Melocotones helados (22 page)

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Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
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—Eres una cría —contestaba—. El miedo te hace ver fantasmas por todas partes. No ocurrirá nada. Incluso podremos regresar el año que viene. John es un seductor. ¿Crees que le da a esto la importancia que tú piensas? Yo desapareceré, otra me sustituirá. A saber a cuántas otras habrá invitado a tomar un café. No quiero ni pensar en ello.

—Arreglas siempre las cosas de la misma manera. No piensas en ello. ¿Crees que con eso se soluciona todo?

—Déjame en paz, Elsa. No tengo ganas de sufrir.

No deseaba sufrir.

Cuando regresaron a Desrein con el certificado en la maleta y el verano escapando al galope tras sus espaldas, hicieron las paces. Elsa reconoció haberse excedido en sus miedos, y Blanca se disculpó por su mala cabeza. El secreto compartido estrechó aún más sus lazos.

—Siempre quiero que todo salga como yo pienso —dijo Elsa.

—Siempre dejo todo a la improvisación —dijo, por su parte, Blanca.

—Siempre creo que el futuro se muestra negro y nos va a engullir.

—Siempre creo que todo será de color de rosa.

Aunque no lo supieron, Elsa fue, de las dos, la que mejor adivinó el porvenir. Con el inicio del otoño, se descubrieron irregularidades en los cursos de verano: no las admisiones falsificadas de niñas que jugaban a ser mayores, sino becas asignadas con doble intención, dinero que desaparecía y qué beneficiaba a quien no debía. Mucho dinero. Sin justificación posible. De modo fulminante, pero intentando no levantar demasiado barro, el director de los cursos perdió su puesto. Con él cayeron favoritos y discípulos. Todo profesor que hubiera sido contratado por el antiguo director resultaba ahora sospechoso.

Así fue como Swordborn, recostado sobre la cama, con su eterno cigarrillo, leyó la carta en la que le invitaban a defender su plaza.


Este momento tenía que llegar un día u otro. Se acabó el verano.

Se presentó a las pruebas que le impusieron e, injustamente, las suspendió. Le importó menos de lo que imaginaba. Lorda, perezosa, con sus gaviotas y su ruido de mar, se había quedado vacía, y se encaminaba tranquilamente al sopor del invierno. John miró por la ventana y notó que sus ataduras habían desaparecido. Mientras empaquetaba sus libros, sus cientos de cintas y grabaciones, recordaba a Blanca, que no había dado más señales de vida.

—Me
ama. No me ama
—y pensar continuamente en ella, aunque fuera para convencerse de que no le amaba, le resultaba más dulce que cosa alguna.

No le había dejado su teléfono, ni más forma de con-

tactar con ella que una dirección. Le escribió varias cartas, ya de vuelta a su país. Ocultó las razones de su mar-

cha, un poco avergonzado, y sólo dejó entrever una oportunidad única que no podía desechar, cosa que tampoco se alejaba demasiado de la realidad, porque sus padres acababan de formar una productora, y querían que trabajara con ellos. En unos días alquilarían los locales, y en cuanto Blanca lo deseara, podría entrar como guionista. Como cámara. Como lo que fuera.


No puedo imaginarme ya una vida sin ti. ¿Te extraña?
—escribía—.
También a mi. Fuera lo que fuera lo que he sentido hasta ahora, no puede compararse a lo que he conocido contigo.

Pacientemente, como si se tratara de un rompecabezas, buscaba la manera de encajar fragmentos de vida, de casualidades, de trucos filosofales que le devolvieran a Blanca, que le consiguieran para siempre a Blanca.

La dirección que Blanca le había dado era falsa. Pertenecía a un piso de estudiantes en el que había vivido su hermana. De ese modo ella se libraba de la angustia de acudir al buzón para ver si el extranjero se había dignado a escribir. Pero si por casualidad él quisiera encontrarla, habría modos de que Blanca se enterara.

Con sus amigas, que esperaban ansiosas las aventuras de las dos osadas durante el verano, se habían mostrado misteriosas.

—Haber venido.

—Si supiéramos que no iba a pasar nada…

Blanca acrecentó su desprecio hacia ellas.

—¿Qué mérito hubiera tenido entonces?

—No seas cruel, Blanca —dijo Elsa.

—Bah —contestó, pero hizo un esfuerzo por ser amable—. ¿Qué queréis saber? Un verano más. ¿Y vosotras? ¿Qué contáis?

Blanca creyó que había atravesado el verano sin quemarse; pero al poco tiempo de regresar a Desrein la atrapó la melancolía. Recordaba a John cada vez que veía fumar a un hombre, a cada paso que daba. Reconstruyó con primor los primeros encuentros, las primeras frases que habían cruzado en clase, cuando ella se aburría y se dedicaba a perseguir musarañas.

Con Elsa grande no sabía hablar de otra cosa, y analizaba hasta el hastío su comportamiento. ¿Se había dejado llevar por la pasión, o había podido el afán de derrotarle en el campo que Blanca mejor conocía? ¿Sería él sincero en sus últimas palabras de amor? ¿Perdería el interés si Blanca hacía lo posible por continuar la relación?

—Fui una estúpida —se lamentaba—. ¿Quién me mandaría mostrarme tan engreída? ¿Sabes que le dejé plantado más de una vez? —Se reía—. ¡Qué boba soy! Debería haber aprovechado todos los momentos en los que podíamos estar juntos.

Quedaba la cuestión de la edad; si volvían a verse, tendría que desvelarla, porque no se encontraba con fuerzas para continuar una mentira a todos los niveles.

—¿Me ama? ¿No me ama? —preguntaba, y aunque sabia que Elsa le contestaría que la amaba, no podía de-

jar de pensar en ello.

 
Le quedaban pocas huellas físicas de él: los apuntes, la foto general de fin de curso, en la que ni siquiera estaban próximos, una pulsera de hilo que John le hizo y se empeñó en que llevara. Una mañana habían logrado quedarse los últimos en el aula, y John la había sentado sobre sus rodillas; en ese momento entró Gloria Maza, que buscaba un proyector, y los sorprendió. Se llevó el aparato, y no dijo nada, de modo que en cuanto ella salió los dos continuaron besándose y chocando contra los muebles.

Cuando no pudo más, fue a comprobar si le habían llegado cartas al piso de estudiantes. Habían llegado. Eran doce, y una postal, cubiertas de una letra inclinada, pequeña; hablaban de su devoción, y recordaban aquellos días con una precisión mayor que sus charlas con Elsa. El granizado de café, las historias que Blanca contaba, los lunares que le salpicaban los hombros, la brusquedad que ella demostraba cuando abandonaba la cama y se daba cuenta de que se había hecho tarde. La pulsera de hilo. Blanca, sentada en la alfombra de su cuarto con las cartas esparcidas y mezcladas, lloró, y escribió toda la tarde una carta eterna, incoherente, que envió al último remite.

Cuando Blanca escribía esa carta, John ya estaba muerto. Incluso antes de que la última carta, la número trece, llegara a la falsa dirección, había muerto ya. Las chicas lo supieron meses después, cuando Blanca, desesperada por el silencio a las cartas que ella le había enviado, pensaba en marcharse a buscarle.

Si Wilhemina Swordborn no hubiera recibido una mención postuma en un festival de cine aquel año, después de morir con su hijo en un accidente de coche, es posible que la noticia hubiera viajado aún más lentamente. Elsa grande leyó el periódico sin demasiado interés, hasta que, súbitamente, reconoció el apellido, y no pudo respirar.

Entonces, sin avisar aún a Blanca, corrió a la biblioteca y pidió periódicos atrasados, periódicos en inglés que contaran la historia de la Swordborn, que publicaran sus fotos, tan hermosa y alta de joven, poco a poco más pesada y digna, fotos con su marido, fotos con sus hijos: Leslie, John. Otras fotos del coche destrozado, tristes declaraciones de sus compañeros. Ella, a diferencia de John, agonizó varias semanas antes de someterse. Otros dos ocupantes, dos niñas que viajaban en la parte trasera, que ni siquiera tuvieron conciencia de viajar, que se encontraban en otro país, leyendo cartas de amor, sobrevivieron.

Elsa grande logró durante meses ocultar su pena, y sólo se la reveló, años más tarde, a Rodrigo, pero se sintió directamente responsable del accidente. Si no hubiera accedido a mentir, si no hubiera obligado a Blanca a acudir a aquel módulo, si hubiera porfiado más para alejarlos, si al menos ella hubiera mantenido el contacto con el adorable profesor. Si le hubiera dicho que él no la amaba.

—¿Qué hubieras podido hacer? —le contestaba él.

—No lo sé, Yo era quien cuidaba de Blanca. Desde que éramos unas niñas, nuestros padres habían confiado en que yo no le permitiría hacer locuras. Era yo quien debía protegerla.

Blanca apenas habló. Durante dos días no comió, fingiéndose enferma. Luego, engordó varios kilos. Se ocultaba. Comía. Su cuerpo cambió, se redondeó, perdió las líneas de la adolescencia y se adentró en la madurez. Sus altibajos de humor se agudizaron. Continuó resultando atractiva para los hombres, continuó siendo la mejor contando historias, aunque ya no fuera en cuentos, sino en fotografías desnudas y tétricas. Para ella había comenzado la angustia.

Era aquel dolor atroz, sin lágrimas, en el estómago, que sólo se calmaba con la comida. Unas punzadas tan terribles que a veces hacían que se estremeciera y se abrazase con las dos manos, y que apretase hasta que el dolor de la presión le hacía olvidar el otro, el que no se iría. La asaltaba por las noches, en las tardes con calma, o ante una imagen bella, una fotografía conmovedora que de pronto removía ampollas no curadas.

No había manera de describir el dolor. Ni siquiera cuando no era tan intenso, cuando algo divertido o amable ocurría en su vida, se sentía capaz de verterlo en palabras. Tenía colores, una consistencia especial que lo alejaba del resto del sufrimiento, del mal humor, de todos los padecimientos del mundo que no fueran aquel dolor. Durante años, Blanca había intentado liberarse de él, pero ya se había rendido. No hubiera podido cortarse una pierna; no podía cambiar a esas alturas su manera de ser.

Blanca, como Elsa grande pensaba, se moría, pero de un modo muy lento, y desde mucho tiempo antes de lo que Elsa pensaba. Aquellas noches abrazada a la nada, con la angustia que le devoraba el pecho, habían allanado el camino a cualquier desgracia que pudiera sobrevenir.

Y Elsa grande, que siempre había creído comprender a Blanca casi sin palabras, entendía entonces, en sus caminatas ciegas por la ciudad, en aquellos vagabundeos por Duino a los que se obligaba, lo lejos que había estado de saber lo que aquello significaba, las punzadas en el pecho, el insomnio, la conciencia de que algo sin nombre, un monstruo baboso y repugnante, se había instalado en la cabeza de Blanca y la había hecho suya. No un miedo rojo y palpitante, el miedo que se sentía con la fiebre o con los golpes. Aquel miedo se parecía a una babosa, a un limaco que atravesara frente a ella en un camino. Era sorprendentemente similar al de aquella niña Elsa que no volvió a aparecer.

8

Esa tarde, cuando Elsa grande regresó de su paseo, se descubrió con ánimos de pintar. Estaba sola; la tata había marchado a su viaje a Virto, y el abuelo debía de andar con algún amigo, leyendo periódicos y comparando noticias. Le gustaba que no hubiera nadie por medio. Eran los únicos momentos en los que no se sentía una intrusa. La tata poseía la irritante habilidad de hacerla sentirse torpe. Colocaba todo fuera de su sitio, no se manejaba con soltura y tenía la impresión de que, más que ahorrarle trabajo, se lo daba.

Tarareando, abrió las ventanas y sacó de debajo de la cama la carpeta con bocetos. Buscaba unas pruebas que había hecho para unos cuadros que recordaran inmediatamente a un anfibio, verdes y negros, colores reservados para personas inquietantes e hipócritas o para hombres muy jóvenes y escurridizos. Había tropezado por casualidad con un café antiguo, que ostentaba en una de las paredes una escena de cementerio, con dos sepultureros, en esos mismos tonos.

Pero había sido tan precipitada su marcha de Desrein que había metido casi al azar, en total desorden, los apuntes en los que estaba trabajando, y no encontró los dibujos que buscaba. Perdía mucho tiempo buscando cosas o echándolas de menos. A cambio, sí recuperó un proyecto de retrato de Rodrigo. Sonrió. Dulce, apacible Rodrigo. Grapado a los dibujos venía un sobre con varias fotografías, una de ellas realizada por Blanca, las otras menos sofisticadas. Sonrió de nuevo. Rodrigo no mostraba mucho donaire ante la cámara. El abuelo Esteban, en su foto de antes de la guerra, parecía confiar más en el fotógrafo.

—No hay forma —le decía Blanca, desalentada—. Resígnate, no es fotogénico.

—Le voy a llevar a algún fotógrafo que no le odie, y entonces vas a ver si es fotogénico o no —bromeaba Elsa. —Tendrás que buscar antes un fotógrafo al que él no odie.

De no haber sido por la avalancha de trabajo con que se encontró tras la exposición, Elsa grande hubiera terminado el retrato a tiempo para el cumpleaños de Rodrigo. Pero le encargaron cuadros urgentes, lo fue dejando, y ni siquiera lo comenzó. Se acercó el boceto a los ojos, pasó los dedos sobre el papel poroso; su Rodrigo. Pronto se había acostumbrado a llamarlo así, suyo, su amiga, sus padres, su estudio, sus cuadros, su novio.

Muy a menudo, sobre todo desde que vivía en Duino, debía hacer un esfuerzo para recordar que le amaba. No era que el sentimiento se hubiera diluido con la distancia, ni siquiera con los años de noviazgo. No sentía dudas. Prácticamente. Quería a Rodrigo. La rutina había variado; si antes los días se amoldaban para dejar un espacio para Rodrigo, para los paseos con Rodrigo, las charlas con Rodrigo, esas horas se llenaban ahora en solitario. Rodrigo, sus cautos consejos, su voz suave se renovaban todas las noches en las conversaciones telefónicas que mantenían.

—¿Estás bien?

—¿Por qué no iba a estar bien?

—Porque pareces enfadado.

—No, no estoy enfadado. Son figuraciones tuyas.

Los días pares era Elsa quien llamaba. Los impares, Rodrigo. Si una noche el teléfono estaba ocupado, si surgía cualquier cosa y no se hablaban, la charla se posponía un día, a la misma hora. Una llamada de Rodrigo a las cinco de la tarde hubiera roto la armonía, y la hubiera llenado de pánico. Él era así; en cierta medida, también ella lo era. Precisaba normas, aunque sólo fuera para incumplirlas luego: una apariencia ordenada y metódica, un barniz de respetabilidad y convencionalismo, algo que le sirviera para aferrarse cuando su vida inquieta le atacaba los nervios.

—¿Estás bien? —preguntaba él en esas ocasiones.

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