvió a ser ligera, y acometió a los enemigos con renovadas energías. Ulrika hizo otro tanto.

Mientras luchaban, el polvo del aire fue asentándose y los contornos de la sala donde estaban se hicieron más claros. El montículo sobre el que estaban era una sangrienta mezcla traicionera. Del desorden de maderos partidos, fusiles dispersos, balas de cañón y sacos de balas de fusil, emergían extremidades ensangrentadas y cabezas partidas. El cañón de cubierta había inmovilizado a media docena de hombres, que se debatían bajo él como insectos aplastados. Los alaridos eran insoportables.

Figuras furtivas salían por arcadas umbrías situadas en los límites de la sala, y por el lado opuesto…

Félix se quedó petrificado, y por eso estuvo a punto de ser herido en una rodilla por una hacha. Cuando el aire se aclaró más y se hizo visible lo que había al otro lado de la sala, retrocedió con paso tambaleante.

—¡Que Sigmar nos libre! —dijo con voz estrangulada.

Gotrek y Ulrika apartaron los ojos de sus respectivos combates. Gotrek gruñó; Ulrika, también.

Al principio parecía un árbol retorcido que creciera sobre un altar de piedra, y del cual colgaran cuerpos, pero luego Félix vio que el árbol era una escultura —al menos esperaba que lo fuera—, hecha enteramente de cuerpos, de una gigantesca deidad con cabeza de pájaro, de cuyas cuatro manos extendidas colgaban cuatro cuerpos atravesados por garfios. Los huesos de la escultura eran humanos —huesos de piernas, brazos y caderas, cráneos y costillares—, todos fusionados como si los hubieran fundido en un horno. La construcción no seguía orden alguno. Cada brazo y cada pierna estaban hechos de centenares de huesos cogidos al azar —cráneos y costillas, peronés y tibias—, todos decorados con volutas de oro batido. La cabeza del ser era larga y estrecha, y acababa en una punta que parecía un pico. Dos cráneos bañados en oro hacían las veces de ojos. Docenas de huesos de dedos —aún unidos a las esqueléticas manos— eran sus dientes. Dentro de las cuencas oculares de los cráneos brillaba una enfermiza luz verdosa.

La misma luz le bañaba el torso, una jaula ovoide formada por huesos entramados como un encaje. Dentro de la jaula había algo…, algo que se retorcía y contoneaba. Los cuerpos que pendían de las manos se mecían como pesados frutos.

Félix se estremeció de terror. Al parecer, los hermanos de la Llama Purificadora no eran meros agitadores.

Capítulo 7

—Estúpidos —gruñó Gotrek, mientras mataba a dos hombres.

—Embaucados por el Caos —asintió Ulrika, y ensartó a otro.

—¡No deben salir de aquí! —dijo una voz nueva desde lo alto—. ¡Matadlos, transformados! ¡Matad a los impíos!

Félix miró a su alrededor. «¿Transformados?»

Las figuras que salían por las puertas del templo rugieron y cargaron, trepando por encima de la montaña de escombros y manoteando con las garras a sus compañeros. Félix daba respingos al luchar contra ellos. Era como si los estuviera mirando a través de cristales distorsionados. Tenían las extremidades estiradas y curvadas, la cabeza ladeada y colgando de un cuello alargado. En la piel les crecían monstruosos bocios y bultos. Algunos tenían extremidades de más: brazos cortos y gruesos, tentáculos o zarpas que les nacían del torso. Otros presentaban bocas y ojos donde no deberían haberlos tenido.

Pero detrás de ellos había cosas peores. Los cuerpos que pendían del dios de hueso se animaron y se descolgaron de los ganchos para dejarse caer, como gatos, al suelo. Lo que había dentro de la jaula de hueso se desenroscó y deslizó a través de un agujero que había cerca de la pelvis. Era un ser rosado, ciego y fétido, pero tenía zancudas patas de araña que lo llevaron con rapidez hacia la lucha, así como un enrollado probóscide flexible de mariposa.

Esos nuevos soldados avanzaron por detrás de sus deformes hermanos. A Félix se le revolvió el estómago al clavar la espada en la esponjosa cabeza de un hombre que tenía escamosos dedos de siete articulaciones. Detestaba enfrentarse con mutantes. Resultaba difícil pelear contra algo por lo que uno sentía lástima. Era como matar a alguien que tenía la plaga, una tarea necesaria, pero que le partía el alma. No todos los mutantes se habían enredado en las artes oscuras. En algunos casos, las mutaciones simplemente se producían, y no había nada que ellos pudieran hacer para remediarlo. Y cuando tenían lugar, la revulsión de familiares y amigos, y la persecución de los cazadores de brujas los impulsaban hacia el subsuelo en busca de sus iguales. No era de extrañar que gravitaran hacia los cultos de los Poderes Malignos. Eran los únicos que recibían con los brazos abiertos a ese tipo de criaturas, los únicos que les daban cobijo y les prometían un futuro.

Ahí estaba el problema. Resultaba difícil matar a un hombre cuando, en sus mismas circunstancias, uno podría haber seguido el mismo camino que él. Por supuesto, resultaba mucho más fácil cuando el hombre intentaba arrancarle a uno las entrañas con una boca llena de dientes de víbora, pero, aun así, a Félix no le gustaba hacerlo.

Ni Gotrek ni Ulrika parecían tener reparos de ninguna índole. Gotrek estaba de pie en la parte posterior del cañón caído y mataba a cualquiera que se pusiera a su alcance, mientras le rugía al ser de la jaula de hueso que fuera a probar su hacha. Partió de la cabeza a la entrepierna a un mutante con piel de langosta marina. Los cuatro hombres que habían estado colgados de la estatua saltaron a ocupar su lugar. Parecía que los habían desollado, ya que los músculos desnudos brillaban, rojos, y sangraban sin parar.

Ulrika giraba como un borrón negro y gris, del cual salía disparado el rayo plateado de su espada, y los mutantes morían en torno a ella. Un hombre saltó sobre la kislevita desde el almacén de arriba, e intentó asestarle una puñalada en el pecho. Ella lo cogió por la muñeca y se lo quitó de encima de la espalda, para luego clavarle los aguzados colmillos en el cuello y arrancarle un bocado de carne y venas en medio de una fuente de sangre.

Félix giraba como un loco; cercenaba una mano con garras aquí, se agachaba para evitar un puño con cuernos allá, y luego destripaba a un hombre de piel translúcida. Un tentáculo se enroscó en torno a su tobillo izquierdo. Le dirigió un tajo, pero ya era demasiado tarde. Le hizo perder el equilibrio de un tirón, y cayó con tanta fuerza contra un saco de balas que siseó de dolor. Un ser con patas prensiles de mantis y una cara como de cera derretida le saltó sobre el pecho. Lo derribó con los brazos y luego intentó golpearlo con la espada, pero el tentáculo que aún tiraba de él hizo que fallara.

Bajó la mirada. El tentáculo pertenecía a una mujer que iba vestida como una ramera de Las Chabolas, y salía por debajo de la blusa corta que llevaba. Félix se estremeció ante la implicación de aquello. La mujer alzó manos como dagas y se lamió los labios mientras lo atraía hacia sí.

De repente, se produjo un destello de acero y la cabeza de la ramera rodó de sus hombros en medio de una fuente de sangre. Rebotó en el suelo y el tentáculo quedó laxo. Félix alzó la mirada. Ulrika le sonreía afectadamente.

—Por si acaso tienes alguna compunción respecto a matar a una señora —dijo.

El ser con patas de mantis la atacó por detrás. Ulrika avanzó con paso tambaleante, gruñendo, y el monstruo saltó hacia ella como una pulga. Aún tendido de espaldas, Félix lo destripó en medio del salto con una estocada ascendente, y el mutante cayó sobre él, muerto.

Ulrika se lo quitó de encima de una patada; luego, cogió a Félix de una mano y tiró para ayudarlo a ponerse de pie, mientras mantenía a distancia a otros tres. La fuerza de la mujer vampira era atemorizadora.

—Gracias —dijo.

—Lo mismo te digo —respondió Félix, y volvió a la refriega.

El poeta sentía un cosquilleo en la mano que ella le había agarrado. Sus pensamientos volaron por propia voluntad hacia otras ocasiones en que se habían tocado. Luchó contra esos pensamientos con la misma desesperación con que luchaba contra los mutantes.

Los hombres desollados estaban muertos, pero su pegajosa sangre empapaba a Gotrek y, mientras Félix observaba, parecía coagularse y enlentecer los movimientos del Matador.

La araña fetal avanzó y se lanzó hacia Gotrek. Con una velocidad tal que el ojo no podía seguirla, la enroscada lengua se estiró y estocó. El Matador intentó bloquearla con el hacha y erró, estorbado por la sangre que se secaba con rapidez, y a continuación retrocedió con paso tambaleante, con un agujero como un disparo de bala en el brazo derecho. Rugió de dolor.

Félix le hizo un gesto a Ulrika.

—¡Vamos!

Avanzaron, luchando, para protegerle los flancos a Gotrek y contener a los mutantes de la derecha y la izquierda, mientras él acometía al arácnido con una andanada de tajos de hacha y la sangre coagulada saltaba de su cuerpo como polvo de ladrillo. Ni un solo tajo dio en el blanco. Las patas de araña de la criatura parecían tener la capacidad de flexionarse para apartar el torso del camino del arma en un abrir y cerrar de ojos. Gotrek intentó cortarle una pata, pero la criatura la apartó rápidamente y retrocedió, montículo abajo.

El Matador maldijo, frustrado, y abrió los brazos de par en par para romper más zonas de sangre coagulada.

—Ya está. Prueba ahora.

La criatura volvió a atacar, y adelantó el hocico fino como una aguja hacia el corazón de Gotrek. La mano libre del Matador se transformó en un borrón para atrapar la púa por la carnosa base. El feto de araña chilló como un recién nacido e intentó soltarse. Gotrek lo sujetó con fuerza, riendo, y descargó el hacha en el centro del cuerpo informe de la criatura, que se desintegró en una explosión de gélida carne rosada.

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