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Authors: Dmitry Glukhovsky

Metro 2034 (3 page)

BOOK: Metro 2034
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—¿Y de dónde voy a sacar yo tres hombres? ¡Como no me los corte de mis propias carnes!

—¿Disculpe? No comprendo, Denis Mikhailovich —dijo uno de los centinelas.

—Istomin pretende que enviemos de inmediato un pelotón de reconocimiento a la Serpukhovskaya. Está cagado por lo de la caravana. ¿Y de dónde voy a sacar yo tres hombres? Precisamente ahora…

—¿Aún no se han recibido noticias? —le preguntó el centinela de la cantimplora sin volverse.

—No, ninguna —corroboró el viejo—. Pero tampoco ha pasado tanto tiempo. A ver, por favor, ¿qué sería lo más peligroso ahora? ¡Si debilitamos los puestos de la frontera meridional, dentro de una semana aquí no quedará nadie que pueda darle la bienvenida a la caravana!

Su interlocutor negó con la cabeza, pero no dijo nada. Tampoco reaccionó de ningún modo cuando el oficial, por fin, dejó de gruñir, y preguntó a los centinelas si alguien querría presentarse para una expedición de tres hombres.

Acudieron voluntarios de sobra. La mayoría de los centinelas estaban hartos de montar guardia en las fronteras de la estación, y eran incapaces de imaginarse algo más peligroso que la vigilancia del túnel meridional.

Entre los seis que se presentaron voluntarios, el Coronel eligió a los tres que le parecieron más prescindibles. Sabia elección: ninguno de los tres iba a regresar.

***

Hacía tres días que habían enviado a la
troika
. El Coronel tenía la impresión de que las gentes murmuraban a sus espaldas y lo miraban con desconfianza. Incluso las conversaciones más acaloradas se interrumpían cuando él se acercaba, y en el tenso silencio que solía hacerse creía percibir una silenciosa exigencia: «Explícanoslo, justifícate.»

Pero él se limitaba a hacer su trabajo: se encargaba de la seguridad de los puestos fronterizos de la Sevastopolskaya. Su cometido era de naturaleza táctica, no estratégica. No disponía de suficientes soldados. ¿Qué derecho tenía a quemarlos de ese modo? Los estaba enviando a expediciones de dudosa utilidad, cuando no obviamente absurdas.

Hasta tres días antes, ésa había sido su convicción. Pero las miradas de angustia, desaprobación y duda minaron su confianza y empezó a flaquear. Un equipo de reconocimiento, pertrechado con armamento ligero, necesitaba menos de un día para ir hasta la Hansa y regresar, aun contando con posibles refriegas y demoras en las fronteras de las estaciones independientes.

El Coronel ordenó que no dejaran pasar a nadie, se encerró en su despacho, apoyó en la pared su frente enfebrecida y empezó a murmurar para sí. Por enésima vez repasó todas las posibilidades. ¿Qué podía haberles ocurrido a los mercaderes? ¿Y a la patrulla de reconocimiento?

Los habitantes de la Sevastopolskaya no tenían ningún miedo a los ataques humanos. Como mucho, al ejército de la Hansa. La fama de que la Sevastopolskaya era un lugar peligroso, las exageradas historias que contaban los escasos visitantes sobre el elevado precio que sus habitantes pagaban para sobrevivir… los comerciantes oían todas esas historias y las difundían a lo largo y a lo ancho de la red de metro. Y no habían tardado en surtir efecto. Los dirigentes de la estación comprendieron enseguida las ventajas de esa fama, y trabajaron por consolidarla. Los informadores, comerciantes, viajeros y diplomáticos narraban, con la bendición oficial, las mentiras más truculentas sobre la Sevastopolskaya y, en general, sobre el trecho que se encontraba más allá de la Serpukhovskaya.

Tan sólo a unos pocos se les permitía atravesar esa cortina de ruido y humo, y conocer la atractiva realidad de la estación. Durante los últimos años, algunos grupos aislados que no estaban al corriente habían tratado de penetrar por los puestos exteriores, pero la maquinaria militar de la Sevastopolskaya, dirigida por antiguos oficiales del Ejército Rojo, los había triturado sin mayor dificultad.

En cualquier caso, la troika de exploradores había recibido instrucciones precisas: si se topaban con algún peligro, tenían que evitar toda confrontación y regresar lo antes posible.'

Ni que decir tiene que la Nagornaya se encontraba en el mismo trecho. No se trataba de un lugar aterrador como la Chertanovskaya, pero de todos modos era peligrosa y siniestra. Como la Nakhimovsky Prospekt, que tenía las puertas que conducían a la superficie atascadas pero sin cerrar, y por ello no estaba a resguardo de intrusiones. La Sevastopolskaya no consideraba la posibilidad de provocar un derrumbe, porque sus Stalkers salían por la Nakhimovsky Prospekt. Nadie se atrevía a entrar solo en esta última estación, pero tampoco se recordaba que las troikas hubieran tenido nunca grandes problemas para acabar con las criaturas que acechaban allí.

¿Un derrumbe? ¿Las aguas subterráneas? ¿Un acto de sabotaje? ¿Un inesperado ataque de la Hansa? Sería el Coronel, no el jefe de estación, Istomin, quien tuviera que dar explicaciones a las mujeres de los exploradores desaparecidos, y éstas lo mirarían a los ojos, angustiadas y cargadas de interrogantes, en busca de una promesa, un consuelo. Tendría que dar explicaciones a los soldados de la guarnición. Éstos, por fortuna, no le harían preguntas innecesarias y, por el momento, su lealtad se mantenía incólume. Por último, tendría que tranquilizar a todos los que sentían inquietud, a todos los que después del trabajo se congregaban en torno al reloj de la estación para calcular el tiempo que había pasado desde que partió la caravana.

Istomin había contado que durante los últimos días le habían preguntado en varias ocasiones por qué las luces de la estación estaban tan bajas. En algunos casos, incluso llegaron a exigirle que volvieran a ponerlas a la intensidad habitual. Y el caso es que a nadie se le había ocurrido bajar la potencia de la corriente: la iluminación funcionaba a pleno rendimiento. No, esa penumbra no se encontraban en la estación, sino en los corazones de los hombres, y no habrían podido expulsarla ni siquiera las lámparas de mercurio más resplandecientes.

El cable telefónico que les permitía comunicarse con la Serpukhovskaya seguía en silencio. El Coronel se veía privado de una sensación muy importante, porque en el metro no era nada usual: la sensación de cercanía con otros seres humanos. Mientras las comunicaciones funcionaran, mientras las caravanas hiciesen regularmente su recorrido y el viaje hasta la Hansa durase menos de un día, los habitantes de la estación tendrían libertad para marcharse y para quedarse. Todo el mundo sabía que cinco túneles más allá comenzaba el metro propiamente dicho, la civilización… la Humanidad.

Seguramente, los exploradores del Polo habían sentido algo semejante en los hielos árticos, cuando —fuera por interés científico, o por una elevada retribución— se habían enfrentado durante varios meses al hielo y la soledad. Habían llegado a encontrarse a varios miles de kilómetros del continente, pero nunca se alejaban del todo, porque la radio funcionaba, y una vez al mes oían el estruendo de avión que les arrojaba cajas repletas de latas de carne.

Pero la banquisa de hielo que sostenía la Sevastopolskaya se había hecho pedazos y desaparecía por instantes… en una tormenta de hielo, en un océano negro, en el vacío y la incertidumbre.

La espera se prolongaba, y la vaga preocupación del Coronel se transformó poco a poco en lúgubre certidumbre: los tres exploradores que había enviado a la Serpukhovskaya no iban a regresar jamás. No era posible retirar a otros tres soldados de los puestos exteriores y enviarlos, también a ellos, contra el ignoto peligro. No podían permitirse otras tres muertes seguras, que tampoco habrían servido para resolver la situación. Pero, de todos modos, no le parecía que hubiera llegado el momento de bajar la puerta hermética, con la que se podía cerrar el túnel meridional, y reclutar una gran fuerza de asalto. ¿Por qué había de ser precisamente él quien tuviera que tomar la decisión? Una decisión que, en cualquier caso, sería errónea.

El Coronel suspiró, entreabrió la puerta, echó una ojeada y llamó al guardia.

—¿Tienes un cigarrillo para mí? Pero que éste sea el último. La próxima vez no me des, por mucho que te insista. Y no se lo digas a nadie.

***

Nadya, una mujer madura, robusta y parlanchina, vestida con un chal de plumón agujereado y un delantal sucio, llegó con la olla de carne y verdura. Los centinelas se animaron. Patatas, pepinos y tomates se consideraban manjares refinados, y fuera de la Sevastopolskaya se encontraban cosas parecidas tan sólo en algunas
kabaks
[3]
de la Línea de Circunvalación y de la Polis. La escasez no se debía tan sólo a la complejidad de los cultivos hidropónicos que había que instalar para que germinaran las semillas, sino también a que casi no había ninguna estación que pudiera despilfarrar kilovatios con el único objetivo de dar más variedad al menú de sus soldados.

Los propios dirigentes de la estación tenían verdura sobre la mesa sólo en los días de fiesta, porque se cultivaba sobre todo para los niños. Istomin había tenido que sostener una acalorada discusión con los cocineros para convencerlos de que añadieran cien gramos de patatas hervidas y un tomate a la olla de carne de cerdo que se servía cada dos días. El objetivo era levantar la moral.

Y, así, cuando Nadya, con movimientos más bien torpes, dejó el fusil de asalto en el suelo y levantó la tapadera de la olla, los centinelas desarrugaron el entrecejo. En ese momento ninguno de ellos quiso hablar de la caravana que no regresaba ni de la fuerza de reconocimiento que se había esfumado. No querían que nada les estropeara el apetito.

Había un centinela mayor que los demás. Vestía una chaqueta acolchada con pequeñas reproducciones del emblema de la red de metro. Sonriente, revolvió las patatas de su plato y dijo:

—Hoy me voy a pasar el día entero pensando en la Komsomolskaya. Ojalá pudiera volver a verla. ¡Qué mosaicos…! Creo que era la estación más bella de Moscú.

—Por favor, Homero, cállate ya —le respondió un tipo gordo, sin afeitar, con gorra de orejeras—. Viviste allí, y es lógico que te siga gustando. Pero ¿qué me vas a decir de las vidrieras de la Novoslobodskaya? ¿Y de las majestuosas columnas y los frescos en el techo de la Mayakovskaya?

—A mí me había gustado siempre la Ploshchad Revolyutsii —confesó tímidamente un centinela de rostro serio, un francotirador, que había dejado atrás su primera juventud—. Ya sé que es una idiotez, pero todos aquellos marineros y pilotos de aspecto sombrío, los soldados de la frontera con los perros… cuando era niño ya me parecían formidables.

—A mí no me parece que eso sea una idiotez —le dijo Nadya mientras raspaba los restos que habían quedado pegados a la olla—. Además, entre las estatuas de esos hombres había dos que eran muy guapos. ¡Eh, brigadier! ¡Vente para aquí! ¡No querrás marcharte sin haber comido nada!

El militar corpulento y ancho de espaldas que se sentaba aparte de los demás se acercó con pasos lentos, tomó su ración y volvió a su lugar. Lo más cerca posible del túnel, lo más lejos posible de los seres humanos.

El gordo señaló con la cabeza las anchas espaldas del brigadier, que se había sumergido de nuevo en la penumbra, y preguntó en susurros:

—¿Ese se deja ver todavía por la estación?

—No, ya lleva una semana aquí —le respondió el francotirador, también en voz baja—. Pasa las noches en el saco de dormir. ¿Cómo lo soporta…? Quizá lo necesite. Hace tres días, cuando las bestias estuvieron a punto de comerse a Rinat, él las mató a todas. Sin ayuda de nadie. Tardó un cuarto de hora. Regresó con las botas llenas de sangre, y el rifle también. Se lo veía muy satisfecho.

—No es un hombre, es una máquina —observó un centinela flaco que se encargaba de una de las ametralladoras—. No querría tener que dormir a su lado. ¿Has visto cómo tiene la cara?

El viejo al que habían llamado Homero se encogió de hombros y dijo:

—Pues mira qué curioso, yo sólo me siento seguro de verdad cuando estoy con él. ¿Qué queréis? Es un buen hombre, lo que ocurre es que le sucedió algo muy malo. ¿Qué obligación tenemos de ser guapos? Que sean las estaciones las que estén bonitas. Y ya que hablamos de eso, tu Novoslobodskaya me parece el colmo del mal gusto. La vidriera esa no la puedo ni ver si no estoy borracho… ¡una vidriera… si hasta me entran ganas de reír!

—¿Y no te parece de mal gusto una estación con la mitad del techo cubierto por un mosaico que representa un
koljós
?

—¿Y cuándo has visto tu eso en la Komsomolskaya?

El gordo metió baza:

—Toda esa porquería de arte soviético tenía un único tema: ¡La vida en los
koljoses
y nuestros heroicos pilotos!

—¡Seryosha, no te metas con los pilotos! —le advirtió el francotirador.

De pronto, se oyó una voz sorda y profunda:

—La Komsomolskaya es una mierda, y la Novoslobodskaya también.

El gordo interrumpió su réplica de pura sorpresa y contempló al brigadier envuelto en la penumbra. Los demás enmudecieron también. El suboficial no tomaba parte casi nunca en sus conversaciones. Cuando le preguntaban algo, respondía, como mucho, con monosílabos.

Aún estaba sentado, de espaldas, con los ojos clavados en las fauces del túnel.

—La Komsomolskaya tiene el techo demasiado alto y las columnas demasiado esbeltas. El andén entero está como servido en bandeja. Además, no sería fácil cerrar sus pasillos con barricadas. Y en la Novoslobodskaya las paredes están cubiertas de grietas, por mucho que las rellenen. Con una sola granada se podría derrumbar toda la estación. Y las vidrieras esas de las que hablabas se hicieron añicos hace tiempo. Eran demasiado frágiles.

Las afirmaciones hechas por aquel hombre habrían sido un buen motivo de discusión, pero nadie se atrevió a levantar la voz. El brigadier calló durante un rato y luego dijo, como de paso:

—Me marcho a la estación. Homero me acompañará. El relevo llegará dentro de una hora. Que Artur se ponga al mando mientras tanto.

El francotirador se puso en pie al instante y asintió, aun cuando el brigadier no pudiera verlo. El viejo se levantó también y empezó a recoger sus cosas, aunque no había acabado de comer. Cuando el brigadier llegó a la hoguera, Homero ya tenía preparado todo su equipo, que incluía un casco y una voluminosa mochila.

—¡Mucha suerte! —dijo el francotirador.

Cuando las desiguales siluetas —el corpulento brigadier y el flaco Homero— se alejaron por el trecho de túnel al que llegaba la luz, el francotirador los siguió con la mirada. Luego, aterido, se frotó las manos y se estremeció.

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