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Authors: Espido Freire
—Han matado a mi prima.
—¿Qué dices?
Y Rodrigo, que nunca encontraba nada que decir, continuó hablando.
—Al menos, ahora puedes venirte para aquí.
Elsa caminaba de un lado a otro del pasillo, toda la longitud que le permitía el cable del teléfono.
—Estás loco. ¿Cómo quieres que vaya ahora? Acaban de matarla.
—Lo siento. No creas que no lo lamento. Pero el que la hayan… que haya sucedido eso prueba que no eras tú a quien buscaban.
Ella se detuvo en seco, enroscando el cable del teléfono.
—¿Y si no era así? ¿Si era a mí a quien pretendían matar? ¿Cómo sé que no la amenazaban a ella creyendo que era yo? Siempre hemos visto las cosas desde mi enfoque. ¿Y si era al revés? ¿Y si en lugar de matarme a mí la han matado a ella?
Calló.
—¿Cómo puedo saber a quién querían matar? ¿Como paedo estar segura de que no era a mí? ¿Y si Elsa ha muerto por error?
—Eso no…
El silencio acrecentó la duda.
—Esa no puede ser, Tienes que volver cuanto antes a una vida normal. Deja de calentarte la cabeza con enigmas. Tú jamás te has buscado ningún problema. La seguían a ella, y ahora ya tienen lo que buscaban.
Rodrigo estaba muy asustado, y hablaba con más severidad de la que acostumbraba. Escuchaba de fondo los pasos de Elsa, atrás y adelante, sobre las maderas del pasillo. Tarde le llegó la respuesta.
—No tienes ni idea de lo que es esto. No puedes ni imaginarlo. Crees que tienes todas las soluciones, ahí, seguro en Desrein, sin nada que temer. Para tí es fácil decir
haz, ven, no pasa nada.
Haré lo que me parezca.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Tú qué crees?
También ella estaba asustada. No era aquello lo que quería decir.
Ven, Rodrigo, ámame, no me dejes, no permitas que piense, consuélame, dime lo que necesito oír, tú debes saberlo, tú me conoces, tú me quieres.
Pero a cambio dijo:
—No sé ni lo que digo. Te llamaré luego, Rodrigo.
Él colgó sin contestar, y no supo si le había llegado su disculpa.
—Rodrigo…
Entonces el mundo se desintegró definitivamente, y sintió lo que era vivir sin aire. Respiró muy profundamente, creyendo que se ahogaba. Dejó el auricular en su sitio y recorrió el pasillo con un dedo siguiendo la pared. Dudó por un momento. Cogió la chaqueta y las llaves.
—Me voy a dar una vuelta —gritó.
Bajó las escaleras casi corriendo. Se le habían olvidado los nombres de las calles. La vida sin Rodrigo. Cómo podría afrontar la vida, aunque fuera por un momento, sin Rodrigo. La vida sin Elsa pequeña. Sin las cosas seguras, sin lo que siempre había existido.
—
Ahora no puedo llorar
—pensó—.
Estoy en público. Respira, respira. Este dolor va a pasar. No pienso llorar.
Paró ante un cartel de una marquesina, y lo miró fijamente, hasta que desapareció la sensación de desamparo. Entró en unos grandes almacenes, que finalizaban las ofertas de verano, y luego, como le quedaba de camino, en el museo. No había estado allí antes. Era un museo pequeñito, con un buen fondo arqueológico, pero dotado de pocas pinturas interesantes. Elsa subió, bajó, hizo un itinerario desorganizado que le hubiera puesto nerviosa en cualquier otra ocasión, y paró ante cada cuadro, analizándolo sin verlo.
Llegó ante una sala que albergaba varias obras prestadas. Una naturaleza muerta muy notable, varios retratos del mismo pintor. Frente a Elsa grande colgaba un cuadro diminuto, una mujer de perfil. Una trenza rubia le enmarcaba la línea del pelo y la oreja, y acababa en el moño. Las manos, muy pequeñas, surgían de unas grandes bocamangas de terciopelo rojo, y descansaban en el regazo.
Se parecía a Elsa pequeña.
Vestida de rojo, el color prohibido de la Orden, el de aquella tela flotante y liviana que Elsa pequeña guardaba cuidadosamente doblada en el armario, lana y seda, con la que bailaba cuando aún era feliz.
Se parecía a Elsa pequeña.
Elsa grande permaneció sentada en aquella sala, ante el retrato, mucho tiempo. De cuando en cuando, un guarda del museo se asomaba, la contemplaba unos instantes y salía de nuevo.
Cuando anocheció, el guardia se acercó a ella.
—Vamos a cerrar en un momento —dijo. Luego insistió—: Señorita, vamos a cerrar.
Elsa levantó la cabeza.
—Sí. Sí, perdone. Ya me voy.
Mientras ella recorría las salas fueron apagando las luces. Salió del edificio y por un momento no supo qué hacer, ni recordó con mucha claridad lo que había ocurrido aquel día, ni qué hacía en aquella ciudad. Luego regresó a casa, a continuar completando su historia no contada.
Existen infinitos modos de matar a una persona. Muchos de ellos son fáciles. Existe el olvido, lléga la muerte. Se olvida todos los días, y los muertos son discretos. No regresan de la muerte. Ni del olvido. Olvidaron a Elsa tantas veces, tanta gente. A tantas Elsas. Simplemente, pasó su tiempo, continuó la vida y su lugar fue ocupado por otras cosas, por otras personas.
Hubiera sido inútil buscar culpables.
Espido Freire nació en Bilbao en 1974. Desde niña estuvo en contacto con el mundo musical, especialmente la música antigua. Estudió Filología Inglesa en la Universidad de Deusto, donde fue responsable de diversas actividades culturales literarias. Su primera novela,
Irlanda
(Planeta, 1998), fue muy bien acogida por la crítica, y los elogios se repitieron con
Donde siempre
es
octubre
(Seix Barral, 1999). Tras el éxito obtenido con
Melocotones helados
(Premio Planeta 1999), Espido Freire colaboró en el libro colectivo
Ser mujer
(Temas de Hoy, 2000) y publicó su primera obra de no ficción,
Primer amor
(Temas de Hoy, 2000).