Read Me llamo Rojo Online

Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (7 page)

BOOK: Me llamo Rojo
7.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ahora es casi de noche y mi marido Nesim y yo, dos viejos quejicas, estamos sentados junto a la chimenea en nuestra casa del pequeño barrio judío que hay subiendo desde el Cuerno de Oro y le echamos leña al fuego intentando calentarnos. No le prestéis demasiada atención a que me llame vieja, en cuanto meto entre los pañuelos de seda, los guantes, las sábanas y las camisas de colores que he sacado de algún barco portugués, que si anillos, que si pendientes, que si gargantillas, en fin, toda la quincalla cara o barata capaz de excitar a las mujeres, y me echo el atado al brazo, Estambul se convierte en el puchero y Ester en el cucharón y no queda calleja por la que no me meta. No hay carta o cotilleo que no lleve de puerta en puerta y yo he casado a la mitad de las muchachas de este Estambul, aunque ahora no lo digo para presumir. Decía que estábamos sentados en casa y casi era de noche, cuando, toc toc, llamaron a la puerta, fui a abrir y me encontré a esa estúpida esclava, Hayriye. Llevaba una carta. Me explicó lo que Seküre quería de mí, temblando no sé si de frío o de nerviosismo.

En un primer momento creía que tendría que llevar la carta a Hasan y por eso me sorprendí tanto. Ya conocéis al marido de la hermosa Seküre, ese que nunca vuelve de la guerra, aunque yo creo que hace ya mucho que le agujerearon el pellejo al muy desgraciado. Pues este marido militar que nunca volverá a casa tiene un hermano que es todo un exaltado; se llama Hasan. Pero por fin comprendí que la carta no era para;Hasan, sino para otro. ¿Qué ponía en la carta? Ester estaba a punto de rabiar de curiosidad. Por fin logré leerla.

Vosotros y yo no nos conocemos demasiado. La verdad es que de repente me ha dado vergüenza. No os diré cómo conseguí leer la carta. Quizá me reprochéis mi curiosidad —como si vosotros no fuerais curiosos como barberos— y me despreciéis por haberlo hecho. Sólo os diré lo que oí cuando me leyeron la carta. La dulce Seküre había escrito lo siguiente:

Mi señor Negro:

Vienes a mi casa aprovechándote de la amistad que te une a mi padre. Pero no te creas que conseguirás cualquier señal por mi parte. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Me casé y tengo dos hijos preciosos. Uno es Orhan, al que has podido ver hace un instante porque entró en la habitación. Llevo cuatro años esperando a mi marido y no pienso en otra cosa. Puede que me sienta sola, desesperada y débil cuidando de dos niños y un padre anciano, puede que necesite la fuerza y la protección de un hombre, pero que nadie crea que puede aprovecharse de mi situación. Así que, por favor, no vuelvas a llamar a nuestra puerta. Ya me avergonzaste una vez y entonces me vi obligada a sufrir lo indecible para demostrar mi inocencia ante los ojos de mi padre. Con esta carta te devuelvo la pintura que habías pintado y me enviaste cuando eras un joven presuntuoso e inconsciente. Para que no alimentes vanas esperanzas ni malinterpretes ninguna señal. Es un error creer que alguien puede enamorarse mirando una pintura. No vuelvas a poner los pies en nuestra casa, será lo mejor.

¡Mi pobrecita Seküre no es un hombre, un bajá o un bey, como para poner debajo un vistoso sello! Al pie de la carta había firmado con la inicial de su nombre, que parecía un pajarito asustado, y eso era todo.

He dicho un sello. Seguro que sentís curiosidad por saber cómo abro esas cartas selladas. ¡Pero si no están selladas! Mi querida Seküre habrá pensado: «Ester es una judía ignorante y no sabe entender nuestra letra». Es verdad, no soy capaz de entender vuestra letra, pero hago que alguien me la lea. Además, puedo leer perfectamente vuestras cartas sin necesidad de eso. No me entendéis, ¿verdad?

Voy a explicarlo de otra manera para que vuestras duras cabezas puedan comprenderlo.

Una carta no dice lo que quiere decir sólo con lo que está escrito. Las cartas, como los libros, se leen también oliéndolas, tocándolas, manoseándolas. Por eso las personas inteligentes te dicen «lee la carta a ver qué dice» y las estúpidas «lee la carta a ver qué pone». La verdadera habilidad está en leer la carta por entero y no sólo lo que dicen las letras. Escuchad ahora las otras cosas que decía Seküre:

1. Aunque envío la carta en secreto, si lo hago a través de Ester, que ha convertido el acarreo de mensajes en un oficio y un hábito, es que no tengo la intención de que sea demasiado en secreto.

2. También el que haya doblado el papel tanto comopasta de hojaldre implica secreto y misterio. Pero la carta está abierta. Además, contiene una enorme pintura. La intención es aparentar: «Por Dios, ocultemos nuestro secreto a todo el mundo». Esto corresponde más a una carta de amor que a una de rechazo.

3. Lo cual confirma el perfume de la carta. Este perfume, tan impreciso como para que dude el que la tome en susmanos (¿la perfumaría a sabiendas?) pero tan atractivo como para no pasar desapercibido (¿es aroma de geranios o el de su propia mano?) bastó para que el pobrecillo que me la leyó perdiera la cabeza. Y supongo que lo mismo le ocurrirá a Negro.

4. Ester no sabe leer ni escribir pero aunque por elfluir de las líneas la pluma esté diciendo: «Tengo prisa y escribo sin prestar atención a la letra», se puede comprender por el elegante temblor que las posee, como si las llevara una dulce brisa, que en realidad estas letras quieren decir exactamente lo contrario. Y aunque cuando habla de Orhan la expresión «hace un instante» implique «ahora», está claro que había preparado un borrador de la carta porque en cada línea podemos notar el cuidado con que ha sido escrita.

5. En cuanto a la imagen que acompaña la carta, describe cómo la bella Sirin se enamoró del apuesto Hüsrev mirando su imagen, una historia que hasta yo, Ester la judía, conozco. A todas las mujeres soñadoras de Estambul les encanta esa historia pero es la primera vez que veo que se envíe una pintura.

Es algo que os ocurre a menudo a vosotros afortunados que sabéis leer y escribir: una muchacha que no sabe hacerlo os ruega que le leáis una carta que le han enviado y vosotros cumplís su deseo. Lo que está escrito es tan sorprendente, excitante e inquietante que la dueña de la carta, aunque le avergüence que compartáis su intimidad, se traga su aturdimiento y os pide que se la leáis una vez más. Volvéis a leérsela. Por fin la habéis leído tantas veces que ambos acabáis por aprendérosla de memoria. Luego coge la carta en sus manos, os pregunta si dice esto aquí y aquello allí y mira sin entender las letras del punto que le señaláis con el dedo. A veces me siento tan conmovida por esas jóvenes que miran las curvas de las letras que forman palabras que son incapaces de leer pero que se aprenden de memoria, que me olvido de que yo tampoco sé leer ni escribir y me gustaría besar a esas muchachas analfabetas que riegan las cartas con sus lágrimas.

Y luego hay otros que son unos desgraciados, tened mucho cuidado en no pareceros a ellos: cuando la muchacha toma la carta en sus manos para volver a tocarla y quiere saber qué palabra dice qué cosa aunque no la entienda, los muy animales le dicen «¿Y para qué, si no sabes leer? ¿Qué más quieres mirar?». Algunos ni siquiera le devuelven la carta, como si fuera suya, y es a mí, a Ester, a quien le toca discutir con ellos y conseguir la carta de vuelta. Ése es el tipo de buena mujer que soy yo, Ester; si me caéis bien, también a vosotros os ayudaré.

9. Yo, Seküre

¿Por qué estaba allí, en la ventana, cuando Negro pasaba ante mí montado en su caballo blanco? ¿Por qué justo en ese momento abrí instintivamente los postigos y le miré largo rato por entre las ramas nevadas del granado? No puedo responderos con precisión. Fui yo la que mandó aviso a Ester a través de Hayriye; por supuesto, sabía que Negro pasaría por allí. Mientras tanto, subí sola a la habitación del armario empotrado, que da al granado, para buscar entre las sábanas de los baúles. Cuando tiré de los postigos con todas mis fuerzas y la excitación del instante porque me salía de dentro, el sol llenó la habitación. Me detuve ante la ventana y mi mirada se cruzó con la de Negro como si el sol me deslumbrara. Fue muy hermoso.

Había crecido y madurado, había superado aquel torpe desmadejamiento de su juventud y se había convertido en un hombre muy apuesto. Mira, Seküre, me dijo mi corazón, Negro no es sólo apuesto, mírale a los ojos, su corazón es como el de un niño, limpio y solitario. Cásate con él. Pero yo le había enviado una carta en la que le decía justo lo contrario.

Aunque él tenía doce años más que yo, cuando yo tenía otros tantos ya sabía que era más madura que él. Por aquel entonces, en lugar de plantarse ante mí como un hombre y decirme voy a hacer esto y lo otro, saltaré desde allí o treparé hasta allá, se sumergía en el libro y la pintura que tenía delante, avergonzado de todo y así se escondía. Luego también él se enamoró de mí. Pintó una ilustración para expresarme su amor. Ambos habíamos crecido ya. Cuando cumplí los doce años noté que Negro no podía mirarme a los ojos, como si temiera que si nuestras miradas se cruzaban yo comprendería que estaba enamorado de mí. Me decía, por ejemplo, «¿Me das ese cortaplumas con el mango de marfil?», pero miraba el cortaplumas en lugar de levantar la mirada y mirarme a los ojos. Si yo le preguntaba, por ejemplo, «¿Está bueno el jarabe de guindas?», no lo expresaba como lo haría cualquiera de nosotros cuando tiene la boca llena, con una dulce sonrisa o un gesto de la cara. Gritaba «¡Sí!» con todas sus fuerzas como si hablara con un sordo porque no se atrevía a mirarme a la cara de puro miedo. Por entonces yo era muy bonita. Todos los hombres que podían verme, aunque sólo fuera una vez a lo lejos y a través de múltiples cortinas, puertas y telas, caían inmediatamente enamorados de mí. No cuento todo esto por presumir, sino para que comprendáis mi historia y compartáis mi pena.

En la conocida historia de Hüsrev y Sirin hay un momento del que Negro y yo hablábamos mucho. Sapur está decido a que Hüsrev y Sirin se enamoren. Un día, cuando Sirin sale a pasear con sus doncellas por el campo, Sapur cuelga a escondidas una imagen de Hüsrev de una de las ramas del árbol bajo el cual se han sentado a descansar. Sirin, al ver colgada de un árbol de aquel hermoso jardín la imagen de Hüsrev, se enamora de él. Se ha pintado muchas veces ese momento, o mejor esa escena, como dicen los ilustradores, en el que se muestra cómo Sirin observa admirada y sorprendida la imagen de Hüsrev colgada de la rama. Cuando Negro trabajaba con mi padre vio muchas veces esa pintura y en dos ocasiones la copió tal cual era siguiendo el original. Luego, cuando se enamoró de mí, la volvió a hacer una vez más, en esa ocasión para él. Pero en lugar de los Hüsrev y Sirin del original nos pintó a nosotros, a Negro y a Seküre. De no haber sido por la leyenda que acompañaba a la muchacha y al hombre de la pintura, sólo yo habría comprendido que se trataba de nosotros, porque a veces, de broma, nos había pintado con los mismos trazos y colores: yo vestida de azul y él de rojo. Pero, como si eso no bastara, había escrito nuestrosnombres debajo de las figuras de Hüsrev y Sirin. Dejó la ilustración en un lugar donde yo pudiera verla y huyó como si fuera un delito. Recuerdo que me observó mientras yo contemplaba la pintura para ver cuál iba a ser mi reacción.

En un primer momento no mostré ninguna porque sabía perfectamente que no podría enamorarme de él como Sirin. Después de que Negro hubiera regresado a su casa aquella tarde de verano, mientras intentábamos refrescarnos con jarabes de cereza enfriados con hielo que decían haber traído de la mismísima montaña de Uludag, le dije a mi padre que me había declarado su amor. Por aquel entonces Negro acababa de salir de la medersa. Trabajaba como profesor en los suburbios, y, más que por deseo propio porque mi padre le forzó a ello, intentaba obtener el mecenazgo del poderoso e influyente Naim Bajá. Pero según mi padre, Negro tenía la cabeza a pájaros. Mi padre, que se esforzaba en conseguir que Negro trabajara para Naim Bajá, por lo menos como secretario para empezar, y que se quejaba de que el mismo Negro no hacía nada para lograrlo, o sea, que se comportaba como un cretino, le dijo a mi madre aquella tarde refiriéndose a nosotros dos: «Así que tu sobrino el menesteroso tenía miras más altas —y añadió sin hacerle demasiado caso a mi madre—: Así que era más listo de lo que creíamos».

Recuerdo con tristeza todo lo que mi padre hizo en los días que siguieron, cómo me mantuve lejos de Negro y cómo él dejó de aparecer primero por casa y después por nuestro barrio, pero no quiero contároslo: para que no dejéis de estimarnos a padre y a mí. Creedme, no teníamos otra salida. El amor desesperado debe comprender que realmente es desesperado y el corazón rebelde aceptar que todo en el mundo tiene sus límites y en situaciones parecidas la gente sensata corta por lo sano con toda la razón diciendo muy educadamente: «No nos encontraron adecuados el uno para el otro. Así es como debía ser». Me permito recordar que mi madre insistió varias veces: «Por lo menos no le rompáis el corazón al muchacho». Negro, ese al que mi madre llamaba muchacho, tenía veinticuatro años y yo la mitad. Puede ser que mi padre no cumpliera adrede la petición de mi madre porque consideraba una insolencia la declaración de amor de Negro.

Cuando recibimos nuevas de que había abandonado Estambul, aunque no lo hubiéramos olvidado del todo, lo cierto es que ya lo habíamos arrancado completamente de nuestros corazones. Como durante años no tuvimos noticias suyas desde ninguna ciudad, pensé que lo más adecuado era guardar la pintura que había hecho y que me había enseñado como un recuerdo de nuestra niñez y un símbolo de nuestra amistad infantil. Para que ni primero mi padre ni luego mi marido el soldado encontraran la pintura y se molestaran o sintieran celos, cubrí magistralmente los nombres de Seküre y Negro como si se hubiera derramado la tinta china de mi padre y luego lo hubieran disimulado convirtiendo los goterones en flores. Teniendo en cuenta que hoy le he devuelto la pintura, aquellos de vosotros que intenten criticarme por haberme mostrado a él en la ventana quizá deberían avergonzarse un poco y pensárselo dos veces.

Tras aparecer repentinamente ante él después de doce años me quedé un rato allí, delante de la ventana, bajo los rayos rojos del sol vespertino y estuve contemplando admirada, hasta que sentí frío, cómo con aquella luz el jardín se envolvía primero en un color ligeramente rojizo que luego se convertía en anaranjado. No había la menor brisa. No me importaba lo más mínimo lo que podría haber dicho cualquiera, o mi padre, si me hubieran visto asomada a la ventana, o si hubieran visto que Negro volvía a pasar a caballo ante mí. Mesrure, una de las hijas de Ziver Bajá, con las que voy a los baños una vez por semana y con las que tanto me divierto, y que siempre habla de la forma más sorprendente y en el momento más inesperado, me dijo en cierta ocasión que ni siquiera una misma puede estar nunca exactamente segura de lo que piensa. Y yo creo lo siguiente: a veces digo algo y mientras lo estoy diciendo comprendo que es lo que pienso, pero justo cuando acabo de comprenderlo, ya estoy absolutamente convencida de lo contrario.

BOOK: Me llamo Rojo
7.85Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tron by Brian Daley
Pure Lust Vol. 4 by M. S. Parker
Kingdom's Call by Chuck Black
A Man in a Distant Field by Theresa Kishkan
Fields of Blue Flax by Sue Lawrence
Ollie by Olivier Dunrea
Sabotaged by Margaret Peterson Haddix
This Must Be the Place by Maggie O'Farrell
Striker by Michelle Betham