–¡Niegue que es un aultridia! –dijo Oramen al tiempo que se levantaba de un salto de la silla.
–¿Por qué negaría nadie pertenecer a esa raza malentendida y calumniada? ¡Difamada de forma tan cruel...
Oramen apuntó con el arma a la maqueta del mundo y después la volvió a levantar. El disparo aterrorizaría a Xessice y sin duda traería a Neguste corriendo de sus aposentos, el bueno de su criado tropezaría consigo mismo y seguramente despertaría o sacaría de su ensimismamiento a cualquier guardia que hubiera cerca.
–... por aquellos que se apropian de nuestros propósitos! ¡Oyente! ¡Príncipe! ¡No recurra a la violencia! ¡Se lo ruego! Esto prefigura aquello de lo que deseamos advertirlo, talismán de nuestras preocupaciones que...
El príncipe puso el seguro del arma, sujetó la pistola por el cañón y golpeó con la culata el centro expuesto de la maqueta del mundo. Esta se desmoronó y soltó varias chispas, algunos trocitos diminutos salieron volando y se esparcieron por la superficie de la mesa aunque la pantalla turbia seguía palpitando con colores lentos y extraños y la voz, si bien ya debilitada, continuaba farfullando, incomprensible. Oramen le dio otro fuerte golpe. No le parecía bien golpear una maqueta de cualquier mundo concha, no estaba bien destruir algo tan bonito, pero era peor permitir que se dirigiera a él un aultridia. Se estremeció con solo pensarlo y volvió a aporrear la todavía reluciente maqueta con la pistola. Una llamarada de chispas diminutas y una ráfaga de humo y al fin quedó en silencio y oscura. Esperó a que aparecieran Xessice o Neguste, o que hicieran algún ruido, pero no se oyó nada. Después de unos momentos encendió una vela y buscó una papelera, tiró la maqueta destrozada al interior y vertió una jarra de agua sobre los restos.
Regresó a la cama junto a Xessice, que roncaba con suavidad. Yació allí, despierto, sin poder dormir, esperando que llegara la hora de desayunar, con los ojos clavados en la oscuridad. Por Dios, aquello demostraba lo bien que habían hecho al aplastar a los deldeynos. Y ya no le extrañaba el suicidio en masa de los hermanos que se habían tirado por las Cataratas. Por el asentamiento corrían rumores de que no había sido un suicidio, algunas personas incluso hablaban de unos cuantos monjes supervivientes que habían llegado a la orilla, corriente abajo, con relatos de traición y asesinato. Oramen había empezado a dudar del relato de Tyl Loesp sobre un suicidio en masa, pero ya no se le ocurría dudar.
Lo extraño era que los desgraciados hubieran vivido consigo mismos y no que hubieran elegido la muerte si eso era lo que habían tenido enterrado en sus conciencias todo el tiempo. ¡Una alianza con los aultridia! Como mínimo algún tipo de contacto con ellos. ¡Con la pestilencia que conspiraba contra el propio Dios del Mundo! Se preguntó qué clase de conspiraciones, mentiras y secretos se habían transmitido entre el archipontino de la misión Hyeng-zhar y el gran señor aultridia que hubiera estado al otro extremo del canal de comunicación que terminaba en la maqueta del mundo que él acababa de destruir.
¿Aquella raza repugnante había dirigido alguna vez las cosas en las Cataratas? Los monjes de la misión habían controlado los trabajos, habían supervisado y autorizado las excavaciones y habían vigilado la mayor parte. Y, desde luego, habían mantenido un control estricto de las excavaciones principales oficiales. ¿Cabía la posibilidad de que fueran los aultridia los que habían controlado la misión en realidad? Bueno, pues ya no eran los que controlaban nada y así continuarían, sin ningún tipo de poder, mientras él tuviera algo que decir en el asunto. Se preguntó con quién podría comentar lo que había pasado entre él y el aultridia sin nombre (y sin duda sin cara) con el que había hablado. Solo con pensarlo se le revolvió el estómago. ¿Debería decírselo a Poatas o al general Foise? Poatas seguramente encontraría un modo de echarle la culpa a Oramen por lo que había pasado. Se quedaría horrorizado al saber que había roto el mecanismo de comunicación. Oramen dudaba que el general Foise lo entendiese siquiera.
De momento no se lo diría a nadie.
Se planteó llevar la maqueta del mundo al acantilado que había sobre el barranco y tirarlo allí, pero le preocupaba que algún coleccionista terminara rescatándolo otra vez. Al final hizo que Neguste llevara el trasto a la fundición más cercana e hizo que lo fundieran mientras él miraba. Los trabajadores de la fundición se asombraron de la temperatura que hizo falta para reducirlo a escoria, e incluso entonces todavía quedaba algún resto sin fundir, tanto flotando sobre el líquido resultante como hundido en la base. Oramen ordenó que se partiera todo en una docena de lingotes diferentes y se los llevaran en cuanto se enfriaran.
Esa mañana, de camino a la plataforma desde la que contemplaría la desaparición del edificio de las hojas, había tirado algunos al barranco y el resto los consignó a las letrinas.
–Bueno, todo eso parece de lo más desagradable –dijo Droffo. Sacudió la cabeza–. Se oyen todo tipo de historias ridículas, los trabajadores no hablan de otra cosa. Demasiado alcohol y muy poca cultura.
–No, es más que eso, señor –le dijo Neguste–. Son hechos.
–Creo que eso se puede poner en duda –dijo Droffo.
–Con todo, señor, los hechos son los hechos. Y eso, en sí mismo, ya es un hecho.
–Muy bien, vamos a verlo por nosotros mismos, ¿os parece? –dijo Oramen mientras miraba a los otros dos–. Mañana. Cogeremos la vía estrecha, los teleféricos y las boyas o lo que tengamos que coger e iremos a echar un vistazo bajo esa espeluznante gran plaza fantasmal. ¿Sí? Mañana. Lo haremos mañana.
–Bueno –dijo Droffo mientras volvía a mirar el cielo–. Si creéis que tenéis que hacerlo, príncipe. Sin embargo...
–Disculpadme, señor –dijo Neguste al tiempo que hacía un gesto con la cabeza detrás de Oramen–. El edificio se está cayendo.
–¿Qué? –dijo Oramen y se dio la vuelta de nuevo.
Era cierto que la gran hoja de edificio se estaba derrumbando. Pivotó, se giró unos milímetros hacia ellos sin dejar de moverse con lentitud al principio y luego se revolvió poco a poco en el aire; el borde de su cima hendía las brumas y las nubes de espuma y las hacía dibujar una espiral alrededor de sus superficies y lados cortantes al tiempo que se inclinaba en diagonal y caía alejándose de la plaza y la cara principal de la catarata que tenía detrás, iba cogiendo velocidad y girando todavía más como un hombre que empezaba a caer de cara pero después se retorcía para desmoronarse sobre un hombro. Un largo borde se derrumbó y golpeó la espuma y los arenales como una hoja que partiera el dique de un niño en la playa, el resto del edificio lo siguió y varias partes al fin comenzaron a venirse abajo al tiempo que toda la estructura se estrellaba contra las olas y levantaba enormes abanicos pálidos de agua turbia casi hasta media altura de la atalaya desde la que los tres hombres contemplaban el hundimiento.
Al fin se oyó algún sonido: un crujido terrible, un desgarramiento, un chillido que salió como pudo de entre el rugido de las cataratas que todo lo envolvía, coronado por un estruendo sordo que palpitó en el aire y pareció sacudir el edificio bajo sus pies y por un momento superó el bramido de las propias Hyeng-zhar. El edificio quieto, medio derrumbado, dio una última vuelta y se acomodó de espaldas antes de desmoronarse en el caótico yermo de olas amontonadas con otro gran oleaje de aguas espumosas y veloces.
Oramen lo observó todo, fascinado. Una vez que el primer oleaje conmocionado cayó de las alturas que rodeaban el lugar del impacto, las aguas comenzaron a disponerse de nuevo para acomodar el nuevo obstáculo, se apilaron tras el destrozado cascarón del edificio caído y se precipitaron por sus bordes mientras las olas coronadas de espuma cremosa volvían atrás bailando y se golpeaban contra otras que todavía intentaban adelantarse; sus formas combinadas trepaban y estallaban como si celebraran una fiesta salvaje de destrucción. Los arenales cercanos que habían estado cinco metros por encima de las olas más altas se habían hundido bajo ellas; esos diez metros que quedaban sobre las aguas se estaban erosionando a toda velocidad y el torbellino de corrientes comenzaba a tallarlos, sus vidas ya solo se podían contar en escasos minutos. Al mirar abajo, Oramen vio que la base del edificio en el que estaban estaba rodeada del oleaje suplementario de espuma y agua.
Se volvió hacia los otros. Neguste seguía con los ojos clavados en el lugar en el que había caído el edificio. Hasta Droffo parecía cautivado por la visión, alejado de la pared y con el vértigo olvidado por el momento.
Oramen le echó otro vistazo a las aguas que se precipitaban alrededor de su torre.
–Caballeros –dijo–. Será mejor que nos vayamos.
–¿H
ermana? –dijo Ferbin cuando la mujer de la combinación azul y lisa se acercó a él. Sí, era Djan Seriy. Hacía quince de sus años que no la veía, pero sabía que era ella. ¡Aunque estaba tan cambiada...! Era una mujer, no una jovencita, y además una mujer sabia, serena y sosegada. Ferbin sabía lo suficiente sobre la autoridad y el carisma para reconocerlos cuando los veía. La pequeña Djan Seriy no era una simple princesa, sino toda una reina entre ellos.
–Ferbin –dijo su hermana, que se detuvo a un paso de distancia y le sonrió con calidez. La princesa asintió–. Me alegro mucho de volver a verte. ¿Te encuentras bien? Estás diferente.
Ferbin sacudió la cabeza.
–Hermana, estoy bien. –Sentía que se le estaba haciendo un nudo en la garganta–. ¡Hermana! –dijo y se lanzó hacia ella, la envolvió en sus brazos y apoyó la barbilla en el hombro derecho de la princesa. Sintió que los brazos femeninos se cerraban sobre su espalda. Era como abrazar una capa de cuero suave sobre una figura hecha de madera noble; era asombroso el poder que sentía en aquella mujer, era inquebrantable. Djan le dio unos golpecitos en la espalda con una mano y le cubrió la nuca con la otra. La barbilla femenina se apoyó en el hombro de su hermano.
–Ferbin, Ferbin, Ferbin –susurró.
–¿Exactamente, dónde estamos? –preguntó Ferbin.
–En medio de la unidad de motores del eje –le dijo Hippinse. Desde que se habían encontrado con Djan Seriy, la actitud de Hippinse había cambiado un poco, parecía mucho menos maníaco y voluble, más sosegado y comedido.
–¿Vamos a subir a una nave, entonces, señor? –preguntó Holse.
–No, esto es un hábitat –dijo Hippinse–. Todos los hábitats de la Cultura, aparte de los planetas, tienen motores. Ya casi hace un milenio que los tienen. Así podemos moverlos. Por si acaso.
Habían ido allí directamente después del reencuentro, por uno de los tubos que los había llevado al mismo centro del pequeño hábitat con forma de rueda. Volvían a flotar (al parecer, ingrávidos) dentro de aquellos espacios estrechos pero tranquilos en los que reinaba una luz suave y un aroma agradable del repleto centro del hábitat.
Otro pasillo, unas puertas rodantes y otras que se deslizaban los habían llevado hasta ese lugar, donde no había ventanas ni pantallas y el muro circular tenía un aspecto extraño, como aceite derramado sobre agua, con colores siempre cambiantes. Parecía incluso suave, pero (cuando Ferbin tocó la superficie) era tan duro como el hierro, aunque extrañamente cálido. Un pequeño objeto cilíndrico flotante acompañaba a Djan Seriy. Se parecía mucho al mango de una espada pero sin espada. Había producido cinco cositas flotantes más, no mayores que una de las articulaciones de los dedos meñiques de Ferbin. Estas pequeñas piezas habían empezado a brillar en cuanto entraron en el pasillo y eran sus únicas fuentes de luz en ese momento.
La sección del pasillo en la que flotaban (él, Holse, Hippinse y Djan Seriy) tenía unos veinte metros de longitud y era lisa por un extremo. Ferbin observó que la puerta por la que habían entrado se cerraba y se deslizaba hacia ellos.
–¿Dentro de un motor? –dijo Ferbin, y miró a Djan Seriy. El inmenso tapón de la puerta seguía deslizándose por el pasillo hacia ellos. Una esfera plateada y reluciente del tamaño de la cabeza de un hombre apareció al otro extremo de aquel tubo cada vez más corto. La esfera empezó a parpadear.
Djan Seriy le cogió una mano.
–No es un motor que dependa de ningún tipo de compresión –le dijo. La agente señaló con la cabeza el extremo del pasillo que seguía avanzando poco a poco–. Eso no es un pistón. Forma parte de la unidad del motor que se abrió para permitirnos entrar aquí y ahora se está volviendo a colocar en su sitio para darnos intimidad. Esa cosa del otro extremo –e indicó la esfera plateada que palpitaba– está extrayendo parte del aire al mismo tiempo para que la presión de aquí dentro siga siendo aceptable. Todo con el propósito de permitirnos hablar sin que nadie nos oiga. –Djan le apretó la mano y miró a su alrededor–. Es difícil de explicar, pero el lugar en el que nos encontramos ahora existe de un modo que hace imposible que los morthanveld escuchen lo que estamos diciendo.
–El motor existe en cuatro dimensiones –le dijo Hippinse a Ferbin–. Como un mundo concha. Cerrado, incluso para una nave.
Ferbin y Holse intercambiaron una mirada.
–Como ya he dicho –les dijo Djan Seriy–, es difícil de explicar. –La pared había dejado de moverse hacia ellos. En ese momento estaban flotando en un espacio de unos dos metros de diámetro y cinco de longitud. La esfera plateada había dejado de palpitar.
–Ferbin, señor Holse –dijo Djan Seriy con tono formal–. Ya conocen al señor Hippinse. Este objeto de aquí es el dron Turminder Xuss. –Señaló con un gesto de la cabeza el mango de espada flotante.
–Es un placer conocerlos –dijo el objeto.
Holse se lo quedó mirando. Bueno, suponía que no era más extraño que algunas de las cosas oct y nariscenas que habían estado tratando como si fueran personas racionales y capaces de hablar desde antes incluso de dejar Sursamen.
–Buen día –dijo. Ferbin lanzó un gruñido, una especie de carraspeo que podría tomarse como un saludo.
–Pensad en él como si fuera mi familiar –dijo Djan Seriy al ver la expresión de la cara de Ferbin.
–¿Sois entonces una especie de maga, señora? –preguntó Holse.
–Podría decirse así, señor Holse. Bueno. –Djan Seriy miró la esfera plateada y esta desapareció. Después miró al mango de espada flotante–. Estamos totalmente aislados y libres de cualquier mecanismo que pudiera informar de lo que ocurra aquí. De momento, existimos en el aire que nos rodea así que no malgastemos palabras. Ferbin –dijo su hermana mientras lo miraba–. En pocas palabras, si tienes la bondad, ¿qué te trae aquí?