Matar a Pablo Escobar (5 page)

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Authors: Mark Bowden

BOOK: Matar a Pablo Escobar
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Un joven piloto de Medellín conocido por su alias,
Rubín,
cuyas habilidades lo condujeron directamente al boyante negocio de la cocaína, conoció a Pablo por primera vez en 1975. Rubin pertenecía a una buena familia adinerada que lo había enviado a estudiar a Estados Unidos. Había obtenido su licencia de piloto en Miami, y hablaba un inglés fluido. Cuando algunos de sus amigos, los hermanos —Ochoa Alonzo, Jorge y Fabio— comenzaron a enviar cocaína al norte, Rubín formó filas con ellos. Poco tiempo después, ya compraba y vendía pequeñas avionetas en Miami y reclutaba pilotos para realizar los vuelos rasantes con los que se evitaba los radares. Contrariamente a Pablo v .1 los suyos, ni Rubin ni los hermanos Ochoa eran matones profesionales, sino más bien
playboys,
vividores, jóvenes de familias relativamente bien educadas que se creían listos y en la onda. Casi de inmediato, también se convirtieron en hombres ricos.

No fue un genio para los negocios ni en los contactos con los bajos fondos del crimen antioqueño, pero su elegancia lo capacitaba para comerciar y transportar. Aquellas ovejas negras se sentían en su elemento dentro de los círculos sociales privilegiados que los compradores norteamericanos frecuentaban. Rubin parecía haber sido hecho a medula para esa tarea, era bien parecido, desconocía el miedo y, como si eso fuera poco, era elegante. Su jefe por aquel entonces era un empresario de Medellín de nombre Fabio Restrepo, uno de los primeros capos paisas. En 1975, Restrepo ya reunía cargamentos de cuarenta a sesenta kilos una o dos veces al año, y el precio de un kilo en Miami superaba los cuarenta mil dólares. Cuando hay tanto dinero ilegal de por medio, siempre aparecen los tiburones.

Originalmente, Pablo se puso en contacto con Jorge Ochoa para venderle a Restrepo una cantidad de mercancía pura. Rubin acompaño a Jorge a un pequeño apartamento en Medellín, donde fueron recibidos por un hombre regordete, bajo y de cabello rizado en un mechón sobre la frente, que se paseaba ufano junto a ellos, grotescamente, como el típico maleante callejero. Llevaba un polo azul que le quedaba grande, vaqueros vueltos y zapatillas de deporte blancas; por otra parte, el apartamento de aquel tipo era una pocilga en el que había basura y ropa sucia desparramada por todos lados. Para aquellos dos acomodados dandis, Pablo no era más que un gorila local, y los catorce kilos que el tipo tenía guardados en el cajón de una cómoda, un asunto de poca monta. Rubin y Jorge Ochoa le compraron los catorce kilos y siguieron su camino pensando que el trato no había sido nada del otro mundo, hasta que Restrepo, el jefe que Rubin representaba, aparece asesinado dos meses después. Fue un duro golpe, ¡alguien lo había matado sin más! Y como por arte de magia apareció un nuevo jefe que se hizo cargo del negocio de la cocaína en Medellín. Tanto Rubin como los hermanos Ochoa se sorprendieron de que tras la muerte de Restrepo estuvieran trabajando para Pablo Escobar. No había manera de probar que hubiera ordenado la muerte de Restrepo, pero a Pablo tampoco parecía molestarle que otros llegasen a esa conclusión. Los
playboys
traficantes habían subestimado al matón callejero. El camello sin clase que hacía tratos de poca monta se había hecho un lugar en el negocio brutal y eficientemente.

«No existe ni un solo aspecto de! negocio que fuera creado, diseñado o promovido por Pablo Escobar —explica Rubin—. Era un gánster, puro y duro. Todos, desde el principio, le temían. Incluso después, cuando ya se consideraban amigos suyos, seguían temiéndole.»

En marzo de 1976, Pablo contrajo matrimonio con María Victoria Henao Vellejo, una curvilínea quinceañera de cabellos oscuros. La muchacha era tan joven que Pablo debió procurarse una dispensa especial del obispo (venia que podía obtenerse por una módica suma). A la edad de veintiséis años, Pablo iba de camino a hacer realidad sus sueños: casado, rico y, aunque no respetado, al menos temido por todos. Pero su meteórico ascenso también le granjeó enemigos poderosos. Uno de ellos dio un soplo al DAS, el Departamento Administrativo de Seguridad, y a los dos meses de la boda arrestaron a Pablo, a su primo Gustavo y a otros tres hombres, cuando regresaban de entregar un cargamento de cocaína en Ecuador.

Pablo ya había sido arrestado con anterioridad y había cumplido condena en la cárcel de Itagüí en su adolescencia; y luego, más tarde, en 1974, al ser descubierto en un automóvil Renault robado. En ambas ocasiones había sido declarado culpable y condenado a varios meses de reclusión. Pero esto era mucho más serio. Los agentes del DAS encontraron treinta y nueve kilos de cocaína escondidos en la rueda de repuesto del camión en el que viajaban los traficantes, una cantidad lo suficientemente grande como para enviarlos a todos a prisión durante muchos años.

Pablo intentó sobornar al juez, que rechazó el dinero de plano. El paso siguiente sería investigar el pasado del juez, y el resultado fue que éste tenía un hermano abogado. Ambos hermanos no se llevaban bien, y el abogado aceptó representar a Pablo Escobar, sabiendo fehacientemente que su hermano el juez rechazaría el caso apenas fuera informado. Y eso fue exactamente lo que sucedió. El nuevo juez encargado del caso resultó más proclive al soborno y Pablo, su primo y sus secuaces, acabaron en la calle. La maniobra había sido tan atrevida que unos meses después, un juez de apelaciones reinstauró las acusaciones y ordenó que Pablo y los demás volvieran a ser arrestados. Pero nuevos recursos demoraron el curso del proceso y en marzo del año siguiente, mientras Pablo continuaba prófugo, los dos agentes del DAS que habían llevado a cabo el arresto (Luis Vasco y Gilberto Hernández) fueron asesinados.

Pablo estaba creando un estilo para lidiar con las autoridades; un estilo que se transformaría en su sello característico, y que pronto se dio en llamar «plata o plomo»: o bien aceptar su «plata» (su dinero), o bien sufrir su plomo.

Ninguno de los
playboys
de Medellín tenía queja alguna sobre los métodos de Pablo, porque estaban demasiado ocupados haciéndose ricos. Pablo absorbió a los noveles traficantes-emprendedores, a los «cuatroojos» de los laboratorios y a los distribuidores, como los hermanos Ochoa. El los respaldaba, supervisaba las rutas de entrega y exigía un impuesto por cada kilo despachado. Era un estilo basado en la fuerza bruta, a la usanza de los viejos sindicatos del crimen, pero cuyo resultado sería el cimiento de una industria de la cocaína tan unificada y eficiente como nunca antes se había visto. Una vez que las hojas de coca habían sido cosechadas y refinadas por traficantes independientes, sus envíos se sumaban a las partidas controladas por la organización de Pablo, servicio por el que aquéllos pagaban un 10% del precio que la mercancía obtuviera en Estados Unidos. Si una partida importante era interceptada por las autoridades o se perdía, Pablo reembolsaba a sus proveedores únicamente lo que el producto había costado en Colombia. Si uno o dos de los envíos lograba llegar a Miami, a Nueva York o a Los Ángeles, la venta de esa mercancía cubría con creces la pérdida de cuatro y hasta cinco cargas interceptadas. Y lo cierto era que los esfuerzos de las autoridades por controlar el tráfico sólo lograban interceptar uno de cada diez envíos, con lo que las pérdidas se veían superadas, con mucho, por los beneficios.

Y qué beneficios. El apetito de los norteamericanos por el polvo blanco parecía inagotable. El dinero que comenzó a entrar era tanto que nadie en Medellín se hubiera atrevido a soñarlo siquiera; dinero en cantidades tales que podía sacar adelante no sólo a individuos, sino a ciudades... y a países. Entre 1976 y 1980 los depósitos en los bancos colombianos se incrementaron más del doble. Llegaban tal cantidad de dólares norteamericanos ilegítimos que la élite dirigente comenzó a concebir maneras de participar en la bonanza sin infringir la ley. El Gobierno del presidente Alfonso López Michelsen permitió una práctica que el banco central denominó «abrir la ventana lateral»: la conversión legal de cantidades ilimitadas de dólares en pesos colombianos. El Gobierno asimismo había favorecido la creación de fondos especulativos que ofrecían al inversor intereses exorbitantemente altos. Aquellas transacciones se consideraban inversiones ostensiblemente legítimas en mercados altamente especulativos, pero casi todo el mundo sabía que su dinero se estaba invirtiendo en cargamentos de cocaína. El Gobierno jugó sus cartas mirando hacia otro lado, y muy rápidamente cualquiera en Bogotá que tuviera dinero para invertir podía sacar tajada de la prosperidad fruto de la cocaína. Toda la nación estaba dispuesta a unirse a la fiesta de Pablo Escobar.

Con sus millones, Pablo podía permitirse pagar la protección de sus cargamentos a lo largo de todo el proceso: desde los cultivadores hasta los laboratorios y los distribuidores. Comenzó a viajar a Perú, a Bolivia y a Panamá. Lo compraba todo con el fin de tener el control de la industria desde los cimientos hasta el tejado. Pero no era el único. Los hermanos Rodríguez Orejuela —Jorge, Gilberto y Miguel— estaban al mismo tiempo atando cabos para formar el cártel de Cali. En Antioquia, compitiendo con Pablo algunas veces y otras colaborando con él, habían aparecido José Gonzalo Rodríguez G. y el excéntrico medio alemán Carlos Lehder. Los sobornos de Escobar fueron de miles a millones de pesos (cientos de miles de dólares), y pocos representantes de la ley sentían la inclinación- de resistirse a aquel impulso imparable, especialmente si se tenía en cuenta la alternativa. Pablo incluso se mostraba dispuesto a hacerle el juego a las autoridades, dejando que algunos de sus envíos fueran interceptados, los suficientes como para que la policía demostrara que estaban cumpliendo con su trabajo. ¿Por qué no? Pablo se lo podía permitir.

Nadie sabía a ciencia cierta cuánta cocaína fluía hacia el norte. Las estimaciones solían fallar por un margen de un 90% o más. En 1975, las autoridades norteamericanas calculaban que los cárteles hacían entrar en total entre quinientos y seiscientos kilos al año, cuando la policía de Cali tropezó con seiscientos kilos en un solo avión. Esta incautación desató una guerra de fin de semana en Medellín, donde varias facciones se acusaban entre sí de haberla jodido o de haberse vendido. Murieron cuarenta personas, pero cargamentos de tal magnitud se habían tornado algo corriente y la gran mayoría llegaba a su destino. La marea de corrupción y el caudal de dinero del narcotráfico sencillamente arrastró como una riada a las relativamente endebles instituciones de la ley y el orden. Y sucedió tan rápidamente que el Gobierno de Bogotá apenas se enteró de lo que estaba ocurriendo.

Después de haber salido airoso de su primer arresto en 1976, Pablo comprendió que poco tenía que temer de la ley en Medellín. Se había erigido el rey en la sombra de su ciudad. Durante aquel período, Rubin vivía en Miami, así que durante algunos años no había visto a Pablo o a sus amigos, los hermanos Ochoa. Cuando regresó a Colombia en 1981, «el circo marchaba a todo vapor», como expresó Rubin con sus propias palabras. Todos los capos narcos tenían mansiones, limusinas, coches de carreras, helicópteros y aviones privados, ropas finas y obras de arte rimbombantes (algunos, como Pablo, contrataron a decoradores para que los asesoraran en la compra de pintura y escultura, de un gusto que se inclinaba hacia lo chabacano y lo surrealista). Estaban rodeados de guardaespaldas, aduladores y mujeres, mujeres y más mujeres. Se estaban dando la gran vida, y aunque nadie en Colombia había visto algo parecido, aquel lujo desmedido todavía iba a alcanzar cimas mucho más altas porque los gánsteres abrirían discotecas espléndidas y restaurantes refinados e importarían una nueva vida nocturna a Medellín.

Pablo era famoso por sus gustos adolescentes. Él y sus amiguetes jugaban partidos de fútbol a la luz de los focos, en campos que había hecho nivelar y cubrir de césped, pagando además a locutores deportivos para que relataran aquellos encuentros
amateurs
como si los jugaran profesionales de primera línea. Oponentes y compañeros siempre se esforzaban para que don Pablo pudiera lucirse. Poco tiempo después, él y otros capos comprarían los mejores equipos de fútbol del país. Para entretener a sus amigos más íntimos, Pablo solía contratar reinas de la belleza en noches de juegos eróticos. Las mujeres debían desvestirse y correr desnudas en competición hasta un coche deportivo caro, que la ganadora habitualmente se quedaba. La otra posibilidad era que sometiesen a las muchachas a las humillaciones más estrambóticas: se les afeitaban las cabezas, tenían que comer insectos o participar desnudas en concursos de escalada de árboles —en el dormitorio de una de sus residencias Pablo disponía de una camilla ginecológica, aparentemente con fines recreativos. En 1979, hizo construir una fastuosa casa de campo en un rancho de tres mil hectáreas cerca de Puerto Triunfo en las márgenes del río Magdalena, a unos ciento veinte kilómetros de Medellín. La bautizó con el nombre de Hacienda Nápoles. Solamente los terrenos le costaron sesenta y tres millones de dólares, y aún no había comenzado a gastar en serio. Construyó un aeropuerto, un helipuerto y una red de carreteras; importó cientos de animales exóticos (elefantes, búfalos, leones, rinocerontes, gacelas, cebras, hipopótamos, camellos y avestruces); hizo seis piscinas y creó varios lagos. La mansión estaba equipada con todo juguete y extravagancia. Podían pasar la noche allí más de cien huéspedes, y no sólo eso, sino que además se les alimentaba, se les proveía de juegos, música y fiestas. Había mesas de billar,
flippers,
y una
rockola
Wurlitzer, en la que únicamente sonaba el cantante preferido de Pablo, el brasileño Roberto Carlos. Expuesto frente a la casa, descansaba un sedán de los años treinta acribillado a balazos que, según Pablo, había pertenecido a los ladrones de bancos Bonnie y Clyde. A sus invitados solía llevarlos a hacer delirantes excursiones por la hacienda o a hacer carreras en uno de sus lagos de encargo montando en
jet-skis.
La Hacienda Nápoles era una mezcla esperpéntica de erotismo, exotismo y extravagancia y Pablo era su maestro de ceremonias. Disfrutaba de la velocidad, del sexo y de presumir, pero sobre todo, de un público que lo admirara.

A medida que su fortuna crecía y su fama se extendía por todo el país, Pablo comenzó a cuidar su imagen pública, negando concienzudamente toda conexión con sus actividades ilegales. Y pese a que su reputación aterrorizaba incluso a criminales consumados, se esforzaba por hacer de sí mismo una figura entrañable. En público, sus modales eran formales hasta el acartonamiento, como si quisiera estar a la altura de alguien que no era. Su manera de hablar se volvió barroca y excesivamente obsequiosa, y comenzó a cortejar a la opinión pública, especialmente a los pobres.

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