Metro 2034 (43 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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¡No! ¡Cómo podía pensar tales cosas! Leonid le había dicho que los habitantes de la Ciudad Esmeralda eran justos y gentiles. Que no conocían la pena de muerte, y ni siquiera se encarcelaban los unos a los otros. Y que gracias a la inagotable belleza de la que se rodeaban no había nadie que ni siquiera pensase en cometer un crimen.

Pero entonces, ¿por qué no salvaban a los condenados? ¿Y por qué no abrían la puerta?

Sasha llamó una vez más. Y otra.

Detrás de la puerta de acero reinaba el silencio, como si se hubiera tratado de una puerta falsa que tan sólo hubiera ocultado miles de toneladas de pétrea tierra.

—No te van a abrir.

Sasha se volvió. A diez pasos de ella se encontraba Leonid, con la cabeza gacha, con el cabello enredado y el dolor en el rostro.

Sasha lo miró sin entender nada.

—¡Pues entonces inténtalo tú! ¿No puede ser que te hayan perdonado? Por eso has venido, ¿no?

—No hay nada que perdonar. Ahí no hay nada.

—Pero si me habías dicho…

—Te he mentido. Eso no es la entrada de la Ciudad Esmeralda.

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé. —Levantó ambos brazos—. Nadie lo sabe.

—Pero entonces, ¿cómo es que todos te dejan pasar? ¿No eras un Observador? Sí lo eres… en la Línea de Circunvalación y con los rojos… Me estás engañando de nuevo, ¿verdad? ¡Me has contado todo eso de la ciudad y ahora te arrepientes de haberlo hecho!

Trató de encontrarle la mirada con sus ojos suplicantes. Trató de hallar una confirmación para sus suposiciones.

Leonid miraba obstinadamente al suelo.

—Yo mismo había soñado siempre con llegar hasta allí. La he buscado durante muchos años. He recopilado rumores, he leído libros viejos. He estado cien veces en este lugar. Encontré ese timbre… y lo estuve tocando durante días. Todo en vano.

—¿Por qué me has mentido? —Se arrojó sobre él y su diestra, como por voluntad propia, agarró el cuchillo—. ¿Qué te he hecho yo? ¿Por qué me has contado todo eso?

—Quería alejarte de ellos. —La visión del cuchillo desconcertó al músico, pero éste, en vez de huir, se sentó sobre las vías—. Pensé que si me quedaba solo contigo…

—¿Y por qué has venido ahora hasta aquí?

—No sé decirlo muy bien. —La miró desde abajo con aire de sumisión—. Creo que me he dado cuenta de que había llegado demasiado lejos. Después de haberte enviado hasta aquí… he empezado a darle vueltas. El alma no nace de color negro. Al principio es clara y transparente y, luego, paso a paso, se oscurece, una mancha tras otra, cada vez que te perdonas a ti mismo una mala acción, encuentras una manera de justificarte, te dices que eso era sólo un juego. Llega el momento en el que la negrura te posee. Raramente se da cuenta uno mismo, porque es difícil reconocerlo desde dentro. Pero de repente tuve claro que aquí y ahora había traspasado una frontera, y que estaba a punto de transformarme en otro hombre. Para siempre. Y por eso he venido hasta aquí, para confesártelo todo. Porque tú no te lo mereces.

—¿Cómo es que todo el mundo te tiene tanto miedo? ¿Por qué siempre te dicen que sí?

—No es por mí —suspiró Leonid—, sino por mi padre.

—¿Qué?

—¿El apellido Moskvin no te dice nada?

Sasha negó con la cabeza.

—No.

El músico, turbado, sonrió.

—Debes de ser la única en toda la red de metro. En fin, sea como sea, mi padre es un hombre muy poderoso. Gobierna la Línea Roja. Hizo que me prepararan un pasaporte diplomático, y por eso me dejan pasar por todas partes. Mi apellido no es muy frecuente, y nadie quiere buscarse problemas. Sobre todo cuando no saben que…

Sasha se había apartado de él una vez más y lo miraba con desprecio.

—¿Y qué observas? ¿Te han enviado a observar?

—Me echaron. Cuando papá comprendió que no me convertiría nunca en un hombre de verdad, perdió todo interés en mí. Y por eso ahora me gusta manchar su apellido de vez en cuando.

Una mueca apareció en el rostro de Leonid.

—¿Te peleaste con él?

—¿Cómo va uno a pelearse con el camarada Moskvin? ¡Estamos hablando de un monumento viviente! Me desterraron y maldijeron. ¿Sabes?, fui un niño raro. Sólo me interesaban los cuadros bonitos, el piano, los libros. La culpa es de mi madre, porque ella quería una niña. Cuando se dio cuenta, mi padre trató de despertar mi interés por las armas de fuego y las intrigas del partido, pero ya era demasiado tarde. Mi madre hizo que me aficionara a la flauta, y mi padre trató de quitarme la afición a golpe de correa. Mandó al exilio al profesor que me había enseñado y me puso a cargo de un
Politruk
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. Todo fue en vano. Yo ya me había estropeado. Odiaba la Línea Roja. Era un sitio tan… gris… Quería vivir una vida llena de color, quería hacer música, pintar cuadros. Una vez mi padre me ordenó que destruyera un mosaico, con finalidades pedagógicas. Para que aprendiese que la belleza era transitoria. Y yo lo destruí para que no me arreara una somanta. Pero, mientras lo hacía, me fijé en cada uno de los detalles, para poder reconstruirlo más tarde… desde entonces odio a mi padre.

—¡No puedes decir eso! —gritó Sasha, horrorizada.

—Yo sí. —Leonid sonrió—. A otros, por decir que lo odian, los fusilan. Esa historia de la Ciudad Esmeralda… me la contó mi profesor. En susurros, cuando aún era muy pequeño. Entonces llegué a la conclusión de que, cuando fuese mayor, encontraría la entrada. Tenía que haber un lugar en el mundo en el que las cosas por las que vivo tuvieran algún sentido. Donde todo el mundo viviera por esas mismas cosas. Donde yo ya no sea un inepto pequeño y feo, un príncipe de manos blancas, un drácula por herencia, sino un igual entre iguales.

—Y no encontraste ese lugar. —Sasha retiró el cuchillo. Había comprendido el núcleo de todas aquellas palabras—. Porque no existe.

Leonid se encogió de hombros. Se levantó, se dirigió al botón y lo pulsó.

—Seguramente no tiene ninguna importancia que alguien me escuche o no. Seguramente no tiene ninguna importancia que un lugar como ése exista en el mundo. Lo que sí importa es que
creo
que existe. Que alguien me escucha. Y que aún no me he ganado que ese alguien me abra.

—¿Y con eso te basta?

El músico se encogió de hombros una vez más.

—Le ha bastado siempre al mundo entero… así que también me basta a mí.

***

Homero recorrió el andén. Confuso, miró alrededor. Hunter había desaparecido. Melnik salió del centro de detención en su silla de ruedas, triste y abatido, como si, junto con la ficha, le hubiese entregado también su alma al brigadier.

¿Por qué se había marchado Hunter? ¿Adonde había ido? ¿Por qué lo había dejado atrás? No quería preguntárselo a Melnik. Prefería dar esquinazo a este último antes de que se acordara de él. Por ello, Homero fingió que trataba de dar alcance al brigadier y caminó a toda prisa, a la espera de oír una llamada a sus espaldas. Pero no pareció que Melnik volviera a interesarse por él.

Hunter le había dicho a Homero que lo necesitaba para no olvidar su antiguo «yo». ¿Le había mentido? Puede que sólo lo necesitase para evitar que su propia locura lo llevara a empezar en la Polis un combate que habría podido perder. Eso le habría cerrado el camino hasta la Tulskaya. Su olfato y sus instintos de asesino eran sobrenaturales, pero no se habría atrevido a atacar una estación entera él solo. En tal caso, el papel de Homero había terminado, porque había acompañado a Hunter hasta la Polis y el brigadier había prescindido de él de malos modos.

Pero el viejo también estaba interesado en el final de la historia: había cumplido con su parte para que se llegara al desenlace que había pensado el brigadier, o en todo caso la criatura que representaba el papel de brigadier.

¿Qué era esa «ficha»? ¿Un salvoconducto? ¿Una insignia que confería autoridad? ¿La mancha negra? ¿Una indulgencia anticipada por todos los pecados con los que Hunter iba a mancharse el alma? No importaba: el brigadier le había arrancado a Melnik la ficha, y junto con ésta su autorización para actuar. Por fin tenía las manos libres. E indudablemente no podría pedir confesión por sus pecados. La criatura que se había adueñado de él, el monstruo que en ocasiones se le había aparecido en el espejo, no podía utilizar de verdad el habla.

¿Qué sucedería en la Tulskaya cuando Hunter llegase allí? ¿Se saciaría su sed cuando hubiera ahogado en sangre una estación entera, o quizá dos o tres? ¿Acaso la criatura que llevaba dentro crecería aún más, y cobraría dimensiones incalculables?

¿Cuál de los dos Hunters era el que Homero había acompañado hasta allí? ¿El que devoraba seres humanos, o el que luchaba contra el monstruo? ¿Cuál de los dos era el que se había derrumbado en el espectral combate de la Polyanka? ¿Y cuál era el que le había pedido socorro a Homero?

Ah, tal vez hubiese querido encomendarle otra misión: matarlo. ¿Acaso los patéticos restos del antiguo brigadier, en su desesperación, le habían solicitado compañía al viejo tan sólo para que éste lo viera con sus propios ojos y, guiado por el horror o por la compasión, acabara con Hunter de un tiro en la nuca en un túnel oscuro? El brigadier no podía quitarse a sí mismo la vida, y por ello se había buscado un verdugo. Un verdugo al que no habría que suplicar, un verdugo que tenía intuición suficiente para entenderlo todo por sí mismo, lo bastante hábil como para engañar al otro Hunter, al segundo, que, con el paso de los días, se tornaba cada vez más monstruoso y que no quería morir.

Pero, aun cuando Homero tuviese valor suficiente, aguardara el momento oportuno y matase a Hunter por la espalda, ¿qué sucedería luego? El viejo no podría detener por sí mismo la plaga. A pesar de la urgencia de aquel asunto ¿no podría hacer nada, salvo observar todo lo que ocurría y escribirlo en su libro?

Homero se imaginó adonde había ido el brigadier. Según contaban los rumores, aquella Orden casi legendaria a la que pertenecían tanto Melnik como Hunter tenía su base en la Smolenskaya, en el bajo vientre de la Polis. Sus legionarios protegían la red de metro y a sus moradores de los peligros ante los que se veían impotentes los ejércitos de las estaciones ordinarias. Nadie sabía nada más acerca de la misteriosa organización.

El viejo no podía entrar de ninguna manera en la Smolenskaya. Era impenetrable, como la fortaleza Alamut
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. Pero, de todos modos, ¿de qué le habría servido? Si lo que quería era encontrar al brigadier, bastaría con que regresara a la Dobryninskaya. Sólo tendría que esperarlo: Hunter, indudablemente, iría hasta allí para cumplir con su misión. Acudiría al escenario de su futuro crimen, a la estación final de aquella extraña historia.

¿Debía permitirle que exterminara a los apestados y desinfectara la Tulskaya, y esperar a que todo hubiese terminado para cumplir con la voluntad que Hunter no había llegado a expresarle? Homero se había imaginado siempre a sí mismo en otro papel: no disparar, sino inventar; no arrebatar la vida, sino conferir la inmortalidad; no juzgar, no intervenir, y darle al héroe de su libro la posibilidad de actuar por sí mismo. Pero cuando la sangre llega hasta las rodillas, es imposible no ensuciarse. Había sido una suerte que la muchacha se largara con aquel pillo. Así, por lo menos, no tendría que asistir a la horrible matanza que, de todos modos, no habría podido evitar.

Miró el reloj de la estación: si el brigadier emprendía la ejecución de su plan, tan sólo le quedaban a Homero unas pocas horas para actuar. Poco tiempo para quedarse solo consigo mismo. Para ofrecerle un último tango a la Polis.

***

—¿Y cómo ibas a ganarte el derecho de entrar? —preguntaba Sasha.

—Bueno… —Leonid vaciló—. Es una estupidez, lo sé, pero… con la flauta. Pensaba que tal vez me sirviese para mejorar el mundo. La música es la más fugaz de las artes, ¿lo entiendes? Existe tan sólo mientras suena el instrumento, y luego desaparece sin dejar rastro. Pero no hay nada que arrastre a los hombres como la música, no hay nada que les cause heridas tan profundas ni que se curen con tanta lentitud. Si alguna vez una melodía te conmueve, te acompañará durante el resto de tu vida. Es un extracto de belleza. Yo pensaba que tal vez podría emplearla para curar las deformidades del alma.

—Eres extraño.

—Pero he comprendido que un leproso no puede curar a otro leproso. Si no te lo cuento todo, no me abrirán la puerta.

Sasha le lanzó una mirada penetrante.

—Pero ¿es que te crees que te voy a perdonar? ¿Tus mentiras, tu crueldad?

—¿Me vas a dar una última oportunidad? —Leonid le sonrió—. Tú misma me habías dicho que todo el mundo se la merece.

Sasha calló. Se había vuelto precavida. En esta ocasión no se dejaría arrastrar por sus absurdos juegos. En un primer momento lo había creído, se había tomado en serio sus remordimientos, pero… ¿podía ser que volviera a las andadas?

—De todo lo que te he contado, hay algo que es cierto —dijo—. Existe un medio para curar la enfermedad.

—¿Un medicamento? —Sasha se sorprendió, dispuesta una vez más a dejarse engañar.

—No, no se trata de un medicamento. Ni de pastillas, ni de un suero. Hace algunos años padecimos una epidemia semejante en la Preobrazhenskaya.

—¿Cómo es que Hunter no lo sabía?

—No llegó a declararse una epidemia. La enfermedad desapareció por sí misma. Sus gérmenes son sensibles a la radiactividad. Les hacía algo… creo que dejaban de reproducirse… en cualquier caso, la radiactividad detiene la infección. Se puede lograr con dosis bastante pequeñas. Lo descubrieron por casualidad. No se necesita nada más. Podríamos decir que la solución del problema se halla en la superficie.

La temblorosa muchacha lo agarró de la mano.

—¿De verdad?

—De verdad. —Puso su otra mano sobre la de Sasha—. Sólo tenemos que contactar con ellos y explicárselo.

La joven lo soltó. Los ojos le centelleaban.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¡Era tan sencillo…! ¡Cuántas personas deben de haber muerto en todo este tiempo…!

—¿En un solo día? Probablemente ninguna… no quería que te quedaras con ese asesino. Desde el principio había tenido la intención de contártelo todo pero, a cambio de este secreto, te quería… a ti.

—¡Querías comprarme con vidas ajenas! —masculló Sasha—. ¡Yo no valgo… ni una sola de ellas!

El músico enarcó una ceja.

—Habría sido capaz de entregar la mía.

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