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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (20 page)

BOOK: Memorias de África
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No sé lo que ocurrió. De repente el círculo osciló y se rompió, alguien gritó con fuerza. En unos segundos el espacio entero que había ante mí se convirtió en una apiñada masa de gente, que corría. Luego llegó el ruido de golpes y de cuerpos cayendo al suelo, y sobre nuestras cabezas el aire nocturno se llenó de lanzas ondulantes. Nos pusimos todos de pie, hasta las sabias mujeres del centro, que treparon por las pilas de leña para averiguar qué estaba pasando.

Cuando la emoción se calmó y la turbulenta muchedumbre se disolvió de nuevo, me encontré en el centro del enjambre, con un pequeño espacio que me rodeaba. Dos de los viejos apareceros se me acercaron y de mala gana me explicaron lo que había ocurrido: la violación de la ley y el orden cometida por los masai y el estado actual de las cosas: un masai y tres kikuyus gravemente heridos, «cortados en pedazos», fue su expresión. Me preguntaron preocupados si podía coserlos de nuevo —si no todos iban a tener grandes problemas con el
Selikali
(el Gobierno)—. Le pregunté al anciano qué se habían cortado los combatientes. «La cabeza», me contestó orgullosamente, con el instinto nativo de exagerar las catástrofes. En aquel momento vimos a Kamante avanzar por el recinto con una larga aguja de zurcir y mi dedal. Seguía dudando, y en aquel momento el viejo Awaru se adelantó. Había aprendido el oficio de sastre en los siete años pasados en la prisión. Debía de estar buscando una oportunidad para practicar y mostrar su talento, se ofreció voluntario para hacerse cargo del caso y el interés se concentró en él. Desde luego que zurció a los heridos, que curaron bajo sus manos, y con frecuencia después presumió de lo que había hecho, aunque Kamante me dijo, en confianza, que las cabezas no habían sido cortadas.

Como la presencia de los masai en la danza había sido ilegal, tuvimos escondido mucho tiempo al masai herido en la cabaña reservada a los criados de los visitantes blancos. Allí se recuperó y de allí desapareció, sin dar ni las gracias a Awaru. Debía de ser duro para el corazón de un masai quedar herido y curado por un kikuyu.

Cuando hacia el final de la noche de la ngoma salí a preguntar por los heridos, encontré, en el aire gris, las hogueras todavía ardiendo. Unos cuantos jóvenes kikuyus las rodeaban, mientras saltaban y metían largos palos en las brasas bajo la dirección de la esposa, muy anciana, de un aparcero, la madre de Wainaina. Hacían un conjuro para impedir que los masai tuvieran éxito en el amor con las muchachas kikuyu.

II
Un visitante de Asia

Los ngomas eran funciones sociales amistosas y tradicionales. Con el paso del tiempo fueron las hermanas y hermanos más jóvenes y, después, los hijos y las hijas de los primeros bailarines que conocí, los que vinieron al terreno de baile.

Pero también venían visitantes de países lejanos. El monzón sopla desde Bombay: gente mayor, sabia y experimentada, navegaba en los barcos, desde la India, y llegaba a la granja.

Había en Nairobi un gran comerciante indio en maderas llamado Choleim Hussein, con quien hice muchos tratos cuando por primera vez talé mi tierra, y que era un celoso mahometano y amigo de Farah. Un día apareció por la casa y me pidió permiso para traer a un alto sacerdote de la India de visita. «Venía por mar para visitar a sus congregaciones de Mombassa y Nairobi», me dijo Choleim Hussein; por su parte, las congregaciones estaban ansiosas por entretenerle como era debido y después de exprimirse el cerebro no pudieron pensar nada mejor que una visita a la granja. ¿Podría traerlo consigo? Cuando le dije que sería bienvenido, Choleim Hussein me explicó que el rango y la santidad del anciano eran tales que no podía comer nada que hubiera sido cocinado en ollas usadas por infieles. Pero añadió rápidamente que no debía de preocuparme por eso, la congregación mahometana de Nairobi prepararía la comida y me la enviaría con el debido tiempo. ¿Permitiría que el alto sacerdote la consumiera en mi casa? Como me mostré de acuerdo, Choleim Hussein, tras un momento, volvió embarazosamente al asunto. Había otro problema, sólo uno más. Doquiera que fuera, el alto sacerdote, ordenaba la etiqueta que debía recibir un regalo, que en una casa como la mía, no podía ser de menos de cien rupias. Pero, se apresuró a explicarme, tampoco debía preocuparme por eso, que el dinero había sido recolectado entre los mahometanos de Nairobi. Sólo me pedían que se lo entregara yo misma al sacerdote. ¿Pero se creería éste que el regalo era mío? De eso no pude sacarle nada a Choleim Hussein, hay momentos en que las personas de color son incapaces de hablar con claridad. Al principio decliné el papel preparado para mí, pero mirando los rostros decepcionados de Choleim Hussein y Farah, que un momento antes estaban radiantes de esperanzas, dejé mi orgullo a un lado y me dije que el alto sacerdote pensara lo que quisiera.

Me olvidé por completo del día de la visita y me fui al campo a probar un tractor nuevo. Enviaron en mi busca a Titi, el hermano pequeño de Kamante. El tractor hacía tal ruido que no podía oír lo que quería decirme y era tan difícil hacerla arrancar que no me atrevía a apagarlo; Titi corrió como un perro loco todo el campo, jadeando y alborotando entre los surcos profundos y la larga y delgada estela de polvo, hasta que cuando llegamos al final hubo una pausa.

—Han venido los sacerdotes —rugió.

—¿Qué sacerdotes? —le pregunté.

—Todos los sacerdotes —me explicó orgullosamente.

Habían venido en cuatro carros, seis en cada uno. Me fui con él hacia la casa y, al acercarme, pude ver un enjambre de figuras vestidas de blanco diseminadas por el prado, como si una bandada de grandes pájaros blancos se hubieran asentado junto a mi casa, o una compañía de ángeles volara sobre la granja. Era toda una corte espiritual enviada desde la India para mantener la llama de la ortodoxia en África. Pero era imposible no reconocer la digna figura del gran sacerdote, que avanzó hacia mí, escoltado por dos subordinados y, a una respetuosa distancia, por Choleim Hussein. Era un viejecito de baja estatura, con un rostro delicado y refinado, que parecía esculpido en un marfil viejísimo. El séquito se quedó cerca, para guardar nuestro encuentro, y luego se retiró, se suponía que yo sola debía entretener a mi huésped.

No podíamos hablarnos ni una palabra, porque él no entendía nada de inglés ni de
swaheli
y yo no conocía su lengua. Expresamos nuestro mutuo respeto mediante una pantomima. Me di cuenta que ya le habían enseñado la casa, toda la plata que tenía estaba sobre la mesa y las flores dispuestas según el gusto indio y somalí. Fui y me senté con él en el asiento de piedra en la parte occidental. Allí, bajo la atención emocionada de los espectadores, le entregué las cien rupias que estaban envueltas en un pañuelo verde perteneciente a Hussein.

Había sentido ciertos prejuicios contra la puntillosidad del viejo sacerdote —por un momento, al vedo tan viejo y pequeño, pensé que la situación podía ser embarazos a para él—. Pero cuando nos sentamos juntos bajo el sol de la tarde, sin pretender que manteníamos ningún tipo de conversación, sino simplemente haciéndonos amistosa compañía, pensé que nada debía resultarle embarazoso. Me daba la curiosa impresión de que se sentía a salvo, completamente seguro. Tenía unas maneras muy delicadas y corteses, y sonreía y movía la cabeza mientras yo le señalaba las colinas y los arbolillos, como si estuviera muy interesado en todo e incapaz de sorprenderse por nada. Me pregunté si esa consistencia sería fruto de una ignorancia completa del mal en el mundo o de su profundo conocimiento y aceptación. Sea que no hay serpientes venenosas en el mundo o que tú hayas conseguido, inyectándote dosis cada vez más fuertes de veneno en la sangre, un estado de perfecta inmunidad, al final el efecto es el mismo. El aspecto del tranquilo rostro del anciano era el de un niño muy pequeño, que todavía no ha aprendido a hablar y que está interesado en todo y es incapaz de sorprenderse por la naturaleza de las cosas. Podría haber pasado una hora allí sentada, en el asiento de piedra, en compañía de un niño muy pequeño, un noble infante, un niño Jesús pintado por un viejo maestro —de vez en cuando mecía la cuna con un pie espiritual—. Los rostros de las mujeres más viejas del mundo, que lo han visto y comprendido todo, deben tener el mismo aspecto. No era una expresión masculina, encajaba con las ropas de un bebé y de una mujer, e iba muy bien con las vestiduras de casimir de mi invitado. La había visto sólo una vez en una persona con ropas masculinas, un inteligente payaso en el circo.

El anciano estaba cansado y no tenía ganas de levantarse y mientras, los otros sacerdotes se fueron con Choleim Hussein hasta el río para ver el molino. Porque era como uno de ellos parecía tener interés en los pájaros. En aquellos tiempos yo tenía en casa una cigüeña amaestrada y una manada de gansos, que no eran para matar, sino para que el lugar se pareciera a Dinamarca. El anciano sacerdote mostró un gran interés por ellos; trataba de comprender de dónde y venían señalando los puntos cardinales. Mis perros estaban en el prado, lo que acababa de dar a aquella tarde un perfecto aspecto de milenio. Creí que Farah y Choleim Hussein los habían encerrado en la perrera, porque este último, como buen mahometano sentía horror hacia ellos cuando venía a la granja a arreglar algún asunto. Pero allí estaban paseando entre el clero vestido de blanco, como el león junto al cordero. Eran los perros que Ismail suponía que conocían a un mahometano sólo con mirarlo.

Antes de marcharse el alto sacerdote me dio, como recuerdo su visita, un anillo con una perla. Pensé que yo también debía de darle algo, además del fingido regalo de las rupias, y envié a Farah para que fuera a buscar al almacén la piel de un león que había cazado poco tiempo antes en la granja. El anciano cogió una de las grandes garras y con ojos claros y atentos probó su agudeza en la mejilla. Después de que se hubiera ido me pregunté si su noble y huesuda cabeza habría captado todas las pequeñas cosas que había dentro del horizonte de la granja, o nada de nada. De algo sí se debió de dar cuenta, porque tres meses más tarde recibí una carta de la India, con la dirección muy mal puesta y que se había retrasado en correos. En ella un príncipe indio me pedía que le vendiera uno de los «perros grises» que le había mencionado un alto sacerdote y que fijara yo misma el precio.

III
Las mujeres somalíes

De un grupo de visitantes que representó un papel importante en la granja no puedo decir mucho, porque no les gustaría. Se trata de las mujeres de Farah.

Cuando Farah se casó y trajo a su mujer desde Somalia a la granja, con ella vinieron una bandada vivaz y delicada de palomas de piel oscura: su madre, su hermana pequeña y una joven prima que había crecido con la familia. Farah me dijo que era una costumbre de su país. Los matrimonios en Somalia son arreglados por los mayores de la familia, que tienen en cuenta el nacimiento, la riqueza y la reputación de los jóvenes; en las mejores familias los novios no se ven hasta el día de la boda. Pero los somalíes forman una caballerosa nación y no dejan a las doncellas desprotegidas. Es de buen tono en un marido recién casado irse a vivir a la aldea de su esposa seis meses después de la boda; durante ese tiempo ella hace su vida como anfitriona y persona conocida e influyente. A veces, él no puede hacer eso, y entonces las mujeres allegadas a la novia no vacilan en acompañarla por algún tiempo en su vida matrimonial, hasta cuando eso significa marcharse y viajar a países distantes.

El círculo de mujeres somalíes en mi casa se completó posteriormente con una muchacha huérfana de madre de la tribu, que Farah adoptó, no sin pensar, creo, que podría conseguir provecho con ello cuando le llegara el tiempo de casarse, como Mordecai y Esther. Esta chica era muy simpática y despierta, y fue muy curioso cómo, al crecer, las doncellas se hicieron cargo de ella y escrupulosamente le dieron una formación de joven virgen
comme il faut
. Cuando vino a vivir con nosotros tenía once años y siempre se escapaba del control de la familia para seguirme. Cabalgaba en mi poni y llevaba mi rifle o corría con los
totos
kikuyus hasta el estanque de los peces, arremangándose las faldas y saltando descalza por la junquera de la orilla y con un salabardo. Las muchachas somalíes llevan el pelo afeitado, dejando sólo un cerco de rizos oscuros y un largo bucle encima; es una moda agradable y le daba a la chiquilla el aire de un fraile joven muy alegre y malicioso. Pero con el tiempo, y bajo la influencia de las chicas mayores, se transformó y fue fascinada y poseída por el proceso de su transformación. Exactamente como si le hubieran puesto pesas en las piernas, empezó a caminar cada vez con mayor lentitud; bajaba los ojos siguiendo los mejores modelos y convirtió en un punto de honor desaparecer ante la presencia de un extraño.

No se volvió a cortar el pelo y cuando llegó el día en que ya era lo suficientemente largo, las otras chicas lo peinaron y dividieron en varias trencitas. La novicia se entregó seria y orgullosa a las fatigas del rito; se veía que hubiera preferido morir a incumplir los deberes que le imponían.

La anciana, la suegra de Farah, era, como él me dijo, una mujer muy estimada por la excelente educación que había dado a sus hijas. Eran el espejo de la moda y el modelo de las doncellas. Desde luego las tres jóvenes poseían la más exquisita dignidad y recato; no he conocido nunca damas tan señoriales. Su modestia de doncellas se acentuaba por el estilo de sus ropas. Vestían faldas de imponente amplitud, que exigían —lo sabía, porque a menudo compraba seda o percal para ellas— diez yardas de tela para hacerlas. Dentro de aquellas masas de paño sus esbeltas rodillas se movían con un ritmo insinuante y misterioso:

Tes nobles jambes, sous les volants qu’elles chassent

Tourmenent les désirs obscurs et les agacent,

Comme deux sorcieres qui font

Tourner un philtre noir dam un vase profond.

La propia madre era una figura impresionante, muy vigorosa, con la poderosa y benevolente placidez de una elefanta, satisfecha de su fuerza. Nunca la vi enfadada. Maestros y pedagogos hubieran envidiado la gran inspiración que tenía; en sus manos la enseñanza no era imposición, ni labor monótona, sino una conspiración grande y noble en la cual sus pupilas eran admitidas mediante un privilegio. La casita que construí para ellas en los bosques, era una pequeña escuela preparatoria de magia blanca, y aquellas tres chicas, que tan gentilmente paseaban por los senderos del bosque, eran como tres jóvenes brujas que estudiaban día y noche, y que al final de su aprendizaje dispondrían de un gran poderío. Competían para ver cuál iba a ser la más destacada, pero con un espíritu de lo más amable; quizá cuando estás realmente en el mercado y se discute tu precio en público, la rivalidad adquiere un carácter franco y honrado. La esposa de Farah, que ya no tenía que pensar en su precio, disfrutaba de una posición especial, como la del discípulo preferido que ya ha conseguido la licenciatura en brujería; se le veía hablar confidencialmente con la maga principal, y tal honor no les estaba permitido a las doncellas.

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