–Sí –dijo. Entrecerró los ojos para mirar el cronómetro, que se había guardado dentro de la chaqueta–. Ahora ya no llegaremos de día.
Unas cuantas gotas de aquella lluvia sucia filtrada por las hojas cayeron con un ruido sordo a su alrededor, una aterrizó en la nariz de Ferbin y le fue resbalando hasta la boca. El príncipe la escupió al suelo.
–Mi viejo perdió una vez toda una cosecha de xirce con unas de estas puñeteras tormentas de silse –dijo Holse.
–Bueno, destruyen pero también construyen –comentó Ferbin.
–En ese sentido he oído que las comparan con los reyes –dijo Holse–. Señor.
–Y ambas cosas son necesarias.
–Eso también lo he oído, señor.
–En otros mundos no tienen silse ni lluvia pegajosa. O eso me han dicho.
–¿En serio? ¿Y la tierra no se va erosionando hasta quedar en nada?
–Al parecer no.
–¿Ni siquiera con el tiempo, señor? ¿Es que esos sitios no tienen lluvia y eso, me refiero a lluvia normal, como es obvio, lluvia que desgasta las colinas y se las lleva a los lagos, mares y océanos?
–Por lo general sí. Pero parece que también tienen unos sistemas hidrológicos que pueden ir acumulando tierra por abajo.
–Por abajo –dijo Holse, que no parecía muy convencido.
–Recuerdo una lección que decía algo así como que tenían océanos de roca tan caliente que era líquida y no solo fluía como un río sino que también podía fluir cuesta arriba, para salir por las cimas de las montañas –dijo Ferbin.
–En serio, señor. –Por el tono parecía que Holse pensaba que Ferbin estaba intentando engañarlo para que creyera unas ridiculeces que hasta un niño rechazaría con una burla.
–Esos efectos sirven para ir acumulando tierra –dijo Ferbin–. Ah, y las montañas flotan y pueden hasta crecer enteras, al parecer. Países enteros se estrellan unos contra otros y dan lugar a colinas. Había más, pero creo que me perdí el comienzo de esa clase y además, todo eso suena un poco descabellado.
–Creo que os estaban tomando el pelo, señor. Que intentaban ver lo crédulo que podíais llegar a ser. –Cabía la posibilidad de que Holse se sintiera herido.
–Debo decir que yo también lo pensé. –Ferbin se encogió de hombros sin que nadie lo viera–. Bueno, seguramente lo entendí mal, Choubris. Con franqueza, yo no citaría mis palabras sobre este tema.
–Tendré cuidado de no hacerlo, señor –dijo Holse.
–Pero bueno, por eso no necesitan lluvia de silse.
–Si solo una décima parte de todo es verdad, señor, creo que nosotros hemos salido mejor parados.
–Yo también.
El silse reconstruía la tierra. Tal y como Ferbin lo entendía, cada una de las diminutas animáculas de los mares y océanos agarraba una partícula de sedimento y después emitía una especie de gas que elevaba criatura y partícula hacia la superficie, donde todas daban un salto al aire para convertirse en nubes que después flotaban sobre la tierra y dejaban caer su carga en forma de lluvia sucia y pegajosa. Las nubes de silse eran relativamente raras, y casi era una suerte; una nube grande de silse podía ahogar una granja, una aldea o incluso un condado con tanta eficacia como una pequeña inundación, podía asfixiar los cultivos con un nivel de barro que llegaba a las rodillas, podía romper los tejados poco pronunciados, llenar de piedras las praderas, cubrir caminos y represar ríos (por lo general solo de forma temporal), lo que podía provocar en muy poco tiempo auténticas inundaciones.
La granulosa lluvia siguió cayendo sobre ellos incluso bajo la cubierta de los árboles al abrirse camino a través de las ramas pesadas que se encorvaban bajo su peso.
A su alrededor, en todas direcciones, una serie esporádica de ruidosos crujidos resonaban por encima del ruido de la tormenta de silse, cada uno seguido por una veloz ráfaga, el ruido de algo que se desgarraba y un gran estallido que concluía con un sonoro ruido seco.
–Si oís eso justo encima de nosotros, señor –dijo Holse–, será mejor que saltéis.
–Desde luego que lo haré –dijo Ferbin mientras intentaba despegarse de los ojos la sustancia granulosa que le caía encima. El silse apestaba como algo recién sacado del fondo de una letrina–. Aunque ahora mismo la muerte tampoco carece de cierto atractivo.
La nube terminó pasando, el día se volvió a iluminar y un fuerte viento barrió la cima de la colina. Salieron chapoteando de su escondrijo y subieron a la cima doblemente traicionera. El barro de silse recién caído que cubría la ya inestable superficie del lodazal les empantanaba a ellos los pies y a los caudes las patas. Ambos animales mostraban señales de angustia al verse obligados a caminar en aquellas condiciones. El barro apestaba como si fuera estiércol. Ferbin y Holse se limpiaron todo el que pudieron del cuerpo y la ropa antes de que se endureciera.
–No vendría mal un buen chaparrón de agua limpia, ¿eh, señor?
–¿Qué te parece esa especie de estanque de ahí arriba? –preguntó Ferbin.
–Buena idea, señor –dijo Holse mientras llevaba a los caudes al laguito poco profundo y en ese momento rebosante que había cerca de la cima de la colina. Los caudes gimotearon y se resistieron, pero al final se dejaron convencer y entraron en el agua, que les llegaba a la mitad del vientre.
Los dos hombres se asearon ellos y limpiaron a las bestias lo mejor que pudieron. Los caudes seguían de mal humor y los resbalones y traspiés que dieron para despegar consiguieron elevarlos por encima de los árboles justo a tiempo. Después emprendieron el vuelo hacia las últimas horas de la tarde.
Siguieron volando al tiempo que caía sin prisas el atardecer, aunque los caudes ya casi no paraban de gimotear e intentaban descender de forma constante, perdían altura y respondían a cada tirón de las riendas sin prisas y solo tras muchos gruñidos. En el paisaje que sobrevolaban debía de haber granjas, aldeas y pueblos, pero ellos no veían ni rastro de nada. El viento soplaba por su izquierda y no dejaba de intentar empujarlos hacia las torres que tenían que dejar a la derecha. Las nubes se habían convertido en un cielo encapotado, una capa irregular que dejaban a medio kilómetro de altura sobre ellos. Intentaban mantenerse por debajo de las nubes porque sabían que si se perdían en medio de una noche nublada, aquello podía ser su fin.
Al final vieron lo que pensaron que debía de ser la torre D'neng-oal, una presencia grande y pálida que se alzaba en medio de un gran páramo que apenas reflejaba ya las brasas medio desvanecidas que Obor había dejado en la panza del cielo.
La torre D'neng-oal era lo que se conocía como una «torre perforada», es decir, una torre a cuyo interior se podía tener acceso y a través de ella a la red de vías públicas por las que los oct (y los aultridia) operaban sus ascensonaves. Esa era al menos la interpretación popular. Ferbin sabía que en un primer momento todas las torres habían estado perforadas y que, en cierto sentido, todavía lo estaban.
Cada torre se ensanchaba en la base de cada nivel y cada base contenía cientos de portales diseñados para transportar el fluido con el que se suponía que los involucra habían planeado llenar ese mundo. En el Octavo, todos los portales estaban, en cualquier caso, enterrados bajo al menos cien metros de tierra y agua, pero en casi todas las torres ya hacía mucho tiempo que los oct y los aultridia habían sellado los portales por completo. Había rumores (que los oct no hacían nada por negar) que hablaban de otros pueblos, otros gobernantes, que habían abierto minas allí abajo, donde se encontraban los portales sellados, y que habían intentado abrirlos y solo para encontrarse con que eran totalmente impenetrables para cualquiera que no dispusiera del tipo de energía que te permitía recorrer las estrellas, por no hablar ya del interior de las torres, y también que solo con intentar manipularlos ya se provocaba de forma inevitable la ira de los oct. A los gobernantes los habían matado y sus pueblos habían terminado desperdigados, con frecuencia por otros niveles bastante menos compasivos.
Solo una torre de cada mil tenía todavía un único portal que daba acceso al interior, al menos a una altura útil (los telescopios habían revelado que podría haber portales en las alturas, muy por encima de la atmósfera, a cientos de kilómetros del nivel del suelo) y la señal habitual de que era una «torre perforada» era una torre de acceso mucho más pequeña (aunque notable de todos modos para los estándares humanos) situada muy cerca.
La torre de acceso de D'neng-oal resultó ser sorprendentemente difícil de ver en medio de la oscuridad. Rodearon la torre una vez, bajo la capa cada vez más densa de nubes; se sentían atrapados entre las brumas que se elevaban del suelo y el manto encapotado de oscuridad del cielo. A Ferbin le preocupó primero que pudieran estrellarse contra una torre menor en medio de la oscuridad (se estaban viendo obligados a volar a solo cien metros del suelo y esa solía ser la altura habitual para la cima de la torre de acceso) y después que se hubieran equivocado de torre ya para empezar. El mapa que habían mirado antes les había mostrado que la torre estaba perforada, pero no el sitio exacto donde se encontraba su torre de acceso. También mostraba un pueblo de tamaño respetable, Dengroal, situado muy cerca de la base de la torre principal por el lado de polo cercano, pero no había señal alguna del asentamiento. El príncipe esperaba que solo se hubiera perdido entre las brumas.
La torre de acceso se iluminó delante de ellos, los últimos veinte metros del cilindro emitieron de repente una serie de destellos, unos círculos gigantescos que rodeaban la torre y tan brillantes que te deslumbraban. Estaba a menos de cien pasos de ellos y la cima estaba un poco más arriba del nivel en el que ellos se encontraban, casi en las nubes; la luz azul hacía resaltar la vaporosa panza de los nimbos como si fuera un extraño paisaje invertido. Holse y Ferbin frenaron un poco, giraron y después, con gestos, acordaron aterrizar en la cima. Los caudes estaban tan cansados que casi ni se molestaron en quejarse cuando les pidieron que subieran una vez más.
La cima de la torre de acceso medía cincuenta pasos; en su superficie había incrustada una serie concéntrica de círculos azules de luz, como una inmensa diana. La luz palpitaba e iba pasando poco a poco de tenue a brillante, como el latido de un corazón alienígena gigantesco.
Aterrizaron en el borde más próximo de la torre; los sobresaltados caudes se revolvieron y batieron las alas con un último y frenético esfuerzo cuando la superficie lisa a la que intentaron agarrarse sus patas no los detuvo tan rápido como lo habría hecho un suelo de tierra o incluso de piedra, pero después las garras encontraron algo a lo que aferrarse, los aleteos los frenaron y al fin, con un gran suspiro agudo que se pareció sobre todo al alivio, se detuvieron. Los dos se acomodaron en el suelo, ambos con un ligero temblor, las alas medio estiradas de agotamiento y las cabezas posadas en la superficie de la torre, jadeando. La luz azul brilló alrededor de sus cuerpos. El vapor de su aliento flotó por la cima plana y azul de la torre y se fue disipando poco a poco.
Ferbin desmontó, le crujían las articulaciones y se quejaban como las de un viejo. Estiró la espalda y se acercó adonde se encontraba Holse frotándose la pierna que se había lesionado cuando se le había caído encima el mersicor.
–Bueno, Holse, pues aquí estamos.
–Y un sitio bien extraño que es, señor –dijo Holse mientras miraba la amplia cima circular de la torre. Parecía totalmente plana y simétrica. Los únicos rasgos visibles eran los anillos de luz azul. Luz que emitían unas franjas de un palmo de anchura hechas del mismo material liso que componía la cima de la torre. Se encontraban a medio camino entre el centro de la superficie y el borde. La luz azul relucía entre ellas y les daba a ellos y sus bestias un aspecto fantasmal, sobrenatural. Ferbin se estremeció aunque tampoco hacía mucho frío. Miró a su alrededor. No había nada visible más allá de los círculos azules. Sobre ellos, la lenta capa de nubes parecía casi al alcance de la mano. Por un instante se levantó un poco más de viento y después volvió a convertirse en una ligera brisa.
–Por lo menos no hay nadie más por aquí –dijo.
–Cosa que es de agradecer, señor –asintió Holse–. Aunque si hay alguien vigilando y pueden ver con esta bruma, sabrán que estamos aquí. En cualquier caso, ¿qué pasa ahora?
–Bueno, no sé –admitió Ferbin. No recordaba lo que había que hacer para entrar en uno de aquellos trastos. En la única ocasión que había ido a la superficie con Elime y los demás, había estado demasiado distraído con todo lo que estaba pasando como para fijarse en cuál era el procedimiento exacto, algún criado se habría ocupado de todo. Notó la expresión molesta de Holse, volvió a mirar a su alrededor y sus ojos se posaron en el centro de la superficie de la torre.
–Quizá... –empezó a decir. Mientras hablaba señalaba un punto reluciente que había en el centro de los anillos azules que palpitaban, así que los dos lo estaban mirando cuando se alzó poco a poco en el aire.
Un cilindro de unos veinte centímetros de anchura se desplegó como un telescopio en pleno centro de la cima de la torre y se alzó más o menos a la altura de sus cabezas. La superficie superior palpitaba de color azul al mismo ritmo que los círculos concéntricos que emanaban de él.
–Eso quizá nos sea útil –dijo Ferbin.
–Como poste para atar a las bestias por lo menos, señor –dijo Holse–. Si es que aquí no hay ni una puñetera argolla para atarlas.
–Iré a mirar –dijo Ferbin. No quería que Holse notara que estaba asustado.
–Ya sujeto yo las riendas.
Ferbin se aproximó al fino cilindro. Al acercarse, un octógono de luz gris pareció girar y colocarse luego delante de él, al mismo nivel que su cara. Mostraba la silueta de un oct estilizado. La superficie del cilindro se cubrió de gotas de humedad cuando empezó a caer una ligera lluvia.
–Repetición –dijo una voz que parecía un crujido de hojas secas. Antes de que Ferbin pudiera responder, la voz continuó–: Patrones, sí. Para, periodicidad. Así como los velo se convierten en los oct, así una iteración se convierte en otra. Los espacios son la señal, así crea. Sin embargo, también, repetición demuestra falta de aprendizaje. Una vez más, sigue tu camino. Señal que no es señal, simplemente poder, sigue. No repite. –El octógono que mostraba la silueta del oct se desvaneció y el cilindro empezó a hundirse sin ruido en la superficie.