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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (16 page)

BOOK: Memorias de África
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No envié a buscar a Kaninu, porque no sabía si creer o no lo que Farah me había dicho, pero cuando apareció por mi casa hablé con él.

—Kaninu —le pregunté—, ¿está vivo Kabero? ¿Está viviendo con los masai?

Nunca consigues encontrar a un nativo desprevenido ante una acción tuya y Kaninu, inmediatamente, estalló en lágrimas por su hijo perdido. Le escuché y lo miré unos instantes.

—Kaninu —dije de nuevo—, trae aquí a Kabero. No lo ahorcarán. Su madre podrá tenerlo con ella en la granja.

Kaninu no había dejado de lamentarse, pero escuchó mi desafortunada alusión al ahorcamiento; sus lamentos crecieron en intensidad, me describió la promesa que había sido Kabero y me contó que era su preferido entre todos sus hijos.

Kaninu tenía un montón de hijos y de nietos quienes como su aldea estaba tan cerca de mi casa, andaban siempre por allí. Entre ellos tenía a un nieto muy pequeño, hijo de una de las hijas de Kaninu que se había casado en la reserva masai, pero que había vuelto a la granja trayéndose a su hijo. El nombre del chico era Sirunga. La mezcla de sangre en él había producido una rara vitalidad, una profusión tan salvaje de inventiva y capricho que no parecía humano: era una llamita, un pájaro nocturno, un diminuto genio de la granja. Pero padecía epilepsia y por ello los otros niños le tenían miedo, no le dejaban jugar con ellos y le llamaban
Sheitani
(el diablo), a que lo adopté en mi casa. Como estaba enfermo no podía trabajar, pero conmigo cumplía estupendamente el papel de un payaso o un bufón, y me seguía a todas partes como una inquieta sombra negra. Kaninu conocía el efecto que yo sentía por el niño y hasta entonces había sonreído como un buen abuelo; ahora lo cogió, lo volvió contra mí y se aprovechó todo lo que pudo. Declaró con gran energía que prefería que se comieran diez veces los leopardos a Sirunga que perder a Kabero; si había perdido a Kabero podía perder también a Sirunga, no había diferencia, porque Kabero era la niña de sus ojos y la sangre de su corazón.

Si Kabero estaba muerto, aquello era, como David llorando por su hijo Absalón, una tragedia solitaria. Pero si estaba vivo y escondido entre los masai era más que trágico, era una pelea o una fuga, una lucha por la vida de un niño.

Había visto en las praderas a las gacelas desarrollar ese mismo juego cuando por sorpresa llegaba al lugar en donde tenían a su cervatillo. Bailaban para ti, caminaban ante ti, saltaban, daban cabriolas o simulaban estar cojas e incapaces de correr, todo para distraer tu atención de su criatura. Y de pronto, bajo los cascos de tu caballo, veías al cervatillo, inmóvil, la cabecita apoyada sobre la tierra, pegado al suelo para salvar la vida mientras su madre danzaba. Los pájaros pueden hacer los mismos trucos para proteger a sus crías: aletear y revolotear, y hasta asumir el papel de un pájaro herido que arrastra su ala rota por el suelo.

Allí estaba Kaninu interpretando para mí. ¿Cómo podría haber tanto cariño e histrionismo en el viejo kikuyu para intentar salvar la vida de su hijo? Sus huesos crujían en la danza, hasta cambiaba de sexo y tomaba el aspecto de una anciana, una gallina, una leona, porque todo el juego era típicamente femenino. Era una interpretación grotesca, pero a la vez enormemente respetable, como cuando el avestruz macho sustituye a la hembra y se poner a incubar los huevos. Ningún corazón de mujer podía dejar de conmoverse por la maniobra.

—Kaninu —le dije—, cuando Kabero quiera regresar a la granja podrá hacerla y nadie le hará el menor daño. Pero tú debes traerlo ante mí.

Kaninu se sumió en un completo silencio, inclinó la cabeza y se fue tristemente como si hubiera perdido su único amigo en el mundo.

Debo decir que Kaninu recordó e hizo lo que le había dicho. Cinco años después, cuando yo me había olvidado del asunto casi por completo, un día pidió tener una entrevista conmigo, a través de Farah. Lo encontré de pie, apoyado en una sola pierna, fuera de la casa, muy digno, pero muy a disgusto. Se dirigió a mí amablemente.

—Kabero ha vuelto —dijo.

En aquellos tiempos ya había aprendido el arte de las pausas, no dije nada. El viejo kikuyu sopesó mi silencio, cambió de pie y sus párpados temblaron un momento.

—Mi hijo Kabero ha vuelto a la granja —repitió.

Pregunté:

—¿Ha vuelto de los masai?

De inmediato, por el hecho de que me hubiera hecho hablar, Kaninu consideró que nos habíamos reconciliado; todavía no sonreía, pero todas las astutas arruguitas que cubrían su rostro se ajustaron para sonreír.

—Sí,
Msabu
, sí, ha vuelto de los masai —dijo—, ha vuelto para trabajar para ti.

Entre tanto el Gobierno había introducido el
Kipanda
, el registro obligatorio de cada nativo del país, así que teníamos que llamar a un funcionario policial de Nairobi para convertir a Kabero en un habitante legal de la granja. Kaninu y yo señalamos la fecha.

Aquel día Kaninu y su hijo llegaron mucho antes que el funcionario de la policía. Kaninu me presentó a Kabero alegremente, pero su corazón estaba un poco asustado por su hijo recuperado. Tenía razón, porque la reserva masai había recibido un pequeño cordero de la granja y devolvía un joven leopardo. Kabero tenía que tener sangre masai en él, los hábitos y la disciplina de la vida masai no podían haber realizado por sí solos aquella metamorfosis. Allí estaba, un masai de los pies a la cabeza.

Un guerrero masai es apuesto. Estos jóvenes poseen, en grado sumo, esa forma particular de la inteligencia que nosotros llamamos
chic
; audaces y salvajemente fantásticos como son, siguen adaptándose de forma implacable a su propia naturaleza y a un ideal inmanente. Su estilo no es una manera asumida, ni la imitación de una perfección extranjera; crece desde su interior y es una expresión de la raza y su historia, y sus armas y sus adornos formaban parte de su ser como los cuernos de un ciervo.

Kabero había adoptado la moda de peinado de los masai, llevaba sus cabellos largos y trenzados con cuerda en una gruesa coleta, y una cinta de cuero rodeaba su frente. Había adoptando la manera de llevar la cabeza de los masai, con la barbilla apuntando hacia adelante como si ofreciera su hosca y arrogante faz en una bandeja. También tenía la severa, pasiva e insolente actitud de los
morani
, que hace de ellos un objeto de contemplación como las estatuas, una figura para ser vista pero que no ve.

Los jóvenes morani-masai se alimentan de leche y de sangre; tal vez esta dieta es la que les proporciona su hermosa suavidad y tersura en la piel. Los rostros, con los pómulos salientes y las prominentes mandíbulas, son lisos, sin una arruga o una estría, llenos; los ojos opacos, invisibles, están engarzados como dos piedras negras en un mosaico; en todo, los jóvenes
morani
parecen parte de un mosaico. Hinchan los músculos del cuello de una forma especialmente siniestra, como el cuello de una cobra encolerizada, el leopardo o el toro peleando, y su grosor es una indicación tan clara de su virilidad que equivale a una declaración de guerra a todo el mundo excepto a las mujeres. El gran contraste, o armonía, entre esos rostros suaves y llenos, los cuellos poderosos y las anchas y redondas espaldas, con la sorprendente esbeltez de la cintura y las caderas, la delgadez de las rodillas y de los muslos, y las largas, derechas y musculosas piernas, les da el aspecto de criaturas entrenadas con una dura disciplina para convertirse en seres rapaces, codiciosos y ávidos en extremo.

Los masai caminan rígidamente, pisando con firmeza con sus esbeltos pies, pero sus movimientos de brazo, muñeca y mano son delicados. Cuando un joven masai dispara una flecha y suelta la cuerda del arco, parece que vas a escuchar los tendones de su larga muñeca cantando en el aire con la flecha. El funcionario de Policía de Nairobi era un joven recién llegado de Inglaterra y lleno de celo. Hablaba muy bien
swaheli
, así que Kaninu y yo no entendimos lo que decía y se engolfó en el viejo caso de los disparos, e interrogó con minuciosidad a Kaninu, por lo que éste se puso tenso. Cuando hubo terminado me dijo que pensaba que Kaninu había sido monstruosamente tratado y que todo el caso debía ser llevado a Nairobi.

—Eso significaría años de su vida y la mía —le contesté.

Me dijo que se permitía señalar que eso no debía tenerse en cuenta cuando se trataba de la ejecución de la justicia. Kaninu me miró, por un momento pensó que había sido atrapado. Al final, se decidió que el caso era demasiado viejo como para volverlo a plantear y nada más se hizo, excepto, excepto que Kabero fue legalmente registrado en la granja.

Pero todas esas cosas ocurrieron sólo mucho tiempo después. Durante cinco años Kabero estuvo muerto para la granja, vagabundeando con los masai, y Kaninu todavía tuvo que pasar mucho. Antes que el caso hubiera terminado con él, entraron en juego fuerzas que lo cogieron y lo hicieron polvo.

De ello no puedo decir mucho. Primero, porque eran de naturaleza secreta y, segundo, porque me estaban ocurriendo cosas que apartaron mis pensamientos de Kaninu y su destino, y que llevaron los asuntos generales de la granja al fondo de mi mente, como la lejana montaña del Kilimanjaro, que unas veces podía ver desde mi tierra y otras no. Los nativos tomaban esos períodos míos de distracción con filosofía, como si hubiera desaparecido de su existencia y me hubiera ido hasta otro mundo; en adelante se refirieron a aquella época como el período en que yo había estado fuera.

—Aquel árbol grande cayó —decían—. Mi hijo murió mientras tú estabas con los blancos.

Cuando Wanyangerri estuvo lo bastante bien como para abandonar el hospital, lo traje a la granja y, desde entonces, sólo lo vi a intervalos, en una Ngoma o en las praderas.

Unos pocos días después de su regreso, Wainaina, su padre y su abuela se presentaron en mi casa. Wainaina era gordito, cosa rara en Kikuyu, porque casi todos son hombres delgados. Tenía una barba rala y otra de sus peculiaridades estribaba en que no podía mirarte de frente. Te hacía la impresión de un troglodita mental, que quería que lo dejaran a su aire. Con él vino su madre, una mujer kikuyu muy anciana.

Las mujeres nativas se afeitan las cabezas y es curioso cuán rápidamente tú misma llegas a pensar que esos cráneos redondos y calvos, que parecían nueces pardas, eran el signo de la verdadera feminidad, y que un montón de cabellos en la cabeza de una mujer es tan impropio como una barba. La anciana madre de Wainaina había dejado crecer pequeños mechones de cabellos blancos en su encogido cuero cabelludo y, como muchos hombres sin afeitar, daba la impresión de disolución y de desvergüenza. Se apoyó en su bastón y dejó hablar a Wainaina, pero en su silencio echaba chispas; parecía tener una vitalidad sin gracia, que no había transmitido a su hijo. Los dos eran realmente Uraka y Laskaro, pero eso no lo supe hasta más tarde.

Habían venido arrastrando los pies hasta mi casa con una pacífica intención. Wanyangerri, me dijo su padre, no podía mascar maíz; ellos eran gente pobre: tenían poca harina y nada de leche de vaca. ¿Podía, hasta que el caso de Wanyangerri estuviera resuelto, dejarles un poco de leche de mis vacas? De otra manera no sabían cómo podría sobrevivir el niño hasta que recibieran la indemnización. Farah estaba fuera en Nairobi, en uno de sus litigios somalíes, y en su ausencia permití que Wanyangerri tomara una botella de leche diaria de mi rebaño de vacas nativas y di instrucciones a mis sirvientes que parecían extrañamente disgustados o incómodos por el trato, que se la dejaran coger cada mañana.

Habían pasado dos o tres semanas cuando Kaninu apareció en casa. Apareció súbitamente en la habitación donde yo estaba leyendo junto al fuego después de cenar. Como los nativos, por lo general, prefieren hablar fuera de casa, la manera con que cerró la puerta tras él me preparó para una sorprendente comunicación. Pero la primera sorpresa fue que Kaninu permanecía mudo. La sutil y melosa lengua estaba tan muerta como si se la hubieran cortado y la habitación, con Kaninu dentro, permaneció en silencio. El viejo y grande kikuyo parecía muy enfermo, se apoyaba en su bastón, era como si no hubiera cuerpo bajo su túnica, sus ojos eran opacos como los ojos de un cadáver y se mojó los labios con la lengua. Cuando al fin comenzó a hablar fue sólo para manifestar, lenta y desconsoladamente, que pensaba que las cosas iban muy mal. Un poco después añadió de manera vaga, como si fuera a pasar algo por alto, que había pagado diez ovejas a Wainaina, y ahora éste, prosiguió, quería también una vaca y un becerro e iba a dárselos. —¿Por qué lo has hecho —le pregunté—, si no se ha celebrado aún el juicio?

Kaninu no respondió, ni siquiera me miró. Aquella noche era un viajero, un peregrino sin ciudad adonde ir. Había venido como si yo estuviera en su camino a informarme y luego se marchaba. Lo único que podía pensar es que estaba enfermo. Después de una pausa, le dije que le llevaría al día siguiente al hospital. Con esto me lanzó una breve, dolorosa mirada: el antiguo burlador estaba siendo ahora amargamente burlado. Pero antes de irse hizo una cosa curiosa, se pasó la mano por la cara como si fuera a enjugarse una lágrima. Era muy extraño, como el florecimiento del bastón de un peregrino, que Kaninu tuviera lágrimas que derramar, y más extraño aún que no las aprovechara. Me preguntaba qué había pasado en la granja mientras mis pensamientos estaban lejos de ella. Cuando se fue Kaninu mandé llamar a Farah y le pregunté.

A veces Farah se mostraba poco dado a hablar de temas nativos, como si fuera algo indigno para él tratar de ello y para mí escucharlo. Finalmente consintió en contármelo, mientras miraba por detrás de mí hacia la ventana, hacia las estrellas. En el fondo del descorazonamiento de Kaninu estaba la madre de Wainaina, que era una bruja y que lo había hechizado.

—Pero Farah —le dije—, Kaninu es demasiado viejo y sensato como para crecer en hechizos.

—No —dijo Farah lentamente—. No,
Memsahib
. Porque esa vieja kikuyu puede hacer esas cosas de verdad, creo yo.

La anciana le había dicho a Kaninu que sus vacas vivirían para ver que habría sido mejor para ellas si se las hubiera dado a Wainaina desde el principio. Ahora las vacas de Kaninu se estaban cegando una tras otra. Y con esa prueba, el corazón de Kaninu se iba rompiendo poco a poco, como los huesos y los tejidos de esas personas que en los viejos tiempos eran sometidos a las torturas de imponerles pesos cada vez mayores.

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