Memnoch, el diablo (22 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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—Un momento —dijo Dora—. Me interesa mucho lo que dice, pero antes quiero hacerle una pregunta.

—Adelante.

—Mi padre... ¿Cómo murió? ¿Fue una muerte rápida y...?

—No sufrió, se lo aseguro —respondí, volviéndome hacia ella y mirándola a los ojos—. Él mismo me lo dijo. No sintió el menor dolor.

Dora me miró con sus ojos negros muy abiertos, los cuales contrastaban con la palidez de su rostro. En realidad, su aspecto era un tanto fantasmagórico. Seguro que de haber aparecido un mortal en aquellos momentos se habría asustado al verla tan pálida, casi exangüe, con los ojos a punto de salirse de las órbitas.

—Su padre perdió el conocimiento antes de morir —dije—. Se sumió en un trance pleno de variadas imágenes y luego perdió el conocimiento. Su alma abandonó su cuerpo antes de que el corazón cesara de latir. No sintió ningún dolor. Mientras le chupaba la sangre, una vez que hube... No, le garantizo que no sufrió.

Dora estaba sentada con las piernas encogidas, dejando a la vista unas rodillas muy blancas.

—Más tarde hablé con Roger durante dos horas —dije—. Dos horas. Regresó por un motivo muy concreto, para que le prometiera cuidar de usted, impedir que las autoridades la molestaran y que los enemigos de su padre, la gente con la que él estaba relacionado, pudieran lastimarla. En definitiva, regresó para evitar que su muerte... la perjudicara.

—¿Por qué lo consentiría Dios? —murmuró Dora.

—¿Qué tiene que ver Dios en este asunto? Escuche, querida, no sé nada sobre Dios. Ya se lo he dicho. Entré en Notre Dame y no pasó nada, nunca he temido...

Eso era una descarada mentira. ¿Y el otro? Presentándose allí disfrazado de Hombre Corriente, dando portazos, con esa prepotencia, qué se había figurado ese cabrón...

—Me cuesta creer que fuera designio de Dios —dijo Dora.

—¿Habla en serio? —pregunté—. Podría relatarle infinidad de historias. Lo de los vampiros de París que creían en el diablo no es nada comparado con lo que podría contarle. Mire...

De pronto me detuve.

—-¿Qué pasa? —preguntó Dora.

Percibí de nuevo aquel sonido, aquellas pisadas lentas y medidas. En cuanto se me ocurrió pensar en él de aquel modo, enfurecido, maldiciéndole, noté sus pasos.

—Iba... a decir... —empecé de nuevo, procurando no hacer caso.

Le oí aproximarse. Sí, eran las inconfundibles pisadas que anunciaban la presencia de aquel ser alado y cuyo eco resonaba a través de la gigantesca cámara donde transcurría mi existencia, independiente de todo cuanto existía en la habitación.

—Tengo que marcharme, Dora.

—¿Por qué?

Las pisadas sonaban cada vez más cerca.

—¡No te atrevas a aparecer estando ella presente! —grité, levantándome de un salto.

—¿Qué pasa? —insistió Dora mientras se situaba de rodillas sobre el lecho.

Yo retrocedí hasta alcanzar la puerta. El ruido de las pisadas se hizo más débil.

—¡Maldito seas! —murmuré.

—¿Volveré a verlo? ¿Se marcha para siempre? —preguntó Dora.

—No, claro que no. He venido para ayudarla. Escuche, Dora, si me necesita llámeme —dije, apoyando un dedo en la sien—. Hágalo una y otra vez, insista. Es como rezar, ¿comprende? No tema, no es idolatría, no soy un dios maligno. No deje de llamarme. Debo irme.

—¿Cómo se llama?

Percibí de nuevo las pisadas, distantes pero resueltas, persiguiéndome, aunque resultaba imposible determinar su posición en aquel inmenso edificio.

—Lestat —respondí, pronunciando mi nombre de forma lenta y clara, acentuando la segunda sílaba y remarcando la última «t»—. Nadie sabe lo de su padre. Tardarán un tiempo en averiguarlo. Hice todo lo que él me pidió. Sus reliquias están en mi poder.

—¿Los libros de Wynken?

—Sí, todo los objetos que él valoraba... Quería que todo cuanto poseía fuera para usted. Una fortuna... Debo irme.

Me pareció que las pisadas se habían desvanecido, pero no estaba seguro. En cualquier caso, no podía correr el riesgo de quedarme.

—Volveré en cuanto pueda. ¿Cree en Dios? Pues aférrese a él, Dora, porque quizá tenga toda la razón en lo que respecta a Dios.

Salí de allí a la velocidad de la luz, subí la escalera, atravesé la ventana del desván que estaba rota y me encaramé al tejado; me movía con tal rapidez que no tuve tiempo de pensar en si alguien me seguía o no. Mientras, la ciudad que yacía a mis pies se había convertido en un espectacular torbellino de luces.

7

Al cabo de unos instantes ya me encontraba en el jardín posterior de mi casa en el barrio francés, en la calle Royale, contemplando las ventanas iluminadas, unas ventanas que hacía mucho tiempo que me pertenecían, y confiando en que David siguiese allí.

Estaba furioso, me fastidiaba huir de aquel ser. Me detuve unos minutos con el fin de calmarme. ¿Por qué había salido huyendo? ¿Para no verme humillado delante de Dora, que de buen seguro sólo me habría visto a mí caer redondo al suelo, aterrado ante la visión de aquella criatura?

Por otro lado, era posible que ella hubiera visto a mi perseguidor.

Mi intuición me decía que había obrado con sensatez al marcharme y evitar que éste se acercara a Dora. Al fin al cabo, me perseguía a mí. Yo tenía que proteger a Dora. Tenía una excelente razón para luchar contra ese ser, no sólo por mi bien, sino también por el de ella.

Fue entonces cuando la bondad de Dora asumió una forma definida en mi mente, cuando pude hacerme una idea cabal de ella sin dejarme influir por el olor de la sangre que brotaba de entre sus piernas y por su rostro pálido y fantasmagórico. Los mortales van dando tumbos por la vida desde que nacen hasta que mueren. Una vez cada siglo, uno se cruza con un ser como Dora: una inteligencia elegante y la encarnación de la bondad, junto a la otra cualidad que Roger había tratado de describir, su magnetismo, que aún no se había liberado de la maraña de fe y teología que lo mantenían atrapado.

Hacía una noche cálida y sensitiva.

Aquel invierno los plátanos de mi jardín no se habían visto afectados por una helada, y crecían altos y vigorosos contra los muros de piedra. Las balsamináceas y la lantana relucían en los desbordantes parterres, y la fuente, con su querubín, creaba una música cristalina a medida que el agua caía del cuerno del querubín a la pila.

Nueva Orleans, los aromas del barrio francés.

Subí apresuradamente la escalera del jardín que daba acceso a la puerta trasera de mi casa, entré y eché a correr por el pasillo en un visible estado de confusión mental. De pronto avisté una sombra en la sala de estar.

—¡David!

—No está aquí.

Me detuve en seco.

Era el Hombre Corriente.

Se hallaba de espaldas al escritorio de Louis, entre los dos ventanales que daban a la fachada, con los brazos cruzados. Su rostro expresaba un intelecto paciente y una inquebrantable seguridad en sí mismo.

—No vuelvas a huir —dijo sin rencor—. Te seguiré allá donde vayas. Te pedí que dejaras a esa chica al margen, ¿no es cierto? Sólo trataba de agilizar las cosas.

—Nunca he huido de ti —repliqué sin demasiada convicción, pero resuelto a no volver a dejarme intimidar por él—. No quería que te acercaras a Dora. ¿Qué quieres?

—¿Tú qué crees?

—Ya te lo dije —contesté, haciendo acopio de todo mi valor—. Si has venido a buscarme, estoy dispuesto a ir al infierno.

—Sudas sangre —dijo—. Estás aterrado. Es cuanto necesito para llegar a alguien como tú —añadió con tono razonable—. ¿Acaso pretendes convertirte en un ser mortal? —preguntó—. Pude haber aparecido ante ti sólo una vez para decirte lo que te tenía que decir. Sin embargo, has trascendido demasiados estadios, tienes muchas bazas que jugar, y por eso deseo apoderarme de ti en estos momentos.

—¿Bazas? ¿Te refieres a que puedo zafarme de esto? ¿A que no vas a llevarme al infierno? ¿A que vamos a celebrar una especie de juicio? ¿A que puedo solicitar la presencia de un Daniel Webster moderno que me defienda?

Me expresaba con desprecio e ironía, pero la pregunta era lógica y quería obtener también una respuesta lógica.

—Lestat —contestó mi perseguidor con tono paciente mientras avanzaba un paso—, el asunto se remonta a David y a su visión en el café. La pequeña anécdota que te contó. Yo soy el diablo y te necesito. No he venido para llevarte al infierno por la fuerza. En cualquier caso, no sabes nada sobre el infierno. No es como imaginas. He venido para pedirte que me ayudes. Estoy cansado y te necesito. Estoy ganando la batalla, y es imprescindible que no la pierda.

Sus palabras me dejaron perplejo.

Durante unos minutos el diablo me miró fijamente y luego empezó a transformarse; su cuerpo adquirió mayor volumen y se oscureció, las alas se elevaron hacia el techo envueltas en una densa humareda. Oí unas voces mezcladas con una exquisita música y vi aparecer una luz casi cegadora tras él. Sus peludas patas de macho cabrío avanzaron hacia mí. Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies, no tenía donde agarrarme y me puse a gritar. Sus plumas negras refulgían, sus gigantescas alas se alzaban más y más, mientras la algarabía de voces y música alcanzaba un nivel ensordecedor.

—¡No, esta vez no! —grité, abalanzándome sobre él. Mis dedos se aferraron a su negra y peluda muñeca y contemplé su inmenso rostro, el rostro de la estatua de granito, animado por una magnífica expresión. El horripilante estruendo de cánticos y voces ahogaba mis palabras. De pronto el diablo abrió la boca y frunció su oscuro ceño mientras abría desmesuradamente los ojos, rasgados y de mirada inocente, en los que se reflejaba un extraño resplandor.

Yo seguí sujetando su poderoso brazo con la mano izquierda, convencido de que estaba tratando de liberarse de mí sin conseguirlo. ¡Aja! ¡No podía liberarse de mí! Luego le propiné un puñetazo en la cara. Noté su extraordinaria dureza, como si hubiera golpeado a uno de mi misma especie. Pero lo que tenía ante mí no era una forma vampírica sólida.

El diablo parpadeó y la imagen comenzó a perder volumen. Al cabo de unos instantes recobró la compostura y empezó a crecer de nuevo. Yo le propiné un empujón con todas mis fuerzas, apoyando las manos sobre su negra armadura. Su reluciente peto estaba a escasos centímetros de mis ojos y vi las figuras e inscripciones que había grabadas en el metal. De pronto agitó sus monstruosas alas como si quisiera intimidarme. Se alzabaante mí como una gigantesca y amenazadora figura, sí, pero yo había logrado repelerlo de un empujón. Eufórico, lancé un grito de guerra y me precipité de nuevo sobre él, aunque ignoro qué extraña fuerza me impelía hacia delante.

De repente se produjo un remolino de plumas negras y refulgentes y noté que me caía. Pero no grité. Pasara lo que pasase, no gritaría.

Sentí que me precipitaba en un vacío insondable, como en una pesadilla, un vacío tan perfecto que me resulta imposible describir.

Sólo la luz permanecía, una luz que lo ofuscaba todo, tan hermosa que de pronto perdí el sentido de mis brazos y piernas, de mis órganos, de las partes de que se compone el cuerpo. No tenía forma ni peso. Caí presa del terror de precipitarme en el vacío, atraído inexorablemente por la ley de la gravedad. El sonido de las voces iba en aumento.

—¡Están cantando! —exclamé.

Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo.

Lentamente, palpé la rugosa superficie de la moqueta, aspiré el olor a polvo y a cera, los olores de mi casa, y comprendí que me encontraba en la misma habitación.

El diablo estaba sentado en la silla de Louis, frente al escritorio, mientras yo yacía de espaldas, contemplando el techo y sintiendo un intenso dolor en el pecho.

Me incorporé de inmediato, crucé las piernas y lo miré con actitud desafiante.

—Está claro —dijo con aire perplejo.

—¿Qué?

—Eres tan poderoso como nosotros.

—No lo creo —contesté furioso—. No poseo alas, no sé crear música.

—Sí puedes, sabes crear imágenes ante los mortales, atraparlos con tus hechizos. Eres tan poderoso como nosotros. Has alcanzado una etapa muy interesante en tu desarrollo. Sabía que no me equivocaba contigo. Me has dejado impresionado.

—¿Impresionado? ¿De mi independencia? Deja que te diga algo, Satanás, o como quiera que te llames.

—No pronuncies ese nombre, lo detesto.

—Basta que digas eso para que lo repita una y otra vez.

—Soy Memnoch —dijo con calma, haciendo un gesto un tanto ambiguo—. Memnoch, el diablo. Tenlo bien presente.

—Memnoch, el diablo.

—Así es —asintió—. Así es como firmo.

—Bien, pues deja que te diga, alteza, príncipe de las tinieblas, que no pienso ayudarte en nada. ¡No soy tu siervo!

—Creo que puedo hacerte cambiar de opinión —dijo Memnoch sin perder la compostura—. Creo que llegarás a ver las cosas desde mi perspectiva.

De golpe me sentí exhausto y desesperado.

Típico.

Me tumbé boca abajo, coloqué el brazo debajo de la cabeza y me eché a llorar como un niño. Estaba muerto de cansancio. Me sentía roto, deprimido, y me encanta llorar. No puedo evitarlo. De modo que di rienda suelta a mis lágrimas, lo cual me proporcionó un gran alivio.

¿Saben lo que pienso sobre el llanto? Pues que algunas personas no saben llorar. Sin embargo, una vez que has aprendido a llorar no existe nada comparable. Compadezco a la gente que no sabe. Es como silbar o cantar.

De todos modos, estaba demasiado deprimido para que el hecho de sentirme aliviado por unos instantes en medio de aquel torrente de lágrimas teñidas de sangre me procurara un consuelo duradero.

Pensé en aquel episodio de años atrás, cuando entré en Notre Dame mientras mis perversos colegas aguardaban en la puerta para verme caer fulminado por un rayo divino; unos vampiros al servicio de Satanás. Pensé en mi forma mortal, en Dora y en Armand, el joven líder inmortal de los Elegidos de Satanás que se reunían junto al cementerio, el cual se había convertido en un siniestro santo que enviaba a sus feroces bebedores de sangre a atormentar a los mortales, a sembrar el terror y la muerte como una plaga. A todo esto, yo no paraba de llorar.

—¡No es cierto! —creo que dije—. No existe ni Dios ni el diablo. No es cierto.

Memnoch no respondió. Al cabo de un rato me incorporé y me enjugué las lágrimas con la manga de la chaqueta. No llevaba pañuelo. Se lo había dado a Dora. Mi ropa exhalaba un ligero olor a ella, que había apoyado la cabeza sobre mi pecho mientras la transportaba en brazos a su habitación. Era un olor dulzón, a sangre. Dora. No debí dejarla en aquel estado. Estaba obligado a velar por su cordura. Maldita sea.

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