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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (5 page)

BOOK: Me llamo Rojo
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Ahora veo con alegría que Negro ha adquirido otro conocimiento esencial: si no quieres que el arte y la pintura te decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte.

Me contó que los ilustradores y calígrafos de Tabriz, los conocía a todos gracias a que les encargaba libros para los bajas y los potentados de Estambul y de las provincias, se encontraban sumidos en la pobreza y la desesperación. Y no sólo en Tabriz, también en Meshed y en Alepo muchos artesanos habían dejado de ilustrar libros a causa de la falta de dinero y de interés y habían comenzado a pintar en hojas sueltas y a dibujar monstruosidades para divertir a los viajeros francos e incluso escenas obscenas. Había oído que el libro que el sha Abbas le había regalado a Nuestro Sultán cuando el acuerdo de paz de Tabriz había sido desencuadernado y que las páginas se habían empezado a usar para otro libro. Ekber, el sultán de la India, estaba repartiendo tales cantidades de dinero para un nuevo gran libro, que los más brillantes ilustradores de Tabriz y Kazvin estaban dejando los trabajos que tenían entre manos y corrían a su palacio.

Mientras me contaba todo aquello, de vez en cuando introducía dulcemente otros relatos. Por ejemplo, me contaba la divertida historia de un falso Mahdi, o me describía la inquietud producida entre los uzbecos porque el príncipe bobo que los safavíes les habían enviado como rehén se les había muerto tras tres días de fiebres, y me sonreía. Pero yo comprendía por una sombra que caía sobre sus ojos que aún no se había resuelto aquel asunto que nos atemorizaba y del que tan difícil nos resultaba hablar.

Por supuesto, Negro se había enamorado de mi única y bella hija, Seküre, como cualquier otro joven que entrara en casa, que hubiera oído lo que se contaba de nosotros o que tuviera noticia de su existencia aunque fuera de lejos. Quizá yo no lo considerara algo peligroso a lo que debería haber prestado atención puesto que, por aquel entonces, todos estaban enamorados de mi hija, la bella entre las bellas, y la mayoría sin ni siquiera haberla visto. Pero el de Negro era el amor desesperado de un joven que entraba y salía de casa, que era aceptado y querido en ella y que tenía la posibilidad de ver a Seküre. No consiguió enterrar su amor en su corazón, como yo esperaba, y cometió el error de confesarle a mi hija el violento fuego que le consumía.

Después de aquello se vio forzado a no volver a poner el pie en nuestra casa.

Creo que Negro sabía que mi hija se había casado en la flor de la edad con un caballero tres años después de que él abandonara Estambul, que el guerrero, que no tenía el menor seso, había partido a la guerra después de que mi hija le diera dos varones y no había regresado y que nadie había tenido noticias de él desde hacía cuatro años. Comprendía que lo sabía desde hacía mucho, no porque tales cotilleos y rumores se extiendan rápidamente por Estambul, sino por su forma de mirarme a los ojos en los momentos de silencio que se producían entre nosotros. Incluso ahora, mientras le echa una mirada al
Libro del alma
, abierto en su atril, me doy cuenta de que está prestando atención al ruido de los niños andurreando por la casa porque sabe que mi hija regresó a la casa de su padre con sus dos hijos hace dos años.

No habíamos hablado de esta casa nueva que había ordenado construir durante la ausencia de Negro. Muy probablemente Negro, como cualquier otro joven ambicioso que tuviera en mente llegar a poseer fama y fortuna, consideraba de mala educación mencionar tales temas. De todas formas, en cuanto entró en la casa, de hecho todavía estábamos en las escaleras, le dije que el segundo piso era más seco y que mudarme a él le había venido muy bien al dolor de mis huesos. Al decir segundo piso sentía una extraña vergüenza, pero dejadme explicároslo: dentro de muy poco, gente con mucha menos fortuna que yo, incluso cualquier simple caballero que posea una pequeña finca, podrá ser capaz de construirse una casa de dos pisos.

Estábamos en la habitación que usaba en invierno como taller de pintura. Noté que Negro sentía la presencia de Seküre en la habitación de al lado. Inicié rápidamente la cuestión que le había mencionado en la carta que le envié a Tabriz llamándole a Estambul.

—Al igual que tú hacías en Tabriz con calígrafos e ilustradores, yo también estaba preparando un libro —le dije—. La persona que me ha hecho el encargo es Nuestro Señor el Sultán, Pilar del Universo. Como el libro es un secreto, el Sultán ordenó al Tesorero Imperial que me entregara dinero ocultamente. Llegué a acuerdos con cada uno de los mejores ilustradores de los talleres del Sultán. A alguno le hacía dibujar un perro, a otro un árbol, a otro adornos para los márgenes y nubes en el horizonte, a otro caballos. Quiero que las cosas que he ordenado pintar representen todo el mundo sobre el que reina Nuestro Sultán, exactamente igual a como lo pintan los maestros venecianos. Pero, al contrario que las de los venecianos, las nuestras no serán pinturas de objetos y posesiones sino, por supuesto, de las riquezas interiores, de las alegrías y los miedos del mundo sobre el que gobierna Nuestro Sultán. Si he hecho que se pinte dinero es para despreciarlo, he colocado al Demonio y a la Muerte porque les tememos. No sé qué dirán los rumores. Quise que la inmortalidad de los árboles, el cansancio de los caballos y la desvergüenza de los perros representaran a Su Majestad el Sultán y su mundo. Y además les pedí a mis ilustradores, a los que he llamado en clave Cigüeña, Aceituna, Donoso y Mariposa, que escogieran temas a su gusto. Incluso las noches más frías y nefastas de invierno siempre venía a verme en secreto alguno de los ilustradores del Sultán para enseñarme lo que había pintado para el libro.

»Cómo pintábamos y por qué lo hacíamos así es algo que todavía no puedo explicarte del todo. No porque quiera ocultártelo ni porque no pueda decírtelo. Sino porque es como si ni yo supiera exactamente lo que significan las pinturas. Sin embargo, sé cómo deben ser.

Supe por el barbero de la calle de nuestro antiguo hogar que Negro había regresado a Estambul cuatro meses después de mi carta y le llamé a casa. Sabía que en mi historia había una promesa de problemas y felicidad que nos uniría.

—Cada pintura cuenta una historia —continué—. Para embellecer el libro que leemos, el ilustrador pinta la escena más hermosa. La primera vez que los amantes se ven; cómo el héroe Rüstem le corta la cabeza al monstruo demoníaco; la pena de Rüstem al comprender que el extraño que ha matado era su propio hijo; a Mecnun, que ha perdido la cabeza por amor, en la naturaleza salvaje y desierta rodeado de leones, tigres, ciervos y chacales; la preocupación de Alejandro al ver cómo un águila enorme descuartiza su propia becada en el bosque al que ha ido para que los pájaros le revelen el futuro antes de una batalla... Nuestros ojos, que se cansan leyendo estas historias, descansan mirando las ilustraciones. Si hay algo en la historia que a nuestra mente y a nuestra imaginación les cueste representarse, de inmediato acude en nuestra ayuda la ilustración. La pintura, el florecimiento en colores de la historia. Nadie puede imaginar una pintura sin historia.

»O eso creía —añadí como arrepentido—. Pero podía hacerse. Hace dos años volví a ir a Venecia como embajador de Nuestro Sultán. Observaba las imágenes de caras que hacían los maestros italianos. Sin saber a qué escena de qué relato correspondía la pintura, pero intentando comprenderla y extraer la historia. Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto.

»Ante todo, la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. Pero según la miraba iba sintiendo que me parecía a él. Y lo curioso es que no nos parecíamos en nada. Tenía una cara redonda, sin huesos, sin pómulos, y al contrario que en el mío, en su rostro no había el menor rastro de una barbilla tan maravillosa como la que yo tengo. No se me parecía en absoluto, pero, por alguna extraña razón, al mirarla se me conmovía el corazón como si fuera mi propia imagen.

»Supe por el caballero veneciano que me enseñaba el palacio que la pintura de la pared era la imagen de un amigo suyo, de un caballero noble como él. En la pintura había ordenado incluir todo lo que era importante para él. En el paisaje que se veía por la ventana abierta que tenía detrás se divisaban una finca, una aldea y un bosque que parecía real al mezclarse los colores unos con otros. En la mesa que había ante él tenía un reloj, libros, el Tiempo, el Mal, la Vida, una pluma, un mapa, una brújula, cajas que contenían monedas de oro y todo tipo de baratijas, cosas que había notado pero no comprendido en quién sabe cuántas otras pinturas... La sombra de un duende o del Diablo y, luego, junto a su padre, su hermosa hija, bella como un sueño.

»¿Para completar y adornar qué historia se había hecho aquella pintura? Al mirarla comprendía que la pintura era la historia en sí misma. No era la prolongación de una historia, sino algo en sí mismo.

»No se me iba de la cabeza aquella pintura delante de la cual me había quedado tan atónito. Me fui del palacio, regresé a la casa en que me hospedaba y estuve toda la noche pensando en ella. Me habría gustado poder ser pintado así. No, yo no tenía derecho, ¡era Nuestro Sultán quien debía ser pintado así! Nuestro Sultán debía ser pintado con todo lo que poseía, con todo lo que mostrara su mundo y representara sus confines. Pensé que se podía ilustrar un libro siguiendo esa idea.

»El maestro italiano había pintado de tal manera el cuadro del caballero veneciano que enseguida comprendías a quién correspondía la imagen. Aunque nunca lo hubieras visto, si te pedían que lo buscaras en medio de la multitud, lo encontrarías entre miles de otros hombres gracias a la pintura. Los maestros venecianos habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar un hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus condecoraciones, sino a los rasgos de su cara. A eso es a lo que llaman retrato.

»Con que tu cara sea pintada así una sola vez, ya nadie será capaz de olvidarte. Por muy lejos que estés, aquel que mire tu imagen te sentirá muy cerca de sí. Todos aquellos que no te hayan visto en vida, años después de tu muerte pueden encontrarse frente a frente contigo como si te tuvieran delante.

Guardamos silencio largo rato. Por la parte superior de la ventana de la antecámara que daba a la calle, ventanuco que nunca abríamos y que acababa de tapar con una tela encerada, se filtraba una luz espeluznante del color del frío del exterior.

—Tenía un ilustrador —dije— que, como los demás, venía a escondidas a casa para el asunto del libro secreto del Sultán y trabajábamos hasta el amanecer. Era el que hacía los mejores dorados. Una noche el pobre Maese Donoso salió de aquí pero nunca regresó a su casa. Me temo que hayan matado a mi maestro iluminador.

6. Yo, Orhan

-¿Que lo han matado? —dijo Negro.

Aquel Negro era un hombre alto, delgado y un poco escalofriante. Iba hacia ellos cuando...

—Lo han matado —respondió mi abuelo, y me vio—. ¿Qué haces tú aquí?

Me miraba de tal manera que me senté en su regazo sin dudar, pero me bajó de inmediato.

—Bésale la mano a Negro —me dijo.

Le besé la mano. No olía a nada.

—Muy simpático —comentó Negro besándome en la mejilla—. Con el tiempo será todo un hombretón.

—Éste es Orhan, tiene seis años. Tiene un hermano mayor, Sevket, de siete. Ése es el más cabezota de los dos.

—He ido a la calle de Aksaray —comentó Negro—. Hacía frío y todo estaba cubierto de hielo y nieve, pero es como si nada hubiera cambiado.

—Todo ha cambiado, todo ha empeorado —le respondió mi abuelo—. Y mucho —se volvió hacia mí—. ¿Dónde está tu hermano?

—Con el maestro.

—Y tú ¿por qué estás aquí?

—El maestro me dijo que lo había hecho muy bien y que ya podía irme.

—¿Y has venido tú solo? —me preguntó mi abuelo—. Debería haberte traído tu hermano —luego se dirigió a Negro—. Tengo un amigo encuadernador al que van dos veces por semana después de la escuela coránica, le hacen de aprendices y aprenden el oficio.

—¿Te gusta también pintar, como a tu abuelo?

No respondí.

—Bueno —dijo el abuelo—. Ahora lárgate de aquí.

El calor que emanaba del brasero era tan agradable que no quise separarme de ellos. Me detuve por un momento oliendo a pintura y a cola. También olía a café.

—¿Pintar de otra manera, ver de otra manera? —continuó el abuelo—. Por eso mataron al pobre iluminador. Además, él doraba al estilo antiguo. Ni siquiera sé si está muerto, simplemente ha desaparecido. Estaban ilustrando un libro de las festividades para el sultán a las órdenes del Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Todos trabajan en casa. El Maestro Osman está en el taller imperial. Quiero que primero vayas allí y lo veas todo con tus propios ojos. Me da miedo que los otros hayan empezado a discutir y a matarse entre ellos. Se les llama por los nombres que el Maestro Osman les puso hace años: Mariposa, Aceituna, Cigüeña... Ve a sus casas y obsérvalos...

En lugar de bajar por las escaleras di media vuelta. En la habitación del armario empotrado, donde dormía Hayriye, sonaba un ruido, así que fui hasta allí. Dentro no estaba Hayriye, sino mi madre. Al verme se ruborizó. Tenía medio cuerpo dentro del armario.

—¿Dónde estabas? —me preguntó.

Pero ya sabía dónde había estado. En el armario había un agujero y desde allí se veía el cuarto de pintura del abuelo y, si la puerta estaba abierta, la antecámara y luego, más allá de la antecámara, el cuarto donde dormía el abuelo, si también tenía la puerta abierta, por supuesto.

—Estaba con el abuelo —le contesté—. ¿Qué haces tú aquí, madre?

—¿No te había dicho que tenía un invitado y que no se podía ir a verle? —me gritaba, pero no en voz alta porque no quería que el invitado la oyera—. ¿Qué estaban haciendo? —me preguntó entonces con voz dulce.

—Están sentados, pero no pintando. El abuelo está contando algo y el otro le escucha.

—¿Cómo está sentado?

Me senté de repente en el suelo imitando al invitado. Mira, madre, ahora soy un hombre muy serio; ahora estoy prestando atención al abuelo con el ceño fruncido y sacudo rítmicamente la cabeza como si estuviera escuchando una oración por los muertos, tan serio como el invitado.

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