–Si ambos están a mi servicio –contestó Ferbin–, se apartarán de nosotros de inmediato y le llevarán este mensaje a su amo, que no es más el legítimo gobernante de la «tierra natal que compartimos» que mi último cagarro, de hecho, un poco menos: me voy solo para regresar y cuando lo haga, lo trataré con la misma cortesía y respeto que le mostró él a mi padre al final.
Se produjo el más ligero de los movimientos en un extremo de la frente oscura de Vollird, no fue más que una leve insinuación de sorpresa pero Ferbin se alegró de verlo. Sabía que podía decir más, pero también sabía, con una especie de certeza fascinada, que constituía una carga de pólvora que debería guardarse por ahora. Quizá llegara el momento en el que alguna revelación más de todos los detalles que conocía sobre lo ocurrido en la fábrica medio derruida aquella noche tendría más utilidad que la de desconcertar a aquellos dos.
Vollird se quedó callado durante apenas un segundo, después sonrió.
–Señor, señor, seguimos sin entendernos. Nos gustaría ayudaros, escoltaros en el viaje que os aleja de aquí. Ese es nuestro mayor deseo y nuestras instrucciones concretas. –Esbozó una sonrisa bastante amplia e hizo un gesto abierto con ambas manos–. Todos deseamos lo mismo, que es veros partir. Habéis abandonado la tierra y el nivel al que pertenecíais con cierta urgencia y celeridad y solo nos gustaría ayudaros a coger el próximo vuelo que hayáis decidido. No deberíamos reñir.
–Nos no deseamos lo mismo... –empezó a decir Ferbin, pero entonces, el caballero más bajo, Baerth, que llevaba unos minutos con el ceño sumamente fruncido, habló por lo bajo, como si solo fuera para sí.
–Ya está bien de hablar. Encaja esto, puta. –Sacó la espada y le lanzó una estocada a Ferbin.
Ferbin empezó a dar un paso atrás y Holse comenzó a ponerse delante de él mientras con el brazo izquierdo hacía amago de empujar a Ferbin para ponerlo detrás de él. Al mismo tiempo, el brazo derecho de Holse dibujó un arco hacia el otro lado de su cuerpo y salió disparado, el corto cuchillo atravesó el aire y...
Y lo cogió al vuelo uno de los miembros del narisceno que tenía Baerth a su lado al tiempo que una de sus piernas le ponía la zancadilla al caballero atacante y lo mandaba al suelo a los pies de Holse. Este pisoteó con fuerza la muñeca del hombre y le quitó la espada de la mano abierta. Baerth gruñó de dolor. Vollird ya estaba sacando la pistola.
–¡Quietos! –dijo el narisceno–. ¡Quietos! –repitió cuando Holse quiso apuñalar al caballero tirado con una mano y coger su pistola con la otra. El oct le quitó la espada de la mano mientras que el narisceno se daba la vuelta y le arrancaba a la pistola a Vollird, que lanzó un repentino jadeo. Espada y pistola cayeron al suelo con estrépito en direcciones opuestas.
–Detener, hostilidades –dijo el oct–. Comportamiento inapropiado.
Holse se quedó allí plantado, mirando furioso al alienígena de ocho miembros, mientras sacudía la mano derecha y se la soplaba como si intentara recuperar la circulación un día de mucho frío. Había movido el pie con el que había pisado la muñeca de Baerth, de modo que en ese momento lo tenía posado en el cuello del hombre y había apoyado casi todo el peso en él. Vollird seguía agitando la mano derecha con vigor y maldiciendo.
Ferbin lo había observado todo, sin acercarse ni dejarse notar, mirando con una extraña indiferencia quién había hecho qué y dónde se encontraban todas las armas en ese momento. Se dio cuenta de que todavía tenía una idea muy clara de dónde estaban las dos pistolas: una allí, en el suelo y la otra todavía en la pistolera de Baerth.
Del techo bajó un mecanismo. Parecía una imagen voluminosa de un narisceno en toda una sinfonía de metales de colores.
–No se permite pelear en espacios públicos –dijo en voz muy alta y en sarlo, con un acento extraño pero comprensible–. Me haré cargo de todas las armas de las inmediaciones. Cualquier tipo de resistencia dará lugar a castigos físicos que no excluyen la inconsciencia ni la muerte. –Ya estaba recogiendo la espada y la pistola del suelo, y las balanceaba por el aire con una especie de silbido. El narisceno le dio el cuchillo largo de Holse–. Gracias –dijo. Después le quitó a Baerth el arma que llevaba en la pistolera (el tipo seguía tirado bajo la bota de Holse y empezaba a emitir ruidos guturales), sacó otra arma más pequeña de la bota del caballero tirado y también encontró una daga y dos cuchillos pequeños de lanzamiento en la túnica. A Vollird, que se sujetaba la mano derecha con delicadeza y hacía muecas, le quitó una espada, un cuchillo largo y un trozo de cable con unos asideros de madera a ambos lados.
–Todas las armas no autorizadas se han suprimido de las inmediaciones –anunció la máquina. Ferbin notó que una pequeña multitud de personas (alienígenas, máquinas, lo que se quisiera llamarlos) se había reunido a una discreta distancia para observar. La máquina que sostenía todas las armas dijo–: Tchilk, mentor narisceno de relaciones con los bárbaros, presente, está al mando teórico hasta que llegue una autoridad superior. Entretanto, todos los implicados mantendrán su posición aproximada bajo mi custodia. El incumplimiento de las órdenes dará lugar a castigos físicos que no excluyen la inconsciencia o la muerte.
Hubo una pausa.
–¿Documentos? –le dijo el oct a Ferbin.
–¡Oh, aquí tenéis vuestros malditos documentos! –dijo y se los sacó de la chaqueta. Estuvo a punto de lanzárselos a la máquina, pero no lo hizo por si el mecanismo que flotaba sobre ellos se lo tomaba como un acto violento.
–Bueno –dijo el resplandeciente narisceno que flotaba poco a poco a su alrededor, a un metro más o menos sobre sus cabezas y a unos dos o tres metros de ellos–, así que afirma que es usted un príncipe de esa familia real de Sarl, del Octavo.
–Así es –dijo Ferbin con sequedad.
Holse y él se encontraban en el interior de una gran sala, en una especie de cueva suavemente iluminada de verde. Las paredes eran en su mayoría de piedra sin revestir. A Ferbin le pareció de una tosquedad escandalosa para unos seres que se suponía que tenían una tecnología tan avanzada. El complejo al que los habían llevado estaba situado en las profundidades de un acantilado que formaba parte de una enorme aguja de roca situada en un gran lago redondo a un corto vuelo de distancia de la explanada a la que habían llegado. Una vez que se llevaron a Vollird y Baerth, al parecer considerados ya culpables sin recurrir a algo tan rudimentario y largo como un juicio formal (tal y como había señalado Vollird con bastante energía), Ferbin le había preguntado a una de las máquinas judiciales nariscenas si podía hablar con alguna autoridad. Después de unas cuantas conversaciones con personas lejanas, todas visiblemente nariscenas y todas por medio de pantallas, los habían llevado allí.
El funcionario narisceno (al que habían presentado como zamerín craterino en funciones Alveyal Girgetioni) estaba encerrado en una especie de armadura ósea como la que llevaba el narisceno que acompañaba a Vollird y Baerth. Parecía gustarle flotar por encima y alrededor de la gente con la que hablaba, lo que los obligaba a retorcerse de un lado a otro para no perderlo de vista, como dictan las buenas costumbres. A su alrededor, en la gran caverna, y a cierta distancia, otros alienígenas nariscenos hacían cosas incomprensibles desde una amplia variedad de andamios, arneses y agujeros en el suelo llenos de lo que parecía mercurio.
–Esa familia real –continuó el zamerín craterino en funciones– es la entidad gobernante de su pueblo y los puestos ejecutivos son hereditarios. ¿Estoy en lo cierto?
Ferbin lo pensó un momento y miró a Holse, que se encogió de hombros sin ayudarlo mucho.
–Sí –dijo Ferbin, con menos certeza.
–¿Y usted afirma haber presenciado un crimen en su nivel natal?
–Un crimen de lo más gravoso e indignante, señor –dijo Ferbin.
–Pero no está dispuesto a dejar que el tema se solucione en su propio nivel, a pesar de afirmar que es el gobernante legítimo, es decir, el ejecutivo jefe absoluto, de ese reino.
–No me es posible hacerlo, señor. Si acaso lo intentara, sería asesinado, igual que los dos caballeros de hoy intentaron matarme.
–Así que busca justicia... ¿dónde?
–Una hermana mía pertenece al imperio conocido como la Cultura. Es posible que pueda contar con ayuda allí.
–¿Viaja entonces a alguna parte, nave o puesto avanzado de la Cultura?
–Como primer paso pensamos que podíamos buscar a un humano llamado Xide Hyrlis, de quien lo último que oímos era que era amigo de los nariscenos. Conocía a mi difunto padre, me conoce a mí y siente todavía (al menos eso espero y confío) simpatía por mi familia, mi reino y mi pueblo, y es posible que él mismo pueda ayudarme en mi lucha por la justicia. Incluso si no puede ayudarnos de una forma directa, estoy convencido al menos de que responderá por mí ante la entidad de la Cultura llamada Circunstancias Especiales en la que se encuentra mi hermana, lo que me permitirá ponerme en contacto con ellos para pedirles ayuda.
El narisceno se detuvo en seco y se quedó casi inmóvil por completo en el aire.
–¿Circunstancias Especiales? –dijo.
–Así es –dijo Ferbin.
–Ya veo. –El narisceno reanudó su órbita y atravesó en silencio el aire impregnado de extraños aromas mientras los dos humanos esperaban con paciencia, girando las cabezas a medida que la criatura los iba rodeando sin prisas.
–Y también –dijo Ferbin– es imperativo que haga llegar un mensaje a mi hermano Oramen, que es ahora el príncipe regente. Habría que hacerlo con el mayor de los secretos. Sin embargo, si fuera posible, y espero que a los poderosos nariscenos no les parezca por debajo o más allá de su alcance...
–Creo que eso no será posible –le dijo el narisceno.
–¿Qué? ¿Por qué no? –preguntó Ferbin.
–No somos quién –dijo el zamerín craterino en funciones.
–¿Porqué no?
Alveyal Girgetioni volvió a detenerse en el aire.
–No es competencia nuestra.
–Ni siquiera estoy seguro de saber lo que significa eso –dijo Ferbin–. ¿No se debe advertir a alguien que quizá corra un peligro mortal? Porque eso es...
–Señor Ferbin...
–Príncipe, si no le importa.
–Príncipe Ferbin –dijo el narisceno al tiempo que reanudaba sus lentos círculos–. Hay reglas que se deben observar en este tipo de interacciones. No es obligación ni derecho de los nariscenos interferir en los asuntos de los pueblos en vías de desarrollo de los que somos mentores. Estamos aquí para proporcionar un marco general dentro del que especies como aquella a la que usted pertenece puedan madurar y avanzar según su propio calendario de desarrollo; no estamos aquí para dictar ese calendario, ni acelerar o retrasar un progreso que pueda tener lugar durante ese tiempo. Nos limitamos a mantener la integridad superior de la entidad que es Sursamen. Hemos de permitir que el destino de su pueblo siga siendo solo suyo. Es, en cierto sentido, el don que tienen. Nuestro don es el que ya le he explicado, el cuidado global del entorno superior, es decir, del propio mundo concha de Sursamen, y la protección de sus insignes personas para evitar las interferencias indebidas e injustificadas, incluyendo (y ese es el punto principal de mi argumento) cualquier interferencia indebida e injustificada que nosotros mismos pudiéramos sentirnos tentados a cometer.
–¿Así que no van a advertir a un chico joven que es posible que corra un peligro mortal? ¿Ni a decirle a una madre afligida que su hijo mayor está vivo cuando está de luto por un esposo muerto además de por un hijo?
–Exacto.
–¿Se dan cuenta de lo que eso significa? –dijo Ferbin–. No están traduciendo mal mis palabras, ¿verdad? Mi hermano podría morir, y pronto. Morirá, en cualquier caso, antes de que tenga la edad necesaria para heredar todo el título de rey. Eso está garantizado. Es un hombre marcado.
–Toda muerte es de lamentar –dijo el zamerín craterino en funciones.
–Eso, señor mío, no es ningún consuelo –dijo Ferbin.
–No era mi intención consolarlo. Mi obligación es exponer los hechos.
–Entonces los hechos cuentan una lamentable verdad de cinismo y complacencia ante un mal auténtico.
–Así puede que se lo parezca a usted pero los hechos no han cambiado, no se me permite interferir.
–¿No hay nadie que pueda ayudarnos? Si debemos aceptar que vos no podéis, ¿hay alguien en la superficie o en alguna otra parte que pueda?
–No puedo decirle. Yo no sé de nadie.
–Ya veo. –Ferbin lo pensó un momento–. ¿Soy... somos libres de irnos?
–¿De Sursamen? Sí, totalmente libres.
–¿Y podemos proseguir con nuestro objetivo, ponernos en contacto con Xide Hyrlis y mi hermana?
–Pueden.
–No llevamos dinero encima con el que pagar el viaje –dijo Ferbin–. Sin embargo, cuando ascienda al tro...
–¿Qué? Ah, ya veo. En estas circunstancias no se requiere intercambio monetario. Pueden viajar sin intercambio.
–Pienso pagar nuestros gastos –dijo Ferbin con firmeza–. Solo que no puedo hacerlo de forma inmediata. Pero tenéis mi palabra.
–Sí. Sí, bueno. Quizá una donación cultural, si insiste.
–También me gustaría señalar –dijo Ferbin señalándose él mismo y a Holse– que tampoco tenemos nada más, salvo lo que llevamos puesto.
–Existen sistemas e instituciones para ayudar al viajero necesitado –dijo el zamerín craterino en funciones–. No carecerán de nada. Autorizaré las prestaciones que puedan requerir.
–Gracias –dijo Ferbin–. Una vez más, se hará llegar un generoso pago cuando me haya hecho cargo de lo que es mío por derecho.
–No hay de qué –les dijo Alveyal Girgetioni–. Y ahora, si me disculpan...
El cráter Baeng-yon era del tipo más común en Sursamen, contenía un paisaje acuático y terrestre con una mezcla de gases diseñada para resultar aceptable para la mayor parte de las criaturas que respiraban oxígeno, incluyendo los nariscenos, la mayor parte de los panhumanos y un amplio espectro de especies acuáticas. Al igual que la mayor parte de los cráteres del mundo, tenía una amplia red de canales anchos y profundos, lagos grandes y pequeños y otros cuerpos de agua tanto abiertos como cerrados que proporcionaban un dilatado espacio vital y canales de viaje para las criaturas marítimas.
Ferbin miró por una alta ventana situada en un gran acantilado de edificio levantado en un islote de un amplio lago. Por todas partes había repartidas colinas escarpadas, acantilados abruptos y campos de cantos rodados, entre un paisaje cubierto sobre todo de hierba, árboles y edificios altos de formas extrañas. Unos curiosos obeliscos y torres metálicas que quizá fueran obras de arte salpicaban el paisaje y varias extensiones y bucles de unos tubos curvados transparentes envolvían y cruzaban casi todas las estructuras. Una criatura marina gigantesca seguida por un banco de formas más pequeñas, todas el doble de grandes que un hombre, flotaban con aire sereno por uno de esos conductos y pasaban entre edificios de colores chillones y por encima de una especie de vehículo terrestre sin vapor antes de hundirse en la amplia cuenca de un puerto y desaparecer bajo las olas entre los cascos de barcos de formas extrañas.